Cuento mexicano actual: Marionn Zavala

Presentamos un cuento de Marionn Zavala. Regiomontana, modelo 93, capricornio. Ha participado en congresos de la REDNELL, UNAM, UACM, BUAP y UANL; así como la coordinación del CONELL XIII realizado en Monterrey, Nuevo León. Publicaciones suyas han aparecido en la revista “Opción ITAM” y el periódico “El Barrio Antiguo”, así como en la antología “Memorias” de la UANL. Ha obtenido el 1er lugar en la categoría de cuento, nivel facultad, durante el Certamen de Literatura Joven Universitaria 2012 de la UANL; 3er lugar, categoría ensayo, en el Premio Filosofía y Letras BUAP 2015, y 1er lugar, categoría cuento, en el Premio Filosofía y Letras BUAP 2017. Actual estudiante de la Maestría en Literatura Hispanoamericana de la BUAP, becaria CONACYT.

 

 

 

Alejandra: criatura en plegaria

 

No importa si cuando llama el amor

yo estoy muerta.

Vendré. Siempre vendré si alguna vez llama el amor.

 

Padre, hace unos días me acerqué tanto al espejo. Pegué mi pupila al vidrio como queriendo abrazarlo. Apagué la luz, me contemplé desnuda. El reflejo de mi cuerpo en claroscuro. Respiré profundo. Mi aliento ensombreció el reflejo de mi cuerpo y entonces pude observarla. Ahí estaba. Temblaba mientras murmuraba palabras y versos en voz baja. Revisaba apuntes, escribía, rectificaba, pensaba.

Le temí.

Ella escribía lentamente. Dudaba. En un cuaderno alcancé a ver letras y fechas. Vestía un suéter verde y calcetas negras. Un aparato luminoso parecía dominarla. Pequeños clicks, pausas, silencios.

Pegué mi pupila contra el espejo deseando que la retina escuchara. De pronto Ella produjo un “click” estruendoso y, padre, pude verme. Ahí, en el aparato luminoso. Mi retrato del colegio, mi rostro encerrado en un círculo blanco. Una lista de letras, palabras.

No alcancé a leer, no pude. De mi fotografía salían corazones y círculos azules. Le grité, grité varias veces para que me escuchara. Ella no se dio cuenta que la observaba.

Padre, hoy me vi en un aparato luminoso mientras abrazaba mi pupila al espejo. Padre, hoy te vi morir en Miramar.

Señor Tengo veinte años

También mis ojos tienen veinte años y sin embargo no dicen nada

 

Ya no hay nadie aquí. No está Ella persiguiendo mi nombre; revolcándose entre fechas y cartas. No estás tú. Te traicionó el corazón. Nos traicionó a todos.

¿Recuerdas cuando los barros de mi rostro explotaban como lágrimas porque mis ojos no podían más? Dijiste: “tranquila, pasará”. ¿Recuerdas cuando te dije que no estudiaría más, que el sistema no estaba hecho para mí, que ni la Filosofía, ni Periodismo, que quería aprender pintura, leer, escribir? Sí, estoy segura que lo recuerdas. De tu tiempo de pie tras el mostrador, aprendí la mejor retórica para convencer a los clientes sobre cuál broche se le podría ver mejor a su esposa. Y con ese tiempo me regalaste colores y trazos, letras, espacio, pensamiento, reflexión, ideas. Gracias a Rejzla y a ti, nació Flora; pero Alejandra parió de ti, como Minerva de Júpiter; los hachazos fueron en tus manos y tus pies cansados.

Y Alejandra nació una vez, una segunda y tercera, por la joyería y tus manos.

Pozharnik. ¿Quién se atreverá a decir que no parí de ti? “Alejandra, Alejandra. Debajo estoy yo, Alejandra”… y junto a mí el secreto, el error de tu nombre: Pizarnik. Vengo de ti, aunque el lenguaje, dos años antes de mi concepción, te haya castrado a ti y a Rosa/Rejzla.

Padre, no podemos escapar del lenguaje. No pudiste tú, judío, polaco. Y tu apellido fue la primera víctima. Más tarde, quién diría, el segundo homicidio sería el nombre de mi madre.

