Nuevo libro de Federico Díaz-Granados

Presentamos una novedad editorial: Adiós a Lenin puede ser la despedida de una utopía, de los íconos de una generación, de un siglo atróz y entrañable. También sugiere la ruptura con la infancia y con los símbolos de una época.  De esto da cuenta la poesía de Federico Díaz-Granados (Bogotá, 1974) cuyos libros emblemáticos Hospedaje de paso (Valparaíso ediciones) y Las prisas del instante (Visor) aparecen reunidos por primera vez en un volumen bajo este sugestivo título. Son los desprendimientos, las despedidas, la niñez recobrada y los secretos homenajes a lo doméstico y a su rotundo mundo personal los  grandes asuntos que entraña este libro recientemente publicado por la Editorial Pontificia Universidad Javeriana de Bogotá, justo en el centenario de la Revolución de Octubre.

 

 

 

Hambre de hermosura

 

La antología poética Adiós a Lenin, de Federico Díaz Granados (Bogotá, 1974) reúne una selección de poemas procedentes de dos libros suyos: Hospedaje de paso (2003) y Las prisas del instante (2015). Pese a los más de diez años que separan la publicación de los dos poemarios, una continuidad de tono, temas e imágenes los unen. Son poemas de amor y desamor, poblados de soledad y fantasmas, teñidos de nostalgia y melancolía, que conmueven por su sinceridad, no exenta a veces de ironía y autoironía.

El hambre es un tema recurrente en varios poemas, sobre todo en Hospedaje de paso. En “Pastelería Metropol”, por ejemplo, el yo lírico evoca hambre física al contemplar unos pasteles en el escaparate:

Miro en la vitrina

el reflejo de mi cuerpo

sobre el vidrio

y me veo gordo, cansado, sobre aquellos pasteles de vainilla.

Y sin embargo, simultáneamente es un hambre metafísica, hambre de presencias familiares que solo aparecen como fantasmas:

Y sigo extranjero en ese vidrio,

gordo y cansado

y atrás de mí

algunas sombras, gestos de abuelos y tíos muertos

sobre los pasteles de vainilla.

En “Noticia del hambre” el poeta nuevamente da constancia de un hambre a la vez real y figurativa:

Es el hambre. Y todos me lo dicen.

No es el leve testamento de ni la tristeza de las noches.

No es la poesía

ni la música que traduce el tiempo.

 

Un poco de hambre

y el cansancio de llenar la estantería de ausencias.

La paradoja de llenar una estantería de ausencias lleva a otra imagen fundamental en esta poesía: la casa y toda una serie de objetos domésticos e íntimos, una interioridad frente al mundo exterior. En varios textos la casa es el domicilio de los muertos: “Busco mis muertos diluidos en el tiempo / solitarios que deambulan por mi casa vistiendo un viejo musgo” (“La casa del viento”). Otras veces es la muerte misma: “¿La muerte será como irse a una casa más oscura […]?” (“La otra casa”). El domus también puede ser metáfora del amor, como en “El corazón”: “Es cierto que el amor es una blanca casa / y ni siquiera el cuerpo sabe de él, ni de sus caídas”.

En otras iteraciones la casa está representada metonímicamente por la ventana, desde donde el sujeto poético contempla angustiado, como si fuera ajeno, aquello que ha perdido, el amor, la infancia, familiares: “Desde mi ventana vi la tragedia del viento, / la tierra como mi propia soledad” (“Antes del Paraíso”).

Otras veces la casa es metáfora del cuerpo, como en “Hospedaje de paso”: “Las mujeres han salido de este cuerpo a los portazos” o “en este hotel de paso donde siempre es de noche”, con ecos del “Love Song of J. Alfred Prufrock” de T.S. Eliot (“and restless nights in one-night cheap hotels”). El cuerpo, efectivamente, es una imagen multivalente en esta poesía. En “Álbum de los adioses”, por ejemplo, el cuerpo se presenta como una suerte de traje compuesto de retazos y trapos, que tienen rasgos tanto fisiológicos como emotivos:

¿Qué sastre tejió estos cuerpos que nos visten de vida

remendados con lágrimas equivocadas

y cosidos con paños y parches de un viejo almacén de baratijas?

 

En otro poema el cuerpo es un “saco de congojas” (“Noticia desde los huesos”). Es notable que en todos los casos cuerpo no se opone a alma o espíritu, pero sí se establece un binario cuerpo (o su metonimia huesos o ropa) / yo. La tristeza y melancolía del sujeto se concentra en el cuerpo.

El tiempo desempeña un papel importante en la poesía de Díaz Granados, en la que abundan despedidas, adioses y rupturas amorosas. Se puede afirmar que el paso del tiempo y los estragos que deja son el tema principal de Las prisas del instante, desde el propio título. En esta antología se recogen dos poemas dedicados íntegramente al tema, “Noticias de este tiempo” y “Pasatiempo”, donde se conjuga tiempo y nostalgia:

Para matar el tiempo guardo los fantasmas y tristezas

las nostalgias y los nombres que permanecen

para que cada uno encuentre

–como en los juegos del azar—

su par, su carta repetida.

