Presentamos unos audios de Virgilio Piñera (1912-1979) leyendo su propia obra. Virgilio Piñera fue un destacado poeta cubano que incursionó también en la novela y la dramaturgia. La isla en peso es su obra más celebrada en el género poético.
Vida de Flora
Tú tenías grandes pies y un tacón jorobado.
Ponte la flor. Espérame, que vamos juntos de viaje.
Tú tenías grandes pies. ¡Qué tristeza en el aire!
¿Quién se mordía la cola? ¿Quién cantaba ese aire?
Tú tenías grandes pies, mi amiga en seco parada.
Una gran luz te brotaba. De los pies, digo, te brotaba
y sin que nadie lo supiera te fue sorbiendo la nada.
Un gran ruido se sentía en tu cuarto. ¿A Flora qué le pasa?
Nada, que sus grandes pies ocupan todo el espacio.
Sí, tú tenías, tenías la imponderable amargura de un zapato.
Ibas y venías entre dos calientes planchas:
Flora, mucho cuidado, que tus pies son muy grandes,
y la peletería te contrata para exhibir sus hormas gigantes.
Flora, cuántas veces recorrías el barrio
pidiendo un poco de aceite y el brillo de la luna te encantaba.
De pronto subían tus dos monstruos a la cama,
tus monstruos horrorizados por una cucaracha.
Flora, tus medias rojas cuelgan como lenguas de ahorcados.
¿En qué pies poner estas huérfanas? ¿Adónde tus últimos zapatos?
Oye, Flora: tus pies no caben en el río que te ha de conducir a la nada,
al país en que no hay grandes pies ni pequeñas manos ni ahorcados.
Tú querías que tocaran el tambor para que las aves bajaran,
las aves cantando entre tus dedos mientras el tambor repicaba.
Un aire feroz ondulando por la rigidez de tus plantas,
todo eso que tú pensabas cuando la plancha te doblegaba.
Flora, te voy a acompañar hasta tu última morada.
Tú tenías grandes pies y un tacón jorobado.
Entre la espada y la pared
Entre la espada y la pared
a nadie le gusta situarse;
cuando se está en ese trance
la vida sabe a vinagre;
cuando tocas a una puerta
es la espada quien te abre,
si la palabra socorro profieres
su filo la despedaza,
formando con sus fragmentos
un monstruo incalificable.
Estas vivo y estás muerto,
estás despierto y soñando,
tiras para el lado vivo,
y el lado muerto te arrastra;
miras a tu antagonista
-que es el fiel de tu balanza-,
clamas porque no te pese,
pero él te pone en el plato.
Ya tu corazón es polvo
y tus entrañas espanto,
y mientras el cielo brilla
se oscurece tu retrato.
Después la pared se cierra
como un telón de teatro.
Ya tu acto se acabó.
Me voy a tomar un trago.
Solo de piano
El solo de piano
no es un solo de piano,
no es tampoco un solo
ni asimismo un piano.
No es ningún piasolo,
ni siquiera un sopiano,
muchísimo menos
un sopia de loso
y tremendamente lejos
de un loso de piano.
El solo de piano
es más bien un piano
provisto de un solo
que camina piano.
En las tardes grises
el solo y el piano
se cogen las mapias
y se van de nopia.
Hay que verlos juntos
si huyen del piasolo,
y hay que verlos sopias
besando al sopiano.
En las tardes grises
todo el mundo es solo,
todo el mundo es piano,
y hasta el mismo solo,
y hasta el mismo piano,
se sienten tan solos
que tocan el piano.
En las tardes grises
el solo de piano
es un pianosolo,
piasolo y sopiano.
Yo estoy aquí, aquí
Mordiendo, arañando,
gritando y aullando,
pateando, rugiendo,
buscando y encontrando.
Cavando en tu cara,
explorando en tu pelo,
ahondando en tus ojos
y hurgando en tus entrañas.
Para vivirte, para tenerte,
para hacerte, para matarte,
para borrarte, para pintarte,
para existirte y para llorarte.
Para escribirte como una letra
-la de tu nombre y la de tu alma-,
para tatuarte como una llaga
sobre mi piel que es tu sudario.
No estoy aquí para decirte
que estoy aquí para adorarte,
estoy aquí para decirte
que yo soy tu alucinado.
No estoy aquí para adorarte
-para adorarte no te amara-,
estoy aquí para nacerte,
para morirte y resucitarte.
Estoy aquí para hacerte
a mi imagen y semejanza,
de tal modo que ya no sepas
de cuál de los dos es la imagen.
Y si no puedo nacerte,
y si no puedo resucitarte,
haré entonces que tú me mueras
para después resucitarnos.
Las siete en punto
Las tres y media de la tarde.
Las paredes, los cuadros, el sillón,
el escritorio lleno de papeles,
el cenicero lleno de colillas,
el timbre de la puerta, sin sonido.
