Cuento mexicano actual: Sonia Ibarra Valdez

Presentamos un cuento de la narradora  Sonia Ibarra Valdez (Zacatecas,1985). Es licenciada en Letras y maestra en Literatura Hispanoamericana por la Universidad Autónoma de Zacatecas. Es miembro del taller de creación y crítica literaria de la misma universidad y del Taller de Letras del colectivo Líneas Negras. Ha escrito ensayos y cuentos destacados por conectar la narrativa histórica con la literaria.

 

 

 

 

 

 

FUGITIVO

 

En un mundo de fugitivos el que

transita el justo camino, parece huir.

John Milton

 

Fray Bernardo había vuelto a la Nueva España hace más de 10 años, jubilado como doctor en Teología en la Universidad de México, pasaba sus días realizando labores sacerdotales en la capilla de Loreto en Huachinango, Puebla.

Vivía por su voluntad en unas cuevas aledañas a la capilla, disfrutaba de la libertad que este espacio le proporcionaba. Un bosque lleno de pinos, robles, oyameles, ocotes, entre otros formidables árboles le brindaban un aire refrescante.

En Santander, varios años atrás, fue acusado por hacer lecturas prohibidas y por conatos de rebeldía, pagó con un acto de fe público y, después de ser absuelto, volvió a tierras mexicanas con un nuevo pensamiento, se convirtió en un agustino reflexivo y crítico de su casa, de su Iglesia.

No reparaba en propagar su reciente ideología en los feligreses, cualquier lugar era propicio para hacerse escuchar, sólo requería el permiso de Dios mismo:

 

— Para hablar con libertad no necesito respetos ni de papa, ni de rey, ni de obispo, ni de cabildo. — Comenzaba así sus discursos, con voz grave y manoteos de desprecio.

 

Pronto se hizo notar, varias quejas llegaron al Tribunal del Santo Oficio, todas hechas por alguno de sus colegas o por personas «distinguidas». El pueblo, la plebe, los feligreses, lo querían, lo respetaban, porque siempre trataba de ayudarlos a resolver conflictos, generalmente relacionados con dinero.

Después de las denuncias los oficiales del Santo Oficio cuestionaron, entre otros, a frailes, a comerciantes, a las ancianas que no faltan a misa y hasta un pordiosero:

 

Les puedo asegurar que fray Bernardo es un religioso de muy buenos talentos y capacidades, pero al mismo tiempo de raras producciones e irregular procedimiento. — Opinó el sacristán de la capilla mientras limpiaba de manera fervorosa, con sus pequeñas y mugrientas manos, una de las figuras religiosas que lo miraba de forma compasiva.

¡Pero cómo que el santo padre fray Bernardo está metido en un lio de Inquisición! Si él siempre ha procurado que muchos de nosotros, que vivimos en la miseria, tengamos un plato de comida en nuestras mesas. Comentó una de las ancianas con gesto de incredulidad mientras se acomodaba el rebozo.

Qué les digo, ese frailecillo es un herético, lleva la doctrina de los puritanos, de los ilustrados y de muchas otras. — Dijo refunfuñando un cura anciano que había escuchado un sermón del acusado.

 

Los representantes del Tribunal dudaban en tomar decisiones sobre el caso de fray Bernardo, por un lado, estaban las acusaciones que lo personificaban como un «loco», por el otro estaban las declaraciones de la gente que había ayudado y que lo encarnaba como un «santo». Pero una mañana llegó a declarar un hombre, nadie lo conocía, se decía llamar Samael:

 

Verá usted, el domingo pasado lo escuché decir que: la infinita sabiduría de Dios no está sujeta a lo que se ha revelado en las Santas Escrituras. Es una aseveración grave, según sé… — Dio testimonio el desconocido, rascando su huesuda barbilla.

 

Al escuchar esto, las autoridades dieron la orden de ir en busca de fray Bernardo y recluirlo provisionalmente en el convento agustino de la localidad.  Fueron por él dos oficiales, al llegar a las cuevas donde habitaba el sacerdote le pidieron que los acompañara, éste se negó rotundamente:

 

No iré a ningún lado con ustedes, tendrán que sacarme de aquí muerto. — Aseveró fray Bernardo mientras esquivaba los pocos muebles que poseía.

