Cuento mexicano actual: Sabina Orozco

En esta ocasión presentamos un interesante cuento de Sabina Orozco (Oaxaca, 1993). Ha publicado en revistas impresas y electrónicas. Participó en el programa de verano (Xalapa, 2016) organizado por la Fundación para las Letras Mexicanas.

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Estocolmo

 

Por eso nos dan licencia

de hablar con nuestros cautivos.

Cervantes, Los baños de Argel

 

I

 

Ahogarse con los ojos abiertos, olvidar que manejaba. Temer a las olas que lo llenaban igual que a un pozo: por los oídos, la boca, las fosas nasales, donde fuera, entraba el agua salada.

— Qué disparate, ¿no? En esos momentos creo que voy a empaparme hasta los tuétanos —expuso al doctor—. La última vez me ocurrió a mediodía. El calor era insoportable, el semáforo se puso en verde y quienes se encontraban detrás de mí tocaban el claxon como endemoniados. Tardé en reaccionar porque tenía la sensación de estar en el mar sosteniéndome de un pedazo de madera, no del volante.

En efecto, en esa ocasión el delirio de Javier lo había apartado del tráfico, obligándolo a moverse a contra corriente, impulsado por el deseo de alcanzar la playa que vislumbraba a lo lejos. No entendía el motivo de aquellas alucinaciones. A lo largo de su vida, ponderaba, había gozado de una excelente salud mental. Las visiones que lo asaltaban en los lugares menos oportunos carecían de explicación.

— Nunca había ido al loquero —dijo— pero Alfonso me convenció, él me dio su número.

— Psiquiatra, señor. No loquero —lo corrigió su interlocutor, cuyos ojos se amplificaban detrás de las gafas—, psiquiatra.

Cuarenta minutos después de preguntarle en qué consistían las anomalías por las que había asistido a consulta, el doctor Gutiérrez firmó la receta: una píldora por la mañana y otra antes de dormir bastarían para mitigar el estrés, origen de las ilusorias experiencias del paciente. Una píldora por la mañana y otra antes de dormir. Simple, según Gutiérrez, simple y más efectivo que esforzarse por llegar a una isla distante.

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II

— Ya terminé de empacar —había anunciado.

— ¿Ah sí? —Inquirió Úrsula— ¿Y qué hay de Julio, también te lo vas a llevar?

— No, Celia no tiene espacio para un animal.

— Celia no tiene lugar ni para otra persona.

Los maullidos de Julio semejaban el llanto de un bebé. La almohada en medio de la cama señalaba la parte del colchón que a cada quien le correspondía. En el suelo, junto al armario, descansaba la maleta con las únicas pertenencias de Javier aún no trasladadas a otro sitio. Habían desaparecido las camisas amontonadas, los zapatos con agujetas dispersos en la alfombra, los relojes y algunos objetos normalmente colocados sobre el buró. Javier pensó en la tarde que Úrsula lo descubrió con Celia en la bañera. Enfurecida, había echado a la intrusa empapada, apenas cubierta por una toalla diminuta.

Aunque fingiera haberse dormido, él sabía que estaba despierta. Úrsula era predecible, sus costumbres no dejaban de ser las mismas. Dueño de una tienda de pisos y azulejos, Javier solía hojear a diario catálogos de materiales para construcción; a su lado, ella echaba un vistazo a unas cuantas páginas del primer libro con el que hubiera tropezado antes de meterse a la cama. Sin embargo, las Memorias de lo insólito fueron la excepción. La mujer había examinado aquel compendio en orden, tal como lo señalaba el índice. Su anécdota favorita refería a un sujeto que, tras un deslave, quedó atrapado en una bodega donde se almacenaba agua embotellada y, durante meses, sobrevivió a base de cartón y el líquido vital. Tiempo después, un ejemplar de pasta roja abandonado en el librero llamó la atención de Úrsula. Los avatares del protagonista la fastidiaron. Viajar por años con el objetivo de volver a casa para reencontrarse con la esposa que envejece tejiendo… ¿A quién le habrían interesado esos cuentos?, pensaba, ningún personaje superaría la bravura del come-cartón. En cambio, Javier se concentraba en los inventarios de focos, en las instrucciones para elegir el más adecuado. Simétricos, dicroicos, plafones, lámparas incandescentes y halógenas, leía con emoción. En tanto, Úrsula se prometía no acercarse de nuevo al libro donde un grupo de marineros perdidos demoraban en pisar tierra.

