Escrito en el sitio 3, de Aleš Šteger

Presentamos un extenso poema de Aleš Šteger sobre el horrible suceso de Ayotzinapa, que todavía duele al pueblo mexicano. Šteger es autor de cinco colecciones de poemas: Tableros de ajedrez de las horas, 1005; Cachemir, 1997; Protuberancias, 2002; El libro de las cosas, 2005; El libro de los cuerpos, 2010); de la novela de viaje A veces el enero es en el verano (1999), del libro de prosa corta Berlin (2007), del libro de ensayos Con los dedos y con el talón (2009) y de la novela Perdona (2014). Es editor de Ptujska knjiga, antología de los textos sobre la capital eslovena, ahora Ljubljana, el autor del musical para títeres Kurent. También hizo varias traducciones del español a esloveno (Neruda, Orozco, Vallejo) y del alemán (Benn, Huchel, Grunbein, Bachmann). Recibió muchos premios nacionales e internacionales (como último, el premio BTBA para el mejor libro traducido en Estados Unidos en 2011) y es Caballero de Arte y Literatura que otorga la República francesa. La traducción es de Barbara Vuga.

 

 

 

Escrito en el sitio 3

 

Cuando tenía quince años, me topé con un libro. Era totalmente blanco, cosido en lienzo, y en la portada llevaba tres letras: PAZ. Este libro me abrió una puerta ancha al mundo de la poesía. Ofrecía un mundo y una lógica totalmente diferente, en partes exóticos, pero muy cercanos en su abundancia a mi adolescente percepción del mundo (tanto al que me rodeaba como a mi mundo interior). Con este libro comenzó un camino que me llevó a numerosos viajes por América Latina y cuyo fruto fue una novela de viaje llamada A veces el enero es en verano. Fue como comencé a conocer diferentes, también sombrías y oscuras facetas de América Latina.
Muchos mexicanos de hoy en día tienen opiniones mixtas sobre la personalidad y el papel de Octavio Paz. A pesar de todo, para mi gusto, algunos de sus textos, y sobre todo sus ensayos, sobresalen por la complejidad de su pensamiento y por la capacidad de acercar el mundo mexicano a los lectores extranjeros, la razón por la cual lo admiro mucho.
Desde los tiempos de Paz, México ha cambiado mucho. Todo el mundo ha cambiado. El México de hoy es gobernado por las estructuras y problemas que se originaron en los tiempos de Paz, si no es que mucho antes. El problema de la violencia contra las mujeres, (medio) cubierta violencia institucional, la desestabilización de las estructuras del estado de derecho, tropas paramilitares, cárteles, miedo que se ha apoderado de las vidas mexicanas, todos estos temas me afectan plenamente. Todos estos son los problemas con los que me siento íntimamente relacionado. Fue por esta razón que opté por México como el lugar idóneo para llevar a cabo el tercer episodio de mi proyecto Escrito en el sitio.
En el principio pensaba en escribir en algún punto neurálgico, en alguna ciudad fronteriza del norte o refugio de los migrantes quizá. Después pensé en algún lugar más específico, como sería un palacio de justicia, donde me expondría, a través del proceso de la escritura continua de doce horas, a la fusión de la voz y realidad.
Todo cambió cuando sucedió la sangrienta matanza de los 43 estudiantes de la escuela normalista de Ayotzinapa, cerca de Iguala y no lejos de la capital de mexicana. El hecho desencadenó una ola de protestas que no han cesado hasta este momento en el que estoy escribiendo. Con mi proyecto quise contribuir a la lucha de los mexicanos para un futuro mejor, más justo y menos violento, y a la vez aproximarme a las respuestas de algunos cuestionamientos que me persiguen desde que, hace veintiséis años, abrí aquél libro blanco que llevaba en su portada el apellido de su autor. El apellido que en castellano, qué revelador, significa “tiempo sin guerra”.
Quiero agradecer a todos que me ayudaron en el proyecto: a Bárbara Vuga, Norma Alba, César, Marko Hercog, Eva Vrbnjak, Irena Smodiš, Renata Zamida y los demás

 

 

Escrito en el sitio 3

Ciudad de México, 25 y 26 de noviembre 2014

 

Ángel sobre mí no lleva antorcha, solamente un aburrido laurel.

Aun así comienzo con la antorcha en el oído.

Es imposible ignorarla. Hace ruido como la ducha del cuarto vecino de mi hotel. Como el silbato del policía del cruce que se empeña desesperado en dirigir el caos que va avanzando implacable por todos lados. Como los gritos de los manifestantes.

Todos la tenemos, la antorcha en el oído, todos tenemos una pequeña llama, una lucecita que resplandece y susurra.

Sin esta lucecita, sin el chispear del fuego de la vida, no habría civilización.

Lo que nos une es la luz. Y aún más en los días del ensombrecimiento como hoy.

No se trata de un guion hollywoodense, donde el caballero le gana al dragón y al final el bien vence al mal.

No se trata de 20th Century Fox, ni de Technicolor, ni de las baratas telenovelas del final predecible.

Se trata de un ángel que la nación coloca como conmemoración a sus héroes y como recordatorio a la posteridad.

¿Quiénes son los héroes de hoy?

No lo sé, y el ruido me impide poder imaginarlos.

Son las tres de la tarde de un martes atiborrado con los gases automovilísticos y pasos de unas palomas que vagan por la glorieta en medio de los caminos que se cruzan.

La mujer con una pala y escobita limpia el monumento a los héroes, el Ángel de la Independencia, en la Avenida Reforma, en la glorieta.

¿Quién eres tú que clamas por el cambio, en medio de las nubes que se acumulan mientras va ensombreciendo?

¿Quién te plantó en mi oído?

