Presentamos la primera de tres partes de una muestra de nueva poesía boliviana preparada por Gabriel Chávez Casazola. Se trata de una brevísima antología con dieciocho autores nacidos entre 1985 y el año 2000. En esta oportunidad aparecen poemas de Pablo Osorio (1985), Albanella Chávez Turello (1985), Nicole Vera (1985), Sebastián Molina (1985-2015), Roberto Oropeza (1986) y Omar Alarcón (1986).
La poesía boliviana sigue siendo, en buena parte, una perla escondida, aunque durante la presente década ha comenzado a proyectarse internacionalmente, gracias a las redes de difusión, los festivales y encuentros de poesía, las editoriales independientes y al empeño personal que algunos autores de mi generación –con la complicidad de amigos, gestores y editores de otras naciones–hemos puesto en ello.
Si hasta principios de este siglo los únicos poetas bolivianos conocidos y leídos internacionalmente (y no demasiado) eran, quién más, quién menos, Ricardo Jaimes Freyre (1866-1933), Jaime Saenz (1921-1986), Pedro Shimose (1940) y Eduardo Mitre (1943), ahora esa lista se ha extendido y enriquecido de forma considerable.
Hace seis años, Círculo de Poesía –cuya contribución ha sido relevante para esta visibilización de la poesía de Bolivia– publicó un primer dossier que preparé incluyendo poemas de diez autores en plena producción y madurez de sus voces poéticas, nacidos entre 1956 y 1973 (ver: https://circulodepoesia.com/2012/02/la-poesia-boliviana-esa-desconocida/).
Ahora, presento una nueva selección, esta vez de poemas de 18 autores bolivianos, nacidos a partir de 1985 en distintas ciudades y regiones. El mayor de ellos tiene ahora 33; el menor, alumbrado en 2000, tan sólo 17 años. Según la taxonomía en curso, corresponden a la llamada Generación Y, más conocidos como millennials (o mileniales, según la Fundeú BBVA). De esta manera, busco ampliar el espectro y acercar a más lectores la poesía de mi país, tendida entre su larga tradición y su actual vitalidad. (Gabriel Chávez Casazola)
Pablo Osorio
(Oruro, 1985)
Ciudad de hombres (fragmentos)
I
Hoy, cerca de la plaza
una tropa de hombres
con cascos azules
puso la primera piedra
de un nuevo edificio
Dos modelos rubias
con cascos azules
rompieron la botella de champán
Sobre esta piedra solitaria
en cuatro años plazo
con cinco ascensores
se elevarán treinta y siete familias
en ochenta habitaciones
Tendrán piscina con un parque
tiendas familiares
y hasta un viejo sin nombre
que les abra la puerta
Los hombres
con cascos azules
sonrieron a las cámaras
y se fueron en varios autos
junto con las rubias
Ahora no queda nadie
sólo la piedra
y un obrero
que, sentado sobre ella,
come su almuerzo de las doce.
IX
Me gustaba quejarme del país y del dinero,
hasta que un niño me llamó padre
y tuve que aceptar ese trabajo
que odiaban los jóvenes de mi edad.
Vendía escobas y limpiavidrios
en una empresa de un país ajeno.
Qué poco sabía entonces.
Ahora sé que todos los países son ajenos
y que la patria es una empresa.
Me compré un auto para seguir quejándome
del país y del dinero.
Ahora también me quejaba del tráfico
pero vendía cientos de escobas y limpiavidrios
así que no todo estaba tan mal.
Vender es un arte que requiere mucha sensibilidad,
me lo decía mi padre cuando recibí mi primer sueldo.
Hay que entender las carencias ajenas:
conocer el mercado, le llaman,
que no es otra cosa que suponer que las escobas
y los limpiavidrios
son para manos de mujeres.
Hubo un mes en que las ventas se elevaron
y nadie podía explicar por qué
los limpiaviadrios se demandaban.