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III

Al día siguiente, ella despertó mientras Javier se duchaba. Miró con recelo la maleta que exhibía la presencia de un intruso y buscó una llave en el cajón del buró. Él estuvo largo rato bajo la regadera. Cuando se dispuso a salir del baño no pudo hacerlo. Trastornado, empezó a lanzar gritos y a golpear la puerta. Años atrás, se había encargado de seleccionar los mejores materiales para construir su hogar. Úrsula aún podía recordarlo diseñando el comedor y la sala, obsesionado con la calidad del mármol o con la perfecta combinación de los colores. ¿Los baños con cerradura no eran una excentricidad?, le espetó en algún momento. De bronce, de aluminio, cromadas, cortas, circulares… Javier conocía la variedad de manijas, mas no su peligro.

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IV

Es el hijo de Laertes, que tenía su morada en Ítaca. A éste lo vi en una isla, derramando abundante llanto en la mansión de la ninfa Calipso, que lo retiene a su pesar. Y él no puede regresar a su tierra patria. Porque no tiene nave remera ni compañeros que le pudieran transportar sobre el anchuroso lomo del mar, rezaba el canto IV del libro rojo.

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V

Tenía miedo, las olas lo llenaba igual que a un pozo. Javier se talló los ojos: la bañera, el retrete y el lavabo seguían frente a él.

— ¡Úrsula, estoy seguro de que llevo horas aquí! ¿Qué pretendes? —vociferó.

Afuera, ella subió el volumen del televisor. En la pantalla, una señora regordeta sostenía un cuchillo.

Ahora vamos a dorar la cebolla, procura rebanarla con cuidado, en trozos pequeños…

— ¡Que me saques de aquí, carajo!… ¿Úrsula?, Úrsula ¿me estás escuchando?

El horno a ciento ochenta grados, no más. En unos treinta minutos estará listo. Seguro que a ti y a tu familia les encantará…

— ¡Úrsula!

Vamos a una pausa y ya volvemos. Recuerda, esto y más, sólo aquí, en cocinando con Salma.

Nadie acudió en su auxilio y su alteración lo venció otra vez con imágenes colmadas de agua.

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VI

Largo, negro y con los omóplatos salientes, Julio se movía con agilidad. En una maniobra felina, trepó a uno de los estantes del librero y luego a otro y a otro y a otro más alto. Su cola golpeó un diccionario que, después de ladearse, cayó abierto en la página que enlistaba lo siguiente:

aislar. (De isla).

  1. tr. Dejar algo solo y separado de otras cosas.
  2. tr. Apartar a alguien de la comunicación y trato con los demás.
  3. tr. Impedir que un agente físico, como la electricidad, el calor, el sonido o la humedad pasen o se transmitan a un cuerpo o a un lugar.
  4. tr. Abstraer, apartar los sentidos o la mente de la realidad inmediata.
  5. tr. Quím. Separar un elemento o un cuerpo de una combinación o del medio en que se halla, generalmente para identificarlo o analizarlo.
  6. tr. p. us. Cercar de agua por todas partes.

Aburrido de pasearse entre polvo y papeles, Julio bajó del librero empotrado a la pared contigua al baño de la recámara principal. Ahí, en la tina, el grifo goteaba, como si de él cayeran las palabras de la definición.

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VII

Entre las compras del supermercado, dispuestas en la cajuela, sobresalía una enorme bolsa de barras energéticas. Con las manos en el volante, recordó cómo había aprendido a manejar: un domingo, su padre la subió a un volkswagen que parecía concentrar todo el calor de la mañana en los asientos. Tras varios domingos de práctica logró usar el clutch sin mover el auto con violencia. Quizá siempre había sido torpe, lamentó. Hasta los dieciséis años consiguió andar en bicicleta. El temor a caer le impedía manejar el manubrio.

¿Qué tan difícil sería manejar un arma?, se preguntó al escuchar el noticiero de la radio. En Estocolmo, informaba el locutor, cuatro personas habían sido liberadas tras permanecer seis días dentro de un banco en condición de rehenes, amenazados por dos hombres armados. Úrsula se estremeció.

Al regresar, Javier, desesperado, le exigía a gritos que lo liberara. Los únicos vecinos a la redonda, una pareja joven, se habían mudado el mes pasado. Sin vacilar, la mujer apuntó el número telefónico escrito bajo los rótulos de “Se renta”. Llamó varias veces hasta que una voz áspera contestó. Sin dificultades, llegó a un acuerdo con el arrendador.

Tratando de ignorar el estrépito procedente del baño, sacó de la cajuela una barra energética lo suficientemente delgada para pasar por el resquicio inferior de la puerta. No lo mataría de inanición, eso lo tenía muy claro.

Después de alimentar a su marido, se instaló en un diván cercano a la ventana. El cielo se oscurecía. Maullando, Julio se colocó en su regazo.

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VIII

Javier llamó a su esposa desde el baño.

— Sácame de aquí, Úrsula—gimió—. El foco está fundido.

La mujer se acercó a la puerta con Julio en brazos.