¿Y quién puede hacerse de oídos gordos ante el silencio, la mudez, la terrible mudez en la que se basa nuestra vida cotidiana?

El silencio de los asesinados, el silencio que no tiene cara.

No hay héroes. Fallecieron en las plazas comerciales, en las nóminas de los consorcios internacionales, en las páginas de la prensa amarillista, en las estaciones de metro, en los programas de ayuda al tercer mundo y en los tratados sobre el comercio de armas.

Con la muerte de los héroes se acabó la patria. Lo que queda es un territorio indefinido de las asimilaciones y rebeliones.

Una infinita fatiga y repeticiones, un sinfín de preguntas repetitivas.

¿Por qué? ¿Por qué también nosotros? ¿Por qué también nosotros, aquí, ahora? ¿Por qué también yo?

En mi pantalla se refleja la silueta del ángel sobre el que se van amontonando nubes negras. Sirenas. La ambulancia con un desconocido corriendo hacia su destino.

Claxon. El joven a mi lado se inclina sobre su hombro, allí tiene un walkie-talkie, otro policía en civil.

Otro policía en uniforme me pregunta si soy Pacheco.

Sirenas.

No, no soy el señor Pacheco aunque a veces lo leo.

Me mira. Lo miro. ¿Qué oyen nuestras antorchas? ¿A quién?

A veces el incendio de las palabras oídas, de lo que nos hace humanos escuchando a la gente, entra sigilosamente también a nuestra boca.

Cada uno de nosotros lleva un pequeño incendio en la boca. Cada uno por lo menos una pequeña llama, un encendedor prendido, un cerillo en brasa.

De vez en cuando lío una hoja de papel seco, de periódico, amarillento de tanta noticia vieja, olvidada. Lo lío y me lo meto a la boca.

Si hay aire, si las brasas en mi boca oyen lo que les dice el oído, entonces se prende lo que está en la boca, entonces reviven los muertos y el tiempo, en otras ocasiones convertido en una película muda y ciega.

Cada uno de nosotros: luz en la boca.

Cada uno de nosotros: alguien más.

Cada uno de nosotros: escucha la llama en el oído.

La gente se va reuniendo como el agua, lentamente. Muchos portan pancartas en las que grabaron su luz.

Lentamente los arroyos corren hacia el mar. Lo que creen se convertirá en un mar. Cada vez hay menos tránsito. Todo corre en un solo sentido. Todo alrededor rascacielos, corporaciones, bancos, aseguradoras.

En medio, la gente. Hoy, para unas horas. La gente en medio.

Pasó el último turibús y con él los individuos en busca de atracciones.

Viene emergiendo el ruido, la gente con una variedad de misiones y razones.

Ser como concha, conducto auditivo torcido, por el que respira el universo.

Los equipos de televisoras colocando sus cámaras, como si de ellos dependiera que las cosas pasen o no.

Los estudiantes con sus pancartas ocupan la escalinata en la que estoy sentado.

Gritos que el presidente es un mierda y ratero.

A mi lado un hombre mayor, que ríe y bosteza un poco.

Aún son niños, comenta.

Muchos niños. Muchas madres que se preocupan por ellos se han quedado solas en sus hogares.

Muchas antorchas, mucho ruido en el oído.

Las calaveras en la prenda de una estudiante. Muchas calaveras.

Gritan Che Guevara. Gritan Libertades para los estudiantes. Gritan 43.

Cuarenta y tres.

Aquí comienza el conteo. Pero antes:

1, 2, 3, 4, 5, 6, 7, 8, 9, 10, 11, 12, 13, 14, 15, 16, 17, 18, 19, 20, 21, 22, 23, 24, 25, 26, 27, 28, 29, 30, 31, 32, 33, 34, 35, 36, 37, 38, 39, 40, 41, 42, 43 – ¡JUSTICIA!

¡Cuarenta y tres! ¡Justicia!

El hombre que comenta los gritos de los estudiantes saca un megáfono de la mochila y lo empieza a armar. Ruido, ruido entre las llamas.

¿Se oye siquiera mi voz en todo este silencio, en todo este ruido callado?

Los manifestantes alzan sus pancartas de letras rojas en lienzos blancos hasta que ya no se ve la ciudad y queda cubierto el cielo.

Atrás, un joven vende las paletas de caramelo, tres pesos por paleta.

Azúcar, necesitan azúcar para manifestarse mejor, grita.

En otro lado la multitud de fotógrafos, equipos de televisión, caras que siguen con curiosidad el gritar de los estudiantes.

Se acerca un travesti, vistiendo un bolero de papel y rotos mallones negros, levanta la pancarta. Los fotógrafos se pelean por la fotografía. El travesti no disimula que disfruta en su exhibicionismo, es nuestra figura en el galeón.

¿Por qué, por qué, por qué nos asesinan? ¡Nosotros somos la esperanza de América Latina!

El ángel sobre mí no porta la antorcha. Solamente un aburrido laurel que cuelga del cielo tapado.

En los edificios aledaños los obreros, los constructores, las grúas no paran, Panamex, Infomex, Banamex, Petrolmex, Cocacolamex, Drogamex, Centromex, Telmex construyen sus templos de vidrio.

No hay descanso, no hay pausa, la gran máquina de nuestra civilización muele todo lo que se le enfrenta y ahora se le están enfrentando los estudiantes que van por la calle.

¿Son parte de esta máquina? ¿La rebeldía, cualquier rebeldía, estará ya incrustada en el esqueleto de la civilización? ¿El deseo de rebelarse, ponerse frente a las cámaras, megáfonos, forma ya parte de un sistema superior?

El contraste, ¿es el reflejo, la oscilación, la medida de lo que somos y de lo que no somos pero podemos llegar a ser? ¿Es la amenaza, la reacción lo que me hace diferente? ¿O sólo participo en el juego de una mutua fundamentación, el disfraz y el espejo?