Argentina nos bautizó y se coló en tu sangre. Castró tu nombre, tu herencia, el idioma, el lenguaje. Hablar argentino: “che”, “vos”, “querés”; ¿cómo soportaste que Myriam y yo, no siguiéramos tus pasos? En la jaula del lenguaje nos privaron de ti. Fue Argentina. Fue la guerra. Fue la infancia; el amor.

Tú eliges el lugar de la herida

en donde hablamos nuestro silencio.

Tú haces de mi vida

esta ceremonia demasiado pura.

 

Sme mira con su lente Canon TL. Muévete acá, me dice. ¡Acá! Repite con insistencia, pero no la escucho. Observo. Una niña juega en el parque. La madre ha dicho su nombre cuatro o cinco veces. No responde. Se ha quedado mirando el jardín del parque. La niña toma una flor y la lleva escondida entre sus manos. La entrega a otra, que lleva coletas y moños rosas, un vestido azul con holanes. La niña de la flor es pálida. Cabello corto, abrigo negro, desteñido. La niña de la flor no usa aretes, ni coletas, ni moños. ¡Coño que mires! Me grita S. La niña de las coletas ha dejado caer la flor y corre a reírse en compañía de las demás niñas. La miran como bicho raro. ¡Está gorda! Gritan. ¡Esta fea! Dice otra. Y un niño que acaba de llegar propone al grupo levantarle la falda para ver sus calzones. ¡No se puede! Grita una decepcionada. ¡Trae pantalón de niño! Dice la niña de las coletas.

Todos ríen, menos la niña de la flor.

Su madre grita otra vez su nombre, pero no responde. La niña de la flor mira su reflejo en el agua, sí, estoy gorda, se dice. Sí, no tengo rostro sino erupciones, repite. La madre escucha lo que ha dicho la niña. Hace muecas, suspira, se queja en voz baja, resopla y jala a la niña de la flor hacia sí.

He sentido el corazón de la niña en mis manos. He tenido sus lágrimas dentro de mis ojos.

¡Alejandra!

Y un flash me despierta. S. está molesta. Seguro que no me hablará en todo el camino. Seguro que esta noche no querrá acompañarme en la bañera. Seguro que hoy se irá con sus amigas a celebrar. Seguro que esta noche tomará sus maletas para dejarme sola.

S. y yo vivimos juntas desde hace un año. Mi madre lanzaba con furia las preguntas: cuándo te casarás, de qué vas a vivir, cómo. No soportaba mis desvelos, la niebla del cigarro, mi cintura hinchada, mis silencios. Y sin embargo me ayudó a salir de ahí. Calle Montevideo, N. 980, departamento C, séptimo piso.

S. arregló el departamento, lo llenó de flores y libros. Un día llegó temprano. Cargaba dos bolsas de plástico. De una de ellas sacó entre sonrisas una caja, y de la caja, una cámara. Sus manos temblaban, no dejaba de sonreír. Me acerqué a ella para besarla. Me empujó. ¡Rápido, abre esa bolsa! Me ordenó señalando la bolsa restante. Mi entusiasmo no era el de S. Caminé a la cocina para prepararme un café. Puse el agua a hervir. Me dirigí al cuarto, terminé de escribir una carta y guardé unos libros. Miré un rato la estantería y no sabía si ese título o aquél autor podrían servirme para las traducciones en las que estaba trabajando. Escuché el sonido de la tetera, el agua hervía. No apresuré el paso, fui antes al sanitario y pude ver que S. había cambiado nuestras revistas. El shampoo tirado en el suelo, regaba el líquido blanco, espeso que contenía. La pompa de rosas y lavanda que le regalé, yacía a un lado de él, varias hormigas comenzaban a pasearse en su superficie. No dije nada. No grité. No me molesté. Amo el desorden de S. su peculiaridad de ser egoísta hasta en el más mínimo detalle de nuestra convivencia. Salí del sanitario y pasé a la cocina. Preparé el café y encendí un cigarro. Cuando volví a la sala, S. me esperaba de pie. Su rostro que antes sonreía y traía paz y calma, ahora estaba cargado de odio. Sus cejas pobladas y arqueadas se mantenían cerca, muy cerca de sus ojos, casi uniéndose una a la otra. Dijo despacio, casi sin separar los dientes: te dije que… tomaras… la… otra… bolsa. Sonreí. Dejé el café en la mesita de estar. Apagué el cigarro y abrí la bolsa. Un chaleco gris, de pana. ¡Ponételo! Gritó. Se acercó a mí y con sus manos, aún temblorosas, despeinó mi cabello. Estaba excitada, lo podía notar. Quiero que te pares frente al librero, miras un libro, el que tú quieras. Me dijo. Asentí con la cabeza y mojé mis labios. Me dirigí al estante y tomé con mi mano derecha el libro que minutos antes dudé en traducir. ¡No! ¡Mirá para acá, mirá! ¡Acá, conmigo! Y lo hice. No supe sonreír. Miraba a S. excitada. Un flash tras otro, la cámara vieja, la nueva. Miraba el lente, fruncía el ceño, sonreía y luego decía algunas cosas en voz baja. Estuve ahí, parada, frente a la estantería, tomando el libro con mi mano derecha, estuve ahí treinta minutos, tal vez. ¡Listo! Gritó S. y salió corriendo del departamento para revelar las fotografías. Yo me quedé ahí. Aún de pie, con mi mano derecha tomando el libro, mi café frío y el cigarro tirado en el suelo, aplastado por los pies de S., igual que el shampoo, que la pompa de rosas y lavanda que le regalé.