— Acabo de ver un documental impresionante —comentó, haciendo caso omiso a la petición de Javier— ¿Has escuchado de las habitaciones vientre? —Dijo al hombre y, sin dejarlo responder, prosiguió—: En varios hospitales han construido para los bebés prematuros estancias poco iluminadas que imitan las condiciones al interior del útero.

Él, desconcertado, guardó silencio.

— No entiendo por qué nunca quisiste un hijo, Javier. ¿Te imaginas? —Rompió a llorar, asiendo a Julio con fuerza— Un niño. ¡Yo sólo quería un maldito niño! —largó envuelta en lágrimas, alejándose del baño.

Javier se afligió al no poder salir del cuarto, ir hacia Úrsula y secarle la cara. Sin decir nada, puso la espalda contra las baldosas y se acomodó en la oscuridad. Por un segundo, antes de dormir en medio de la penumbra, creyó haber vuelto al cuerpo de su madre.

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IX

Olvidó que se encontraba en casa, las olas que lo azotaban compartían el color de los azulejos. Empero, su miedo al agua era menor. Javier percibía la isla más cercana; la arena, blanca.

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X

   — Durante más de cuatro semanas me fue imposible saber cuándo amanecía o cuándo era de noche. Los ratones rumiaban y, aunque siempre les tuve fobia, me alegraba escucharlos. Deseaba hablar con alguien, me estaba volviendo loco. Llegó un momento en que pude definir algo similar a la estructura de un día: al levantarme, luego de dormir, se oían ruidos provenientes del montón de cajas etiquetadas con el logotipo de la purificadora. Mi estómago gruñía e iba a abastecerme de cartón igual que los roedores. Satisfecho, me sentaba en el suelo, apoyando la espalda sobre una pared fría y de pintura desgastada. Inmediatamente, una cucaracha, a la que más tarde llamé Virginia, aparecía a metros de mí. Entonces, le contaba lo horrible que resultaba tragar papel para mitigar el hambre. Ella seguía inmóvil, prestando atención a mis desventuras. En una ocasión, Virginia no volvió. Otras cucarachas seguían rondando por el almacén, pero sabía que ninguna era Virginia. Lloré, no soportaba la idea de estar todavía más solo. Pronto, mi cuerpo fue incapaz de moverse sin sentir dolor. Un día (¿o una noche?) escuché un gran tumulto. Creí estar soñando: decenas de personas uniformadas —el equipo de rescate— gritaban cosas que no entendía. Cuando abrí los ojos, vi en el techo de la ambulancia un semblante lánguido y amarillento. Me sorprendí al saber que se trataba de mi propio reflejo —la voz de Úrsula se había quebrado, incluso Javier se hallaba conmovido.

— ¿Qué te pareció, te gusta? —lo interrogó la mujer con las Memorias de lo insólito en mano.

— No sé qué decir. Pobre tipo, sí que la pasó mal —contestó él desde el otro lado de la puerta.

— La próxima vez elegiré una historia menos dramática.

— Sí, estoy de acuerdo —respondió Javier—. Por cierto, ¿qué tal va la tienda?

— Bien, supongo. Bueno, no iba a contártelo…Alfonso ya no trabaja para nosotros.

— ¿Alfonso?

— Hace una semana revisaba unas facturas en el despacho, él entró y quiso pasarse de listo —le informó Úrsula prendiendo un cigarro—. Hice un escándalo. Todos llegaron a ver qué pasaba. Daniel quería golpearlo y Celia lo amenazaba diciéndole que se aprovechaba de mi situación, que si llegabas a aparecer le sacarías sangre hasta de las orejas.

— Qué mal. Lo siento por ti. Todo eso debió ser muy incómodo.

— Sí, lo fue.

— ¿Quién ocupará su puesto?

— Celia.

— ¿De verdad?

— Sí. Es muy buena vendedora. ¿Tienes hambre?

— Un poco.

Por debajo de la puerta, Úrsula le pasó una barra energética y la píldora de la mañana.

— Gracias, estas son buenas.

— Ajá.

— ¿Nadie te ha preguntado por qué rentas el departamento?

— No, nadie.

— Estás loca —comentó Javier cariñosamente.

Ambos rieron.

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XI

Vista de cerca, la arena no es realmente blanca. Piedras, insectos y ramas enturbian su pureza. Echaba de menos el mar. Las pastillas del doctor Gutiérrez habían secado las olas, arrojándolo a la isla que ahora habitaba en su demencia. Decidido a volver, abrió el grifo de la bañera y, dentro de ella, mantuvo los ojos abiertos con la intención de no perder ningún detalle.

— Con los ojos abiertos —se dijo— Con los ojos abiertos.

El agua le entraba por los oídos, la boca, las fosas nasales…. Sin embargo, no dejó caer los párpados. Aguantó la respiración y en su cabeza repitió la letanía.

El agua siguió entrando y él, constante, mantuvo la mirada sobre los azulejos.

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