Cuarenta y dos.

Ruido, ruido en el oído. El incendio no.

Hace cinco días, los estudiantes volvieron a marchar en la ciudad de México y en otras ciudades del país. Hace cinco días, como ya lo hicieron muchas veces en los últimos dos meses: megáfonos, pancartas, gritos, silbatos, cantos callejeros.

Hace cinco días intervino la policía. Once detenidos, acusados del intento de homicidio, terrorismo, fueron llevados a las cárceles de alta seguridad.

Quien se rebela, tiene que estar preparado para lo peor. En la cárcel puedes desaparecer por muchos años. O te puede pasar algo peor, dice Norma.

Cada uno es responsable de sus actos. In de todo lo que dejó de hacer debido al miedo.

Me acuerdo del desayuno de hace un par de días en Liubliana, con Ernesto Cardenal y su editor. El editor abre su iPad para escuchar el discurso sobre los horrores de los últimos años que dio en el parlamento mexicano la diputada Layda Sansores.

Los desaparecidos, los decapitados, los quemados, los fusilados, cortados, ahuyentados, atemorizados.

¿Cuántos casos, señores, cuántos casos se resolvieron con el castigo de los malhechores, grita la diputada, cuántos?

“Ninguno”, exclama vehemente el editor.

Con este discurso corre riesgo de perder la vida. ¡Esto no se dice, esto no se le dice a la cara al poder, dice el editor, el crimen organizado no permite este tipo de discursos!

Cuarenta y uno.

Desde el autobús suena el gran megáfono. La voz del orador es calmada.

Aquí estamos por las víctimas de Ayotzinapa.

Y por los once estudiantes detenidos en la última manifestación, de los que tenemos pruebas que no hicieron nada malo. El estado nos está atemorizando. Llegamos para decirles en paz y con dignidad que así ya no podemos seguir, que México tiene que cambiar, dice la voz del megáfono.

Cuarenta.

En medio del ruido cierro los ojos. En medio de la ausencia cierro los ojos.

Alarmas, sirenas, bomberos, ayuden, mi corazón está en llamas. Desde Maiakovski hasta hoy no ha habido novedades.

En medio del ruido del mundo cierro los ojos.

En mis adentros llevo un mundo diminuto. Tiene un borde delgado, iluminado. El exterior se infiltra en él como agua subterránea y lo cambia. ¿A qué, a quién puedo cambiar yo?

Brasas en la boca. Una llama baja que calienta como si fuera un nombre.

No es mi nombre, pero a veces lo tomo prestado. Me refugio en él como si fuera un traje, me lo pongo como si fuera un disfraz, lo llevo puesto.

Me lleva. Me define. Me cambia. Juega conmigo. Somos codependientes, una micro comunidad, un nadie y un nombre, de nadie.

Hoy este nombre es Ayotzinapa.

En la boca de la letra. Como si las brasas crujieran entre mis dientes. Las letras abrasan. Soplo en ellas, las saco de su mundo, las jalo de la boca, con ellas dibujo un círculo de luz en mi alrededor.

Para cada uno, que hoy está levantando la voz para los fallecidos, los detenidos, los asesinados, para ellos cuyo ejemplo sirvió como base de esperanza a los demás, para las madres de los asesinados que pasan noches en vela, para todas las mujeres torturadas, para los niños de la calle, para cada uno dibujo un círculo para que lo cuide y salve de la oscuridad.

Después dibujo otro círculo para todos los perdidos, para los asesinos, para los que encargan los asesinatos, para los políticos y policías corruptos, para los que se dedican al contrabando de las drogas, para los que se dedican a la trata de personas, para los asesinos, para los que creen que enterraron sus asesinatos profundamente en la tierra y para los que se sienten totalmente perdidos por todo lo que han hecho, para cada uno trazo un círculo con el deseo de que le ayude a despertar de la oscuridad.

¿También para los ejecutores?

También para los ejecutores.

Cada uno de nosotros es débil.

Moralizar no es la respuesta.

Cada uno de nosotros puede ser también el ejecutor, la víctima o el verdugo.

Cada uno de nosotros elige sin parar.

Muchos escogieron la oscuridad.

Despierten.

Treinta y nueve.

Un drone, el ojo sin piedad, sobre nuestras cabezas, filmándonos.

Mi ángel no reacciona. Ahí está, en su pedestal, inmutable con ese aburrido laurel, viendo torpemente cómo la policía nos vigila desde las alturas.

Vámonos a tomar el camino.

Algunos marchan tapándose con pancartas. Otros con disfraces. Algunos con paliacates que les cubren la cara. Otros con la cara pintada como calavera. Otros con sus trajes oficinistas. Estos son la minoría. Estos siempre son la minoría.

¿Es realmente necesario que los más jóvenes, los que apenas van descubriendo la amplitud del círculo social, arriesguen sus vidas para que todos podamos vivir una vida más llevadera, más digna?

¿Es realmente necesario que el valor humano termine con el primer día de trabajo, de un trabajo estable, por el miedo al cambio?

¿Es la verdad realmente menos valiosa que el seguro de vida, el crédito hipotecario, las clases de piano o vacaciones de verano?

Treinta y ocho.

Muchos se sienten decepcionados. En las manifestaciones de hace cinco días había más gente. Se espera que el 1 de diciembre, el día del segundo aniversario de la toma de posesión del presidente, vaya a haber más manifestantes.

Lo de hoy es un respiro. Así se desenvuelve la batalla con el poder. Inhala. Exhala.

Inhala nuevamente. Golpea. Retrocede. Golpea nuevamente. Ahora estamos descansando, nosotros en este lado, el poder en todo el alrededor, dice uno de los manifestantes.