No. No voy a traducir ese libro.

Padre, ayer me enteré de que gané la beca. Mi euforia por el aspecto económico del asunto, es decir: hablar de millones con mi madre sabiendo que esta enorme cantidad de dinero se debe a mi trabajo como poeta. En efecto, es como si algo como el destino me ayudara a enfrentar mi destino como poeta. Padre, lo único que me queda es el lenguaje. Después de ti, de los reclamos y la ayuda de mi madre, después de S. El amor es una mezcla de martirio, felicidad y angustia.

No puedo dormir. No quiero. Cierro los ojos y dentro de mi cabeza bailan las palabras; algunas han acertado en elegir pareja, otras no. No puedo dejarlas así, padre. A veces, S. sale del departamento, me deja sola durante horas. Comienza a decir que no me soporta. Comienza a quejarse de la aventura que le parecía vivir conmigo. Hoy llamé a Enrique.

Estaba dormido. Le dije que no puedo continuar, no puedo. Quiere que me calme. Quiere que respire. Quiere que llame a S. y le pida que deje su reunión y venga conmigo. Quiere que llame a Myriam o a mamá y les pida su ayuda. Quiere que deje de creer que las palabras bailan. Quiere que salga, que me vaya de aquí, que respire aire nuevo, aire querido.

Pero no puedo llamar a S. porque le han otorgado una beca y se irá a Estados Unidos; ¿para qué comenzar con el ritual gastado de exigir su presencia cuando más que nunca sé que se irá? No puedo llamar a Myriam porque su hijo mayor ha enfermado, y no puedo llamar a mamá porque ella está con Myriam, ayudándola. No puedo dejar de creer que las palabras bailan. No puedo separarme del lenguaje, no puedo separarme de ti, padre.

Cómo me gustaría estar lejos de la locura y la muerte. La muerte de mi padre hizo mi muerte más real.

Dama pequeñísima

moradora en el corazón de un pájaro

sale al alba a pronunciar una sílaba

NO

 

He pensado en París. Debo viajar a Nueva York para disponer de la beca. Trámites y trámites de oficina. He pasado semanas buscando papeles, actas, nombres. S. se fue, aunque dejó algunos libros. Pasará días después de que salga mi vuelo. Ha dejado algunas fotografías en el departamento. Las he escondido todas.

La niña de la flor nunca dejará de ser gorda.

un lugar de ausencia

un hilo de miserable unión

 

Llamé a S. Acomodé sus libros en la mesita verde. Le pedí que recogiera sus discos y que, por favor, quitara sus notas y recortes de mi pizarra.

Pero mis brazos insisten en abrazar al mundo

porque aún no les enseñaron

que ya es demasiado tarde

 

No hay nada qué decir de Nueva York. Escribí a Ivonne, dice que no puede recibirme, que el clima es malo, que las clases, que sus materias, que su examen de grado. Me pidió que transcribiera el nombre del hotel donde estoy, un número de teléfono, que le pida a la recepcionista escribirme la dirección. El idioma, el lenguaje, el inglés. Gente camina dando empujones, subiendo y bajando rápido de los vagones, alcantarillas abiertas y frío, oscuridad.