 

“Los nombres que permanecen” perduran precisamente en el lenguaje, en la palabra, en la poesía. Al fin y al cabo, ¿qué es la escritura sino la constancia de una ausencia? El signo lingüístico es la huella de aquello que ya no está, la presencia de lo ausente. Por eso no ha de extrañar que el discurso poético de Díaz Granados esté repleto de trazas escriturales: cartas, viejas postales, agendas de direcciones caducas. Son presencias que representan ausencias, recuerdos de lo perdido. “Allí están las postales y las viejas cartas / de ciudades nunca visitadas / y de puntos cardinales extraviados” (“Sala de espera”). En otros versos vemos “dormir en las palabras / los amores fracasados y los muertos que no conocimos” (“Oficios”). Allí reside precisamente la paradoja y la fuerza de este discurso poético, que se asienta en la intersección de lo ausente y lo presente. La palabra representa una especie de divisoria entre presencia y ausencia, entre pasado y presente, vida y muerte, entre lo tangible y aquello que solo se puede divisar en sus fragmentos, en sus huellas. Nos dice en “Jazz del solitario”:

No importa que tu ausencia sea del tamaño de la muerte

te buscaré al otro lado de la noche

cuando regresemos de esta estación de adioses que es la vida

 

Esta escisión recuerda el binario dentro/fuera de la imagen de la casa y ventana que vimos anteriormente. En “La otra orilla” es precisamente la palabra lo que separa las dos orillas: “De este lado de la palabra está el hombre / con el silencio y la soledad del mundo” y “Afuera están los rostros, / las palabras amontonadas que rinden cuentas de las cosas rotas”.

En última instancia, solo la palabra poética es capaz de evocar el paraíso perdido de la infancia, la familia, los amores, el cuerpo deseado, la añorada plenitud, sí, evocarlos pero solo en fragmentos y retazos, en sus huellas y ausencias, en su “breve tránsito por la palabra” (“Estación”). De ahí precisamente la trágica hermosura de la poesía de Federico Díaz Granados.

 

 

Anthony L. Geist

University of Washington

Un jueves de aguacero en Seattle

2017

 

 

PARA MIRAR EL MUNDO

 

A Luis García Montero

 

Hay una manera de contemplar el mundo sin rencor

sin maletas ni mudanzas

más allá de las postales

y sus manteles a cuadros

más allá de sus casas vacías y sus taxis amarillos.

Hay una forma de verlo diferente a sus alambres

con ropas extendidas al sol en grandes terrazas.

 

Pero nada sé del mundo

Aparte de las despedidas en los aeropuertos

y de su parecido con mi cuarto y mi mesa de noche

repletos de lapiceros vacíos, tarjetas en desuso

y remedios de ocasión.

 

Resulta melancólico el mundo

sin sus cines  y sin sus taxis amarillos

sus estadios vacíos después de la jornada

y sus manteles a cuadros y las canciones que lo definen

en cada estación que trae su luz y su rumor

para que las lágrimas

lo dejen ver más nítido a contraluz

por el retrovisor de tantas cosas perdidas y olvidadas.

 

 

 

GOOD BYE LENIN

 

De niño algunas veces jugaba a ser cosaco.

Otras veces retozaba como Konsomol o cosmonauta.

 

Así transcurrió la infancia:

guerras del Zar

en un patio sin nieve ni abedules,

ni estepas ni pueblos incendiados.

A veces era Kasparov o el osito Misha

y recreaba historias de amor en el transiberiano.

 

La voz del padre, daba cuenta de Matrioskas y samovares

y del mausoleo de Lenin bajo una luz ultravioleta.

de los monumentos a Puskhin y Máximo Gorki

y de las noches blancas de Leningrado.

 

Era el verano de 1985

y por onda corta hablaron de la perestroika.

Cambiaron los coros del ejército rojo por canciones de U2

relatos de pioneros por un incendio en Chernobil.

 

Y no volvieron los cosacos, ni los konsomoles,

ni los cosmonautas a mi cuarto

en aquella noche en que mi madre me daba las buenas noches

en voz baja para no despertar a toda la casa

mientras apagaba para siempre

la última luz de mi infancia.

 


 

CORRESPONDENCIAS

 

Ella me envió su foto

en el volcán del Himalaya.

Suya era toda la nieve y las cumbres.

Me envió fotos en una calle de Praga con una anotación:

“Las calles de Kafka, Holan y Hrabal no dejarán de pertenecernos”

y retratos en mercados de Estambul y Madagascar.

 

Llegaron postales de la sagrada Moscú

la Catedral de San Basilio, el Kremlin y el Café Pushkin.

En San Petersburgo recordó en el Hermitage

mi triste afición por la pintura.

 

Razones que no olvidó mis versos en Pere Lachaise

ni en la Avenida Corrientes ni en Constitución.

En la servilleta de un Pub de Dublín líneas de Joyce y Yeats

 

Se me pasó la vida recibiendo postales, retratos y razones

desde que me dejó con este frío

las nieves perpetuas de mi vida

desde aquella última vez…

 

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