¿Quién en sí es el poder?

El estado, los narcotraficantes, policía, el ejército, la burocracia, los políticos de todos los partidos, los grupos paramilitares, los vendedores de esclavos, todos los que toleran que la gente pase hambre o trabaje doce horas al día para setenta pesos. Todos los que pretenden cambiar el sistema educativo y hacerlo producir  fuerza laboral barata para las multinacionales, para el Pervermex, Killermex, Hipocremex, para Chambamex.

¿Todos?

Todos.

¿Cómo cambiarlo todo?

¿Cómo cambiar a un mundo indiferente? ¿A un mundo que es cada vez más indiferente?

Treinta y siete.

¿Hay esperanza?

Poca. Pero nosotros, los mexicanos, vivimos en un continuo estado de desesperación, por décadas, y ahora compartimos por los menos la oportunidad de manifestarnos juntos. Hace tres años esto era inimaginable, a pesar de que existían los mismos problemas. Ahora tenemos por lo menos el enfrentamiento con el poder, la rebelión que nos une. Nuestra rebelión es la cara de la búsqueda de una nueva comunidad, dice uno de los manifestantes.

Juntos. Vámonos juntos. Repitamos juntos: ¡Libertad! ¡Libertad!

¿Va a llover?

En mi patria ya es medianoche, digo.

En mi patria ya comenzó el nuevo día.

Aquí no tarda en brotar una oscuridad absoluta. Algo tiene que cambiar, dice Norma.

Detrás de los últimos manifestantes caminan los barrenderos.

Con sus grandes escobas de varas van barriendo la calle y limpian la suciedad del suelo de la ciudad de México. No hay rastro detrás de los que acaban de pasar.

La ciudad de México no es la ciudad más limpia del mundo.

La insistencia de limpiar, la insistencia de barrer es contraria a la cultura de la suciedad domesticada. Este parece ser el mensaje de la gran maquinaria del sistema: ustedes son la basura. Los vamos a barrer.

¿Pero cómo barrer las palabras, cómo quitar las escenas, cómo apagar la antorcha en el oído?

¿Cómo olvidar lo que nos hace lo que somos? ¿Cómo puede el árbol sacar sus propias raíces, cambiar un tronco erguido en una hiedra?

Treinta y seis.

La gente (en vestimenta) bonita observa el paso de los manifestantes desde la entrada al centro comercial.

La gente (en vestimenta) bonita observa el paso de los manifestantes parada detrás de las ventanas de las oficinas.

La gente (en vestimenta) bonita va pasando en grandes automóviles.

Algunos se quitaron las corbatas en las manifestaciones anteriores y formaron con ellas el número 43.

  1. Ayotzinapa. Todos somos Ayotzinapa.

Treinta y cinco.

Inmediatamente después de que pasa la manifestación y está barrida la calle se reanuda el tránsito.

Como si no hubiera pasado nada. Automóviles, autobuses, los claxonazos, los policías de tránsito. La ciudad regresa a su vaivén cotidiano. La manifestación es sólo una burbuja de agua en un espacio vacío. El pequeño arroyo que prometía convertirse en río, se ha secado.

Todo está ocurriendo.

A la vez no ha ocurrido nada.

Los centros comerciales están atiborrados de decoración navideña.

Un enorme reno de brillosos cristales.

Un trineo, aunque estamos a veinte sobre cero.

¿Veinte?

Cuarenta.

La manifestación se va hundiendo a la ciudad como una negra espuma. Marchamos a la oscuridad.

Compro una banderita que lleva escrito

Justicia.

Todos somos Ayotzinapa.

Justicia.

Todos somos Ayotzinapa.

Mientras, la voz del megáfono del principio de la manifestación se ha calentado. Fuertes lemas y gritos revolucionarios animan a los manifestantes.

En los balcones de los antiguos edificios del centro histórico, las caras de la gente, detrás de las iluminadas ventanas de las oficinas.

Está oscureciendo. Al lado está parada una pequeña muerte, un hombre con calavera blanca pintada en la cara.

La muerte en México está viva, respira, tiene nombre, tiene el pasaporte, puede viajar a donde quiera, meterse a la persona que quiera. Tiene cara. Puede ser tu cara. Una muerte viva que se carcajea.

Me acuerdo del muchacho de hoy en la mañana: estaba colocando las calaveritas de diferentes colores vivos en el suelo esperando ganar un par de pesos con la venta.

Escogí la calaverita de colores más vivos.

Una muerte colorida. Una muerte alegre. Una muerte que le suelta una carcajada al hombre en su cara. Que es ese hombre. Pero el hombre no es solo la muerte. ¿Dónde está lo que sobra?

La rebelión.

¿Por qué manifestarse por 43 jóvenes?

Es lo que preguntaron algunas de las feministas radicales de México.

En México muere, de forma muy cruel, una mujer cada cuatro horas. En los últimos tiempos murieron más de 2500 mujeres y nadie dijo nada. ¿Por qué? ¿Por qué hay que inquietarse ahora por la muerte de 43 hombres jóvenes?

Por las madres que perdieron a sus hijos, por las mujeres que han perdido a sus novios y sus esposos, susurra la antorcha. Una llama baja.

Treinta y tres.

El joven con la calavera, las calaveras de los muchachos, las calaveras y el anochecer, las calaveras, el anochecer.

Los hombres y mujeres de limpieza en amarillo fosforescente. Escoba nuestra que estás en el cielo, ¿a quién barres?

Vamos pasando por el monumento a Cuauhtémoc, el último emperador azteca.

Calaveras, calaveras donde sea.

Tenemos la esperanza. Es mejor, tiene que ser mejor. Basta decirlo para que esté mejor, dice alguien.

A la izquierda, en medio de la oscuridad, un monumento fuertemente iluminado.

Mi ángel ha aterrizado y le está colocando la corona de laurel al fundador del país.

A todos hay que cortarlos. Son un carcinoma. No importa el partido, el PRI, PRD, PAN, todos son lo mismo. Todo llevan el nombre de la revolución en el nombre, pero cuando llegan al poder, son lo mismo. Corruptomex, Mafiamex, Cleptomex, Pengpengmex, todos manipulan. Abajo con ellos. Abajo. Todos somos Ayotzinapa, se oye a través de la oscuridad.

Treinta y dos.

Mientras camino, mi lengua se apaga. Las piernas actúan en vez de la lengua. Mis piernas queman. Si estuviera pisando sobre la nieve, se estaría derritiendo. No hay esperanza. Hay esperanza. Sólo estamos caminando. Hacia una oscuridad cada vez mayor. Las lámparas de la calle siguen apagadas. Las tiendas y los bares han bajado las cortinas de fierro. Hay miedo de que les rompan lo que con tanto esfuerzo lograron ahorrar.

Vamos pasando por las calles donde mataba Cortés, por las calles que recorrían las tropas salvajes revolucionarias, donde inauguraban y decapitaban a los presidentes, donde alzaban y denigraban, festejaban y atemorizaban, donde la revolución en nombre de nuevos representantes del poder ya se tragó, un sinfín de veces, a sus hijos más hermosos, más inteligentes.

Camino por la historia que está tan manchada de la sangre que no se logra ver nada. Los nombres de los dictadores, las fechas de las revueltas, montones de  muertos, amontonamientos del tiempo, en un instante todo parece tan sin sentido y tan sin razón.

De repente se oyen las guitarras. Debe de haber unas veinte. Las mujeres que tocan, están riendo. En mi alrededor exclamaciones fervorosas, lemas que se repiten, hay cada vez más risa, cada vez más fiesta.

Hay un impulso de sobrevivencia capaz de crear luz en medio de la oscuridad misma. Como si los seres humanos poseyéramos el poder alquimista de convertir la oscuridad en el oro. Pero esto no lo podemos hacer solos. Necesitamos una controversia, una comunidad, un eco, a alguien que se reconozca en las muecas de nuestro rostro, que nos siga en nuestras locuras, que cree un sistema dentro del sistema, que juegue a los juegos que tenemos en común.

Regresar a la vida una calavera, convertir una lema caducada al mensaje, la oscuridad a una pequeña llama.

¿Cuál es el sentido?

Treinta y uno.

El Zócalo está en penumbra.

Así es siempre cuando anochece, dice alguien a mi lado. Nunca totalmente alumbrado. Allí está la vieja puerta del palacio, allí está el balcón, desde el cual el presidente pronuncia su discurso anual. La puerta la quemaron hace cinco días los manifestantes. El poder es pérfido. El poder hace todo lo posible para desestabilizar las protestas, exclama una de las manifestantes. La policía se alejó para permitirle quemar la puerta a uno de los grupos radicales de encapuchados, para obtener el argumento de intervenir con toda la fuerza; rodeó los grupos pequeños, se metió con los pacíficos y encarceló a los inocentes.

Once inocentes.

¡Libertad! ¡Libertad!

La heterogeneidad de los grupos estudiantiles es el problema más grave de las protestas. Las protestas sin un líder, sin una cara. Ya no creemos en ningún líder. Pero el movimiento no puede seguir así. Necesitamos una forma, algo que nos pueda unir y formar. Este es también el problema más grande del movimiento estudiantil. Está totalmente fraccionado, manipulado en parte por la política, hay competencia entre diferentes grupos y hay intereses parciales de por medio. No hay posibilidad de dialogo. Yo apuesto por el dialogo, dice Norma y levanta los puños en señal de protesta.

¡Libertad! ¡Libertad!

Yo apuesto por la antorcha en el oído.

Y por la llama en la boca.

No por los dientes apretados. Los dientes apretados en un dolor mortal. Por los dientes en medio de la calavera, jamás.

Treinta.

Vendedores de agua, de chicles, tortillas. Todo es la oportunidad de sobrevivir, para esta gente todo es sobrevivir.

¿Dónde está la clase obrera? ¿Dónde está la clase media? ¿Los intelectuales?

Hace mucho que murieron. No hay líderes. No hay intelectuales. No hay izquierda. No hay justicia. No hay estado de derecho. No hay estado. El poder que tenemos es del terrorismo estatal sin cara. El presidente llegó a ser presidente porque corresponde a la estética de las telenovelas. Porque es fotogénico. Porque es populista, fácilmente cambiable, grita uno de los manifestantes.

Veintinueve.

Unos discursos dirigidos al público desde el autobús que iba al frente de las protestas y que se ha convertido en el escenario de los oradores. Hay muchos oradores, unos más, otros menos enérgicos.

Palmoteo: ¡Libertad! ¡Libertad!

Palmoteo: ¡Vivos los queremos! ¡Vivos los queremos!

La mayoría está escuchando, pescando las palabras gritadas hacia la noche. Desde las bocinas colocadas atrás se oye la música, las melancólicas melodías revolucionarias que reviven la memoria de la rebelión y masacre de los estudiantes del año 1968, no lejos de aquí.

Esto es el legado, esto es la tradición, esto nos acompaña y sin esto hoy no estaríamos protestando, dice uno de los estudiantes. Todo empezó hace dos años con la toma de posesión del presidente actual. Cuando se presentó en una de las universidades reconocidas, ocurrió que los estudiantes lo abuchearon. Después el gobierno intentó demostrar que en realidad no lo hicieron los estudiantes sino elementos ajenos a la universidad que se infiltraron al evento para ofender al presidente. Después los estudiantes en cuestión publicaron sus nombres en internet, eran 131. Ningún elemento de afuera. Todos eran estudiantes de esa misma universidad. Desde entonces hay un aumentado roce entre el poder y los movimientos estudiantiles. Así nació el movimiento YoSoy132. Sé 132. ¡Sé también tú el número 132!

132, 11, 43.

Los números parecen escogidos al azar, pero representan vidas. Algunas apagadas violentamente para siempre. Otras encarceladas. Otras imposibilitadas en sus caminos por la vida, excluidas de las universidades y trabajos.

Se oye normal, como esperado, conocido. A lo mejor no la dosis de la violencia abierta, a lo mejor no el culto a las calaveras, pero sí el hecho de que la gente no tiene posibilidad de enfrentarse abiertamente a la maquinaria social, a la gran máquina de la civilización. Todo esto parece muy conocido, apesta al espíritu pérfido de nuestro tiempo.

Veo la gran máquina de nuestra civilización que muele todo lo que se le enfrenta.

Veintiocho.

Estoy sentado en el borde de la banqueta, de un lado la música en el oído. Del otro, las voces del megáfono. En medio, los gritos de la gente:

¡Libertad! ¡Libertad! ¡A los presos por luchar!

Veintisiete.

Dejo atrás el Zócalo. Conmigo dos amigos, Norma y Carlos, una estudiante y un escritor.

La calle toda en plata, puras tiendas de plata. Muchísima gente. Aquí, entre estos puestos de plata hay más ojos con hambre que en las manifestaciones, comento.

Con pistola, Pancho Villa le cambió el nombre a esta calle que antes se llamaba De plateros a la Calle Madero.

Madero es el iniciador de nuestra revolución en 1910. Después fue el presidente, pero lo mataron dos años después en una nueva revuelta, cuenta Carlos.

Observo las sombras de la luz, la gente que rueda por las calles.

Es en ese momento cuando lo ubico. Está parado entre la Muerte (que no causa mucho interés en el público) y el Diablo con las alas de plástico de color café oscuro.

Mi ángel. Otra vez aquí. Sentado en el aire esperando que le caiga el dinero. Me gustaría acariciar sus alas, pero lo rodea demasiada gente que intenta averiguar el truco del niño dorado con un par de alas parcialmente desplumadas.

Estoy a punto de abandonarlo, cuando me dice párate, espérate un ratito, esto será significativo para tu reporte.

Me paro. Veo a una mujer. En las manos carga un mantel negro. Como si estuviera de luto. En seguida sonríe y le tapa la cabeza a mi angelito.

El mantel negro. Así tapan a los muertos.

La mujer se mete debajo del mantel, saca de allí un par de alas, las pone en la caja del dinero.

Tapa al ángel de la mirada curiosa ante la multitud.

El ángel de los pordioseros. El ángel de los ricos. El ángel que posa para los turistas y transeúntes. El ángel sin alas. El ángel sin nombre. Un ángel muerto. Un ángel que está tapada como un pájaro enjaulado, en medio del aire, colgado del aire. Un ángel en la calle de los revolucionarios. En la calle del lujo y de la miseria. Mi ángel mexicano.

¿Hay esperanza? ¡No hay esperanza! Tengo esperanza – en cuanto lo pronuncio, doblan las palabras en mi oído, se mueve la llama, me alejo de mi ángel en la oscuridad.

Veintiséis.

Norma y Carlos se meten a una cervecería. En las pantallas las canciones de los ochenta, Erasure, la canción A Little respect.

A lo mejor esta es la señal. Para mí un poco de erasure, para ellos un poco de respeto. O viceversa, el respeto por los erguidos y rebeldes, el respeto a todos que quieren vivir vidas diferentes.

De repente me vuelvo muy pequeño, más pequeño que el palillo roto que se ha quedado en la mesa que está ahora limpiando un niño de ojos cansados.

La manifestación ha terminado. Por lo menos para hoy. El monólogo sigue.

Yo apuesto por el diálogo, dice Norma.

Carlos es periodista. Dice que es imposible escribir de manera crítica en los periódicos. Que todo es mercadotecnia. ¿Quién escucharía mis exclamaciones en el coro de los dueños de los medios que desean anunciar?

Me cuenta que unos diez guionistas escriben textos para la mayoría de las telenovelas mexicanas. Que la producción de las telenovelas mexicanas se da en un círculo cerrado al que es imposible entrar. Que por lo mismo no ha cambiado su forma.

En la telenovela mexicana no puedes criticar al país, no puedes tocar los temas sociales o criticar la iglesia, hablar de la homosexualidad o de la violencia presente en la sociedad. Por esto ahora están de moda las telenovelas brasileñas o colombianas. Porque tratan también los asuntos problemáticos. Aquí no. Aquí no tenemos la cara para enfrentar los problemas. Sin cara, lo que hacemos es repetir los modelos viejos. Sólo son los sistemas cerrados de pequeños grupos de elite. Así en la producción de las telenovelas como en la producción de los nuevos líderes políticos.

Veinticinco.

Otra vez en la calle. Es martes. En el centro, policía a cada paso. Están aburriéndose. Las protestas de hoy fueron bastante tranquilas, una pausa entre los dos golpes, la inhalación entre dos exhalaciones.

Empieza a hacer frío.

Veinticuatro.

En mi casa son las cuatro de la mañana. Falta poco y empezará a amanecer.

Aquí la noche apenas comienza, dice Carlos.

Está buscando un bar. Encuentra uno, un lugar estrecho con un par de mesas que no tiene puerta, sino solo un hoyo a la calle.

Con música a todo volumen.

Veintitrés.

En la pantalla la pelea de dos luchadores. Los golpes debajo de la cintura. La sangre brota de la frente abierta. Todo está permitido. El público está fascinado.