Hace cuatro días y, ayer, me perdí. Traté de pronunciar las calles donde horas más tarde había visto un hostal. Desayuno incluido, agua caliente por las mañanas, nada más. Los hombres blancos me miraban los labios y después las nalgas, el pecho. Al no entenderme, tomaban mi brazo con fuerza, obligándome a ir a quién sabe qué lugar. Logré zafarme. Logré huir hace cuatro días y, ayer.

Las mujeres blancas no me toman del brazo, ni siquiera giran su rostro para mirarme. Soy un fantasma, o algo parecido. No existo. No existe Flora, ni Alejandra. No hay Pozharnik o Pizarnik. Siempre el idioma, el lenguaje.

Decidí tomar un taxi. Un hombre aperlado de bigote raso hablaba español. Traté de recordar los nombres de las calles. Hay un tren, le dije. Una estación del tren cerca. Color naranja, sí. Repetí. Sí, naranja. El hombre sonrío. Soy Argentina, continúe. No entiendo las calles, hay mucha gente. Volví a decir. El hombre permanecía en silencio mientras sus ojos se clavaban una y otra vez en el espejo retrovisor. ¿Ya casi llegamos? Le pregunté. Sí, ya casi. Contestó por primera vez. Crucé mis piernas, temblaba, tenía frío. Mis manos y pies helaban. Me quité la bufanda y la puse como sábana sobre mis piernas. El hombre me miró nuevamente. Me quité el abrigo y subí mis pies al asiento, me tapé con él mientras me llevaba las manos a la boca y soplaba para que el aire caliente tibiara mis manos. El hombre miró con más insistencia, no entendía. Do you like to fuck? Dijo.

Mis pezones se reflejaban en el espejo retrovisor. Olvidé ponerme sostén.

Bajé del taxi. Corrí. Me refugié en el abrigo. Esa noche tuve una crisis de asma. Cuando logré reestablecerme encendí un cigarrillo y fumé frente a un aparador de papelería. Compré todos los cuadernos que podía cargar, y una máquina de escribir portátil. Varios tipos de cursiva para sus poemas; me dijo el vendedor, minutos después de que le dije escribía. Ese mismo vendedor me explicó cómo llegar al hostal. Se encontraba a la vuelta de la papelería.

Mañana

me vestirán con cenizas el alba,

me llenarán la boca de flores.

Aprenderé a dormir

en la memoria de un muro,

en la respiración

de un animal que sueña.

 

Una veintena de días en Nueva York: entradas y salidas a oficinas, crisis asmáticas, oscuridad, ruido y mierda. Tenía que salir, debía hacerlo. No pude concertar mi cita con Ivonne. Volví a París. Mi París.

Nadie es visible sobre la tierra.

Sólo la música de la sangre

 

Padre, hoy vi derrumbarse la torre Eiffel. Ese monstro de hierro que vigila por encima de las conciencias. Padre, lo vi caerse, trozo a trozo, metal a metal. Lo vi abrir un hueco en la tierra por donde miles de parisinos cayeron.

Los vi andar por las calles principales gritando consignas. Sus rostros eran una flor de bugambilia y sus gritos parecían un poema o un danzón en su punto más alto, su climax.

Padre, hoy tuve miedo. Padre, hoy me hundí en el hueco de la tierra que abrió la torre Eiffel.

Criatura en plegaria

rabia contra la niebla

escrito en un crepúsculo

contra la opacidad.

No quiero ir, nada más,

que hasta el fondo

 

Hay un espacio negro que me abraza incesantemente. La niña de la flor mira dentro de mis entrañas. No soy más ella; ni Ella que me escribe creyendo que lo sabe todo.

Padre, nunca fui Flora.

La tierra se cimbró con los pasos de los hombres. Yo sólo vine a ver el jardín. Cincuenta brazos me empujan hacia ti. Cin-cuen-ta.

Hoy es veinticinco. La mitad de cincuenta.

Hoy he leído cincuenta veces la etiqueta de un frasco:

Anti-his-ta-mí-ni-co

Se-co-bar-bi-tal

Padre, hace más de cincuenta días que pienso en la muerte…

hace trece mil ciento cuarenta días que,

hace cincuenta,

hace cin-cuen-…

hace

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