En la siesta soñé que el timbre era
un timbre con sonido, y desperté.
Ya no sueño. ¿Y acaso he despertado?
¿O soy el que en el sueño
jura y perjura que despierto está?
Habrá que despertarse un poco más.
Así, medio dormido y resoñado,
si el teléfono suena,
yo sería el teléfono,
y él, como si fuera yo, diciendo: ¡Oigo!
Despierto con café o con la muerte.
En la cocina el colador, mojado,
me llama al orden: ¡Vamos, a despertar
y a despertarme! –porque también
yo estoy dormido.
Las paredes, los cuadros, el sillón
ahora son verdaderos,
y me siento, los cuadros miro, las paredes toco.
¿Te imaginas tú mismo mirando lo que has sido,
sentado en algo que no sienta a nadie?
Con vida aún, pero ya casi muerto
salgo de la cocina. Son las cuatro y diez.
Ahora a darme un duchazo.
Entono letanías bajo el agua:
¡Qué lejos, qué lejos de la vida,
tan lejos que casi no estoy;
qué cerca, qué cerca de la muerte,
tan cerca que casi no soy!
A mil novecientos veintiséis
desde el baño lo veo, en un papel que dice:
“Me salvé de ir a clases,
la maestra está enferma de los nervios…”
Me seco con cuidado.
Un viejo que se cae, cae todo,
y en su caída arrastra la toalla
en un coito final de grito y tumba.
Ahora el desodorante,
pero antes mira la hora en el reloj.
Tenla presente en medio de tu infierno,
hacia el último norte ella es tu brújula:
Muertenorte que mata los relojes.
Encima de la cómoda hay una foto:
soy yo en el veintiocho en una playa.
¿Cómo estás tú? –le digo al personaje–
¿Fría el agua? Pero él no me responde,
entre el cielo y el mar se tiene ausente;
le digo que se acerca el postrer viaje,
que se vaya vistiendo, que es inútil
seguir en esa playa imaginaria.
Pero él se queda en la fotografía.
Las cinco y veinte. Ahora la corbata.
Ante el espejo los dos somos iguales
mientras me hago el nudo:
los cuellos se distienden o contraen,
las cuatro manos ahorcan el presente,
las dos narices huelen el futuro,
las cuatro orejas oyen la sentencia,
y dos pares de ojos ven dos lenguas
salir como ratones de sus cuevas.
Vamos, apúrate, esperándote están,
deja de contemplarte, perfecto el nudo está,
nunca más volverás a hacer otro mejor.
Rápido: los pantalones, ahora el saco.
Las seis y media. ¿Por qué puerta salgo?
¿Por ésta que da al baño o por ésa
que el comedor separa de la sala?
Vestido ya. Las siete menos veinte.
Choco con las paredes, revuelvo las colillas
con la mano derecha, y con la izquierda
me cojo la corbata, tiro de ella,
caigo de espaldas, me doy con el sillón.
Se mece solo este sillón maldito.
La lengua se me preña y pare lengua
de idiota, toda envuelta en baba;
los ojos van a ser piedras preciosas,
pero antes de brillar se apagarán.
A mis oídos llegan las palabras
que antes nunca escuché:
son de un idioma intraducible, son palabras.
Las siete en punto y ni una hora más.
Ahora ya me posé. Que entren los fotógrafos.
Solicitud de canonización de Rosa Cagí
Por la presente tengo a bien dirigirme a usted
para solicitar una plaza de santa laica
en la Iglesia del Amor.
Un hombre me juró amor eterno,
pero su amor fue el infierno en la tierra.
Poseo en mi cuerpo más estigmas
de los exigidos por su Iglesia,
mayor cantidad de lágrimas
que las expresadas en centímetros cúbicos
en las planillas de las aspirantes a ser canonizadas,
mayor número de horas de insomnio,
y en mis rodillas unas callosidades tan elocuentes
que mis amigas dice:
Rosa la genuflexa.
Una noche
me hizo caminar como perra,
maullar como gata,
llorar como niña
y cantar como anciana.
Otra noche,
me obligó a besar el retrato de su amada,
y yo pensé que a lo mejor
él obligaba a su amada a besar mi retrato,
y esa misma noche,
-no sabe cuánta pena me da escribir esto-
me gritó degenerada.
En cuanto al requisito exigido por su Iglesia:
“Amarás aunque te muelan a palos”,
puedo asegurarle
que mi amor es inconmensurable,
a tal extremo
que ese hombre es mi Sumo Bien,
Mi Todo y mi Nada.
Por tanto,
habiendo sido humillada,
ofendida, vilipendiada,
postergada y vejada;
habiendo sido configurada en esa extraña latitud
que es ser muerta en vida.
Yo,
Rosa Cagí,
en pleno disfrute de mis facultades mentales,
pido humildemente ser canonizada como santa laica
con derecho a figurar en los altares del horror.