Poesía ecuatoriana: Juan Suárez Proaño

Presentamos una muestra de Juan Suárez Proaño. Poeta y editor. Estudió Comunicación y Literatura en la Pontificia Universidad Católica del Ecuador. Ha publicado los poemarios Lluvia sobre los columpios (2014), y Hacen falta pájaros (2016), título presentado bajo el sello de El Ángel Editor). Consta en la antología Seis poetas ecuatorianos (Editorial Caletita), publicada en México; y en la Antología de Poesía Española Contemporánea Y lo demás es Silencio Vol. II, publicada en Madrid, en el 2016. Sus poemas han aparecido en varias revistas literarias como Revista Hispanoamericana de Poesía, de Santiago de Chile; y la revista Hablemos Claro de Honduras; además de varias revistas digitales. En el año 2016, fue invitado al Encuentro Internacional de Poetas Poesía en Paralelo Cero. Actualmente es parte del equipo de organización de este Encuentro Internacional. Nos ha crecido hierba, su último poemario, fue finalista en el concurso nacional de poesía “Paralelo Cero 2018”.

 

 

 

 

Palabras

 

También la luz

tiene sus complejidades.

 

Por ejemplo

atravesar la incontable existencia

que se teje entre las formas

de nuestro cuerpo.

 

Es esta sombra que somos,

el dulce regalo

de su fracaso.

 

 

 

Anotaciones de un hombre frente a un río

Los años ablandan

el interior de las piedras

como se ablanda la oscuridad

en el relámpago.

 

Con la misma inclemencia

han reducido

como se reduce en la sangre la sal,

el caudal de este río.

 

Se parecen tanto

a la vida humana

esas rocas

que aprovechan su blandura

y el cansancio de las aguas

para escapar a las orillas.

 

A ningún hombre le bastaría

para su sed

la calma febril de este río,

ni sería suficiente para sus ojos

el agua que se seca en la arena

como se seca la sangre

en las rodillas magulladas

de los niños.

 

Son las algas

las que han crecido esta vez;

las huellas en el lodo, las que se han vuelto

perennes;

las moscas en manada, las que se han vuelto

oxígeno.

 

Estas aguas ya no mojan ni los tobillos,

y sin embargo a lo lejos

el río se arremolina

y parece quejarse

o celebrar su destino

 

Sigue intentando

este río

arrastrar con lo que resta de su fuerza

la voz carrasposa de la vida.

O lavarla

o mojarla lo suficiente, al menos.

 

Río huérfano,

río imposible,

río solamente

 

somos iguales:

arrