Cuento mexicano actual: Humberto Mayorga

Presentamos tres cuentos de Humberto Mayorga (Sombrerete, 1982). Escritor y docente, egresado de la Benemérita Escuela Normal Manuel Ávila Camacho. Ha cursado talleres y diplomados en formación literaria oficiados por Universidad Autónoma de Zacatecas y el Instituto Zacatecano de Cultura. Ha colaborado con revistas de cuento y poesía tales como EbocARTE, “La rabia de Axolotl”, México D. F. y el suplemento cultural “Crítica” del diario NTR Zacatecas. Actualmente colabora con el suplemento cultural “La gualdra, diario La jornada, Zacatecas.

 

 

Terquedad

 

No lo niego. Soy fanático de los amores ocasionales. Mi habitación se encuentra en el sexto piso por la avenida principal de la ciudad. Ayer estuve con la cuarta mujer de la semana. Pude escuchar su murmullo desde la entrada. El portero siempre está al pendiente; soy el inquilino predilecto.

Los tacones de la mujer hacen el juego perfecto con el ritmo del blues que tengo de ambiente en tanto toca la puerta. Desde mi alcoba sólo presiono un botón para que dé inicio el baile: La puerta se abre. La habitación es blanca, no me gustan los colores, alteran mi tranquilidad. En el techo no puede faltar ese enorme espejo que compré en el último viaje que hice antes de enclaustrarme aquí: maravilloso mundo de silencio. Cuando veo frente a mí esa silueta de proporciones imperfectas, el corazón no para de dar brincos hasta generar el cambio de mi piel pálida a un rojo encendido.

El comienzo es un baño entre espuma y exóticas fragancias que despiertan los sentidos hasta al más cercano a la tumba. Lo juro. Me lleva en brazos directo al placer. Las delicadas manos de la mujer mojan esa esponja que recorre mi espalda y viaja por todo mi cuerpo hasta despertar de inmediato mi virilidad. Hay un momento en que me ausento. Permito que haga su mejor esfuerzo para satisfacer lo evidente. Suaviza mi cabello, lo lava y me observa con cierta ternura que llega a entristecerme.

Al término del baño toma la toalla, dirige sus grandes ojos nuevamente y me arrulla. Es tan complaciente. Humedece mi cara con esa crema que al compás del rastrillo me hace sentir más joven. Regresamos al lecho, mi lugar favorito y el único desde hace ya un año. Alcanzo a ver el reloj que tengo frente a mí y pienso: “cuatro horas me asistirá hasta el siguiente viaje” La dama permanece a mi lado en esa silla acogedora diseñada para la compañía. Me observa. Su mirada va de la pasión a la ternura y luego a la lástima. El tiempo sigue su curso, para entonces yo cumplí mis fantasías. Ella no lo sabe. La hora de marchar se acerca y me dice: “Mi turno se acabó. La siguiente enfermera llega en unos minutos”.  La muerte me ha negado el pasaporte después de mi paraplejia.

 

 

 

Hartazgo

 

¿Quién soy yo para evitar que te suicides? No, no lo haré. Te lo advierto: si vas a hacerlo procura no salpicar el lavabo, la pared o cualquier otra cosa de valor.

En la noche desperté con tus sollozos. A tientas bajé hasta la sala, en la oscuridad vi esa silueta con las manos sobre el rostro. Eres tú otra vez chillando.

Desde que te brindé abrigo en mi casa por purita compasión, serví como pañuelo. Meses atrás te veías muy radiante. Llegué a envidiar tanta felicidad, me reprimí por sentir cierto odio a tu dicha. Caminabas a paso lento mientras llovía. Bailabas al ritmo de las rolas cumbiancheras. Daban ganas de perderse en tu mundo. Sí, es verdad, los orgasmos son la puerta al paraíso pero tampoco pasa nada si los descansas a manera de castigo. Que sufran la represión por largo tiempo.

Tuve que escuchar con recelo los distintos tonos de las vocales en esas madrugadas de insomnio y excelentes veladas. Que si la ¡aaahh!, la ¡ehhh!, la ¡iiihhh, ooohhh! y más. Levántate de una vez y ve al desfiladero, ruega si puedes, implora que regrese, pero por favor deja de lamentarte a diario por lo que fue. ¿Que el mundo se termina? ¡Qué va! ¿Que se aleja cada vez más el último tren? No te agobies con tonterías.

Deja de manchar mi sofá, los objetos cuestan. La última vez que te vi una sonrisa fue en la cena con velas y jazz perfectamente preparado para endulzar el oído. Anda. ¿Quieres arrancar tu coraje de una vez? Bien, toma el primer libro que te regaló. No, mejor no, ése también tiene mucho valor. Aprieta fuerte la mano, encierra todos los recuerdos allí y presiona. Procura que no se escapen. Tu puño debe ser lo más duro, convertirse en piedra. A la voz de tres, suelta un golpe. Rómpete con el último espejo de la casa: Se ha hecho rutina el intento fallido de enfrentarlo como presunto culpable.

 

 

 

Insomnios

 

Aurora sigue extrañando la presencia de su madre, el parecido con ella es extraordinario. Una noche me despertó el sonido del agua que corría por debajo de la puerta del pasillo. Caminé de prisa hasta el baño, ahí estaba, cubierta de rosas que flotaban sobre su rostro, todavía tengo la imagen clara. Se zambullía una y otra vez cortando su respiración, olvidándose del mundo, abandonándose a la vida. Aterrado por la situación me introduje a la tina, la tomé de las manos y acerqué mi rostro al suyo. Desnuda, con el aliento entrecortado me contempló fijamente, sus manos tocaron mis labios. Pude ver mi reflejo en sus cristales. Estaba aterrado por las circunstancias en que la encontré. Aurora, mi vida, luz de mis días, sol de mi universo, intención y ocasión ¿por qué Aurora, mi Aurora?

Después de contemplarme me apartó de un empujón, me dijo que me fuera a dormir, que impedía su silencio, el descanso que tanto buscaba desde el día que murió su madre ¿Me temes?, pregunté una y otra vez ¿Acaso ya no me quieres, Aurora? Le dije con voz bajita. Ya no me era extraña su extrema delgadez, el abandono de sí, sus huesos salidos de la piel. Esos pechos firmes lucían mal. Ya no estaban dispuestos a regalarme su miel. Salió de la bañera y se dirigió al espejo ¿En qué me has convertido? dijo, ¿Qué me has hecho?, recriminaba cada vez con sollozos sinceros. El agua escurría sobre su cuerpo y el sonido de la regadera no paró hasta que ella cerró la llave. Volteó nuevamente su mirada hacia mí, con rabia me arrojó un escupitajo al rostro. Me limpié de inmediato sin darle mucha importancia.

Luego me acerqué nuevamente con los ojos humedecidos. Mis manos temblorosas tocaron sus mejillas, su semblante cambió. Ya no quiero vivir amor, no quiero, repelaba a llanto abierto. Tomé la toalla, sequé su cuerpo luego el cabello. La llevé entre mis brazos a la cama que nos vio tanto tiempo entregarnos al placer. Esa cama, ahora es testigo de nuestros insomnios desde que ella ingiere los medicamentos para combatir su depresión.

Todas las mañanas, Aurora se levanta temprano y calza las zapatillas rojas que mi esposa le obsequió.

 

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