Veintidós.

Ayotzinapa.

Veintiuno.

Ayotzinapa.

Veinte.

Hoy pasaron exactamente dos meses. Los estudiantes de la escuela normalista de la provincia se rebelaron contra los cambios planificados en financiamientos de este tipo de instituciones. Las escuelas normalistas con una larga tradición de movimientos estudiantiles revolucionarios, rebeldes. Las escuelas normalistas que portan la revuelta en sus genes, que forman a sus estudiantes en un espíritu rebelde. La mayoría de los estudiantes proviene de familias pobres, muchos son del estrato indígena.

43 estudiantes, entre los 18 y 22 años.

Diecinueve.

En el camino al sitio, donde iban a manifestarse, los paró la policía. A seis los mataron de inmediato. Se perdió cualquier huella detrás de los demás. Siguen las protestas. La investigación demuestra que la policía los entregó a las unidades paramilitares que mataron y quemaron a todos, algunos a cuerpo vivo, y sus restos los tiraron al río.

Porque los manifestantes gritan: ¡Vivos se los llevaron! ¡Vivos los queremos!

Dieciocho.

Pienso en cuarenta y tres madres que perdieron a sus hijos. En cuarenta y tres padres. En todos que se quedaron sin hermanos, maridos, parejas, amigos. Que nunca regresaron.

Cuarenta y tres calaveras de papel. Cuarenta y tres calaveras de un sueño de plomo, que va descendiendo sobre nosotros y nos hace débiles, entorpecidos frente a tanta agresividad.

¿Cómo entender?

¿Hay esperanza? ¡No hay esperanza! Nada más decirlo me empuja a tener esperanza nuevamente.

¿Esperanza de qué?

De la antorcha en el oído.

Los golpes de la música tecno. Los dos luchadores están cubiertos de sangre. En el ring blanco hay huellas de sangre. El público está extasiado. Uno yace sobre el otro. Se tienen agarrados y se van dando cortos, dolorosos golpes en las costillas, en el abdomen, bajo la cintura. El público está extasiado. Todo este juego no existiría sin los dos. ¿Cómo entenderlo? ¿Al ejecutor y su psicología? ¿Al rebelde revolucionario y su lógica?

Diecisiete.

En la mesa me ponen un vaso de un litro de pulque.

¿Qué es esto?, pregunto.

Es una antigua bebida prehispánica, el jugo fermentado de agave, dice Carlos.

Norma y Carlos se mueven al ritmo de la música.

Tendrías que escribir el guion para una telenovela sobre el movimiento revolucionario estudiantil, le digo a Carlos mientras me tomo el primer trago del pulque. Sabor es lechoso, espeso, fibroso.

Para esto aquí jamás encontrarías un productor, sonríe Carlos.

Quiero bailar, dice Norma. Con Carlos empiezan a moverse suavemente al son de la música tan alta que está al borde de lo soportable. Mi llama está titilando. A lo mejor se vuelve clara y reconocible precisamente por este insoportable ruido. A él le debe sus contornos y su claridad.

Miro hacia la pantalla. La tercera ronda. Los dos luchadores siguen en medio de un charco de sangre. Son inseparables, encalambrados.

Qué manera tan poco común de expresar el amor.

Dieciséis.

Es tiempo de que aquí, en medio de la noche, evoque a las cuatro deidades, me incline a las cuatro direcciones de la oscuridad, les haga la ofrenda de pulque, en la espera de que mañana sea un nuevo día.

En la casa, en mi casa, ya está amaneciendo. Aquí sigue la noche.

Quince.

Evoco los vientos de todos los lados y lugares escritos. Evoco los espíritus de los muertos y todos que tienen su casa entre los vivos. Evoco a todos que son rebeldes y a ustedes que no se dejan triturar por la tristeza. A todos que cargan con la esperanza para las generaciones que siguen y para ustedes que están protegidos por la luz, que quieren hacer el bien y que no ven con indiferencia cuando a alguien le va mal. Nuestra comunidad es débil, nuestra civilización ha decidido tomar el camino de autodestrucción, nuestras voces están impregnadas con la sospecha, con falta de confianza, con pequeños, maliciosos intereses que nunca llenarán más que una sola boca. Por eso quiero al final de este día que ha sido tan largo como la manifestación de ellos que se rebelan contra la muerte (que la entienden como compañera, pero no como el destino final), agradecerles  y evocar a mis cuatro espíritus de México. En este antro, en este bar, por donde no pasa más que algún borracho o policía solitario, donde puedes dividir la noche entre los taxistas que van pasando vacíos y entre los bostezos del camarero que no aparta la vista de la pantalla de la televisión, aquí, en esta cueva, en este tiempo de nada y para nada, me inclino ante ustedes. A ustedes, catorce, trece, doce, once. Ante ustedes, los cuatro espíritus, que vigilan al alma mexicana, y también a la mía, me inclino. Impregnado de la bebida ritual, en el movimiento de la insoportable música de mi milenio, siento mi presencia, la presencia de todos nosotros, los vivos y los muertos, y me inclino y les pido la clemencia para todos los muertos y para los que sobrevivieron, pido el castigo justo para los malhechores, pido la posibilidad de que vean su mal.

Primero me volteo hacia el norte, hacia la pared llena de graffiti. Me volteo hacia el muro que está a una pulgada de mi nariz.

Me inclino a ti, santa Tlazoltéotl, la diosa azteca de inmundicia y fertilidad, la diosa de todos los líquidos, incluidas la sangre, esperma, agua que lleva las cenizas, la diosa de la noche, baños públicos y confesiones. Que tu espíritu nos limpie de nuestra suciedad. Que tu presencia en estas calles de la grandiosa capital azteca, que fue violentamente borrada de la faz de la tierra e impregnada de la sangre indígena, y tu bondadosa mano nos protejan de la continuación de la violencia.