No se resista, nos acompañará quiera o no, es una orden. — gritó con vos aguda uno de los oficiales que comenzó a perseguirlo con pasos torpes por toda la cueva.

 

El fraile logró escabullirse y salió del lugar, corrió como si lo persiguiera el mismísimo demonio. Oscurecía. El viento movía los enormes árboles que parecían defenderlo con su vaivén. Los oficiales, al no conocer la zona, se rindieron pronto, programaron otra visita un par de días después.

 

Les he dicho que no iré con ustedes, ¿a dónde quieren llevarme?, no he cometido falta alguna. — decía el sacerdote mientras un oficial robusto y de mal carácter lo sostenía del brazo.

¿Qué no ha cometido falta alguna? ¿Le parece poco vociferar en contra de nuestra santa Iglesia católica? — preguntaba un segundo oficial persignándose exageradamente.

No he vociferado contra su santa Iglesia, sólo he dicho la verdad sobre los abusos de quienes la manejan, como éste que quieren cometer en contra de mí. — Trataba de defenderse fray Bernardo mientras ideaba una forma de liberarse.

 

En esa ocasión habían ido tres oficiales, dos estaban frente a la entrada y uno le sostenía. El fraile, aunque era alto, estaba muy delgado, apenas y comía, pero sus manos y piernas largas lo ayudaron a escapar por segunda ocasión: tomó de la mesa una jarra de barro con agua y se la vacío en la cara a quien lo sujetaba, éste, desconcertado, lo liberó.

Mientras corría hacia la puerta tomó un bastón que utilizaba para hacer sus largas caminatas por el bosque y amenazó a los otros oficiales con meterles un garrotazo. No tuvieron más opción que moverse para dejarlo salir. Huyó hacia el monte, nadie lo conocía mejor que él. Los oficiales regresaron derrotados.

Volvieron varias veces a buscarle, no corrieron con suerte. Mientras tanto el sacerdote continuaba propagando sus ideas sobre las injusticias que cometían la Iglesia y la corona, no concebía que los reyes, papas u obispos vivieran en lujosas comodidades a costa del trabajo del pueblo, mientras que éste sufría las calamidades de las carencias más básicas como la comida y el vestido.

Cada vez que el sacerdote se enteraba que iban a buscarlo, o sospechaba de una acción en su contra, se internaba en el bosque un par de días, sobreviviendo de lo que la naturaleza podía proporcionarle. Cuando se sentía seguro paseaba por el pueblo, visitaba a los enfermos, a los pobres, a los desvalidos, y les daba consuelo.

En el Tribunal discutían su caso:

 

Debemos retirarle las licencias para predicar y confesar, por convenir así al servicio de Dios, del Santo Oficio y honor de su religión. — Opinó uno de los consultores del fiscal, mientras observaba su vestimenta ya muy desgastada.

Otro informante ha declarado que en una ocasión el sacerdote provocó la risa y el murmullo del auditorio con sus propuestas disonantes y su comportamiento en el púlpito, que era demasiado extravagante, pues reía, lloraba y hacia cincuenta mil zapatetas, acciones muy distantes de las que exige la santidad del lugar. — Comunicó otro de los consultores que se encontraba leyendo el expediente de fray Bernardo.

¿Y se puede saber por qué sigue en las calles propagando sus aberrantes ideas? —

 

Cuestionó el fiscal con tono de cansancio y fastidio, había pasado todo el día tratando de resolver conflictos sin concluir alguno.

 

Ya hemos tratado de recluirlo su señoría, pero ha sido inútil. Nadie mejor que él conoce las veredas de los cerros, lugar que ha encontrado propicio para esconderse.

 

El fiscal, molesto por la osadía del fraile, ordenó a cinco oficiales ir en su búsqueda y recluirlo hasta resolver el caso, ya no en el convento de los agustinos, donde lo repudiaban, si no en el hospital de san Hipólito, en la ciudad de México, lugar donde permanecían las personas faltas de juicio, comúnmente llamadas «locas».

Fray Bernardo sigue fugitivo, los cinco oficiales continúan buscando.

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