En todas las salas de supermercados
desaparecían en un día.
Marketing explicó en esas reuniones de empresas trasnacionales
que la construcción subía
que la bonanza en un país de petróleo y gases
que los precios de la materia prima
que los arquitectos ahora diseñaban casas
con altos vitrales
y que se requerían más manos de mujeres para limpiarlos
(marketing es el arte de suponer el mundo desde un escritorio
como el oficio de los malos poetas).
Aquella tarde volví a mi casa en el auto
que pagaba con el dinero de las escobas
y me detuvo en la esquina el color de un semáforo.
Cinco niños de la edad de mi hijo
se apresuraron a lavar mis ventanas con los limpiavidrios que vendía:
reconocí la marca transnacional
en sus manos húmedas y pequeñas.
Pensé en la Patria
en las trasnacionales
en el precio del petróleo
en mi auto
en mi sueldo
en el niño que me espera
en las presentaciones de marketing
en las ventas que se disparan
en las manos de otros niños
que limpian ventanas
para hombres que se quejan
de la Patria
del tráfico
del dinero.
Albanella Chávez Turello
(Trinidad, 1985)
así, el día de la nada fue
poco a poco
vamos aprendiendo a volcar los párpados al paso del tiempo
dejando congelados los segundos allí donde cada uno de ellos pertenece
y, sin quererlo,
igual lo hacemos con la indigestión que nos brilla en la quijada
¿es acaso aprendizaje
aquella nota grave, ronca, sonriente?
ella mantiene la furia en el filo de la palabra en alquiler
tiemblan el reflejo, la sombra, el fuego, el susurro
¿es acaso levedad
la hora del mar en tu pupila dilatada?
decir, entonces,
el amanecer tiene ocaso
la muerte sigue al día y el tiempo al tiempo
el tiempo sigue al tiempo y el anochecer
a la humanidad,
decir todo eso, duele,
y
de su boca es que viene la palabra dolor
de su voz, la palabra vuela
de su letra, la palabra cae
y
vuelca los párpados al paso del día.
apuntes frente al espejo
supe de la neblina
y salí al mundo
Odette Alonso
mi nombre me fue dado como frontera.
mi cuerpo es una casa redonda y vacía de muebles en tránsito, pronta a devenir ceniza.
mi lengua fue, es y será el espacio incólume que ni la muerte ni el silencio ni el delirium tremens podrán rematar.
aquello que me saca de ser letra, marca, columna tachada o narrativa abstracta, es una forma larga y carnívora, que restriega su nariz húmeda en rojas palabras, como intuyendo mi tránsito al espacio inhabitable que distancia mi columna cóncava de mi respiración cortada.
Nicole Vera
(La Paz, 1985)
Gracia
Sería bueno que me visitaras hoy
porque se está lavando el sabor de la lenteja
y mis historias gastándose.
Ayer por ejemplo llovió y las gotas estuvieron desafinadas,
flojas.
La lluvia es miserable en piloto automático.
Para llamarte preparé mi tina incompleta con aceite de tomillo y agua de naranja,
de soundtrack escogí rock y de compañía al perro
que me anda diciendo que le caigo mejor con vos.
La mala vida
La recompensa de la mala vida es una tribulación turquesa
palpitante en su oleaje,
esferas que se hinchan transparentes al aspirar
y oscurecen a ultramar cuando escapa el aire.
la recompensa es no saber cuándo estallan
es vivir ahogándose y reviviendo
en la percusión creciente.
Caer.
Respirar hondo hasta el alivio,
hasta la comunión:
la breve tregua anhelada
tregua soñada en marfil y blanco
siempre
casi siempre
hasta que se escapa un sueño
con gotas de cerúleo
y el volumen va subiendo
inundando.
Ella despierta
grita
invoca a su tribulación turquesa
a cambio de advertir el pulso
promete no ser sólo buena.
Sebastián Molina
(Santa Cruz, 1985-2015)
Somos las letras
que cuentan nuestra vida.