Me volteo hacia el sur. Enfrente está la otra pared del bar, toda graffiteada. En ella un superhéroe, máscara, montones de músculos que no tardan en explotar. Ceniceros sucios. Botellas vacías.

Me inclino a ti, Santa Virgen de Guadalupe, la patrona de México, a ti que recibes a los pobres y les ofreces el refugio bajo tu capa. Cuando pienso en ti, pienso en los que desde la iglesia o cualquier otra institución de poder y autoridad luchan por los derechos de los pobres, que arriesgan sus vidas para cambiar el sistema desde adentro, que no se dejan caer ante la tentación del mal, para que los débiles y decaídos tengan la oportunidad de llevar una vida más digna. Pienso en los políticos y los sacerdotes que hacían bien y no flaquearon, en el sacerdote Ssenyonda, cuyo cuerpo excavaron hace unos meses de una fosa común, y en todos ellos que no tienen miedo. Los mexicanos creen, Santa Virgen, que tu presencia acaba con la serpiente en el jardín de Edén. Que acabe también con la víbora del mal que se ha comido a México. ¡Qué México se le atraganté en su golosa garganta!

Volteo hacia el occidente. Allí está el camarero, ha de tener unos veinte años, sigue pegado a la televisión. Las luchas aun no acaban. Sobre él cuelgan las señales de Virgenmex, Blablamex, Diosmex, Gobermex, Justimex, Mafiamex. Este es el templo de todos los que tienen el poder, que tienen el dinero, que toman las decisiones para sí y para los demás. No la tienen fácil, espíritus míos. Para cada crimen, por más grande que sea, es fácil inventar una explicación que aparentemente absuelve. Deseo que escucharan la antorcha en sus oídos. Cada uno tiene la antorcha. Cada uno tiene su pequeña llama que suena cuando no pueden dormir, los espíritus de los tomadores de decisiones, los espíritus de ustedes que tienen que cargar con la responsabilidad de todos nosotros. El tiempo pasa sin parar.

Diez.

Nueve.

Ocho.

Siete.

El tiempo pasa y no podemos, no debemos ser indiferentes.

Seis.

Cinco.

¡Ayotzinapa!

¡Vivos se los llevaron! ¡Vivos los queremos!

No puedo conciliarme con el hecho de que la muerte sea todo lo que queda, que el mordisqueo de las calaveras de azúcar sea el mensaje final.

Cuatro.

Es tiempo.

Tres.

Es tiempo de voltearme hacia el este. Es de noche. Puerta sin puerta, el hoyo de un bar ampliamente abierto. Afuera están pasando las taxis vacías. Así se va nuestra civilización. Así nos vamos nosotros, después de un nuevo intento de rebelarse, de darle forma a otra cosa, a algo diferente, a un mañana mejor.

Es tiempo de inclinarme ante ti, san Julio César Mondragón, uno de los cuarenta y tres y todos en uno. Llevabas apenas un mes frecuentando la escuela normalista cuando saliste con tus compañeros a la manifestación. El fuego lloraría por ti, muchacho de la cara hermosa. Solo veintidós veces tu cuerpo dijo septiembre. Para mí, tú eres Ayotzinapa. Para mí tú eres la pregunta que no sé contestar de otra manera que estar escribiendo aquí, en medio de la noche. La noche no sabe cómo susurrar tu nombre, cómo poder entender lo que te hicieron, cómo estar de luto por ti. Por esto se viste de negro.

De noche se vistieron también tu abuelo y tu novia cuando fueron a reconocer tu cadáver, de noche fue vestido tu bebé de tres meses.

Te veo yacer, el cadáver en medio de la polvorienta carretera. Tu brazo derecho doblado, tu pantalón bajado a la mitad para dejar al descubierto tu hermoso torso sembrado de moretones.

A viva carne te sacaron la piel de tu cara, te sacaron los ojos.

No puedo imaginar tu dolor, muchacho rebelde.

No puedo imaginar lo que significa convertirse en el espíritu perseguidor del asesino.

Te tiraron en medio de la calle, sin la cara, para atemorizar a los demás.

En tu dulce cara de cacao grabaron la suya.

Julio César, mi santo, ¡el poder no tiene cara! El poder es una cara borrada.

Tengo miedo. Pero por ti le confío a mi miedo. Puedo ver con más claridad sus contornos, puedo ver su imagen y lo entiendo cada vez mejor. Ningún animal es capaz de hacer lo que puede hacer el hombre. Y solo las plantas pueden igualarse con los ángeles.

Dos.

México es mi destino.

Observo a los luchadores en un apretado abrazo, la sangre, el público que le va fervorosamente ahora a uno, después a otro.

Hace más de veinte años.

Octavio Paz prendió en mi oído una llama que no deja de brillar. Paz y Fuentes, ambos convencidos de que a México se le puede entender a través del mito del dios Quetzalcoatl, la serpiente emplumada, que crea al hombre. El demonio destruye al Quetzalcoatl mostrándole el espejo a la deidad. El demonio le muestra a Quetzalcoatl que tiene la cara, aunque él mismo cree que no la tiene. ¿Es esto en realidad México, soy este en realidad yo, mostrándole la cara a alguien que está convencido de que no la tiene? ¿Es cada escritor un demonio? ¿Y no fuiste tú, Julio César, santo que quiso ser maestro, quien enseñó a todo el mundo que el poder, que la autoridad, que la máquina de nuestra civilización tiene la cara aun cuando piensa que no la tiene?

Tu cara, dulce mío.

Tú eres uno. El uno.

Al número uno no le sigue el número cero.

El conteo de los muertos nunca termina.

 

 

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