Alguien nos lee.
¿Cómo se expresa
lo que la música ilumina
cuando enmudece?
Roberto Oropeza
(Cochabamba, 1986)
Balanza
Mirar las agujas de la balanza
todo el peso apuntando en una sola dirección
y preguntarse por qué esperar de pie
si la realidad siempre arrastra hacia el fondo.
Recordar la palabra que quedó atravesada
como espina de pez
cuando viste a la exnovia
—ahora casada y con hijos—
haciendo fila para comprar carne,
carne que fue cortada y pesada
porque incluso lo inerte tiene un número:
seis kilos y veinte gramos.
Familia
Los equilibristas cruzan los dedos
y mientras caen
se abre el cielo:
han aceptado perderlo todo.
La soledad crece a ras del piso.
El dolor es un rayo eléctrico
que ilumina todos los nervios.
Que el cuerpo se estrelle
y todo lo que quede de él
sea una masa de cabellos finos y sangre
como algo que no pudo nacer
o simplemente no quiso;
un buen vino también merece ser desperdiciado.
Omar Alarcón
(Sucre, 1986)
A la mujer que conocí en el psiquiátrico
A Pauline Boyer
Cuando te conocí un huracán abría las puertas de la locura y de tu pelo volaban pájaros en dirección al sol.
Éramos felices desnudos bajo la lluvia y nos besábamos en los consultorios cuando salían las enfermeras.
Yo creía en ti y tú creías en las mariposas blancas que nacen del corazón de los epilépticos.
En los huertos recogíamos frutos junto a los pacientes y jugábamos a liberar pájaros que volaban y cantaban en nuestras manos.
Y no podíamos parar de reír y reír frente a la muerte, cada vez que en un rostro enfermo admirábamos salir el sol.
Entonces fueron los internos en silla de ruedas que nos enseñaron a amar las flores amarillas. Y yo veía cada vez más en tus ojos el reflejo que dejan los pájaros al volar en el cielo
Bajo la lluvia el delirio cantaba y florecía en los jardines del psiquiátrico y nosotros hacíamos el amor sin importar las lágrimas que golpeaban las ventanas.
Desde entonces el estar juntos fue tener los brazos abiertos al subir y bajar de la marea.
Y en nuestro corazón un niño paraba de llorar, y de pedir que lo besáramos, que amáramos la vida, y los espejos rotos en nuestras manos dejaron de partirse sin razón y el río negro que llevaba nuestras penas se secó en las rocas polvorosas del olvido.
Ahora el amor nos sorprende en las veredas como una sonrisa que sopla flores de verano.
Y una tormenta de luciérnagas nos llena el pecho al abrir las puertas de nuestra casa.
Porque la belleza se parece cada vez más al café con leche por las mañanas, y encontramos una verdad al cortar las naranjas, o al saludar al panadero de la esquina. Y los geranios por fin empiezan a florecer en las ventanas y en tus vestidos rojos.
Mientras los ciruelos envejecen y el río lleva las lágrimas que a veces derramamos en los brazos del viento.
Y pagamos las facturas del gas y alimentamos nuestro gato sin pensar mucho en el mañana.
Y aprendemos que la alegría nos espera al cruzar el jardín o al saborear una manzana, que es así de simple.
Y si alguna vez pensamos que el estar el uno frente al otro es algo imaginario, que al final estamos solos,
nos quedamos callados y dejamos soplar el viento.
Porque las gaviotas del presente vuelan a nuestro alrededor cuando nos abrazamos.
Y el aire es más claro entre tus manos.
Y los duraznos son más dulces.
El don de la luz
El viento de la noche
abraza el sueño
y olvida.
¿Quién dibuja una puerta en medio del vacío?
Nuestras manos anuncian
el nacimiento del barro:
La aurora.
En nuestro interior
el silencio guarda
en sí mismo
su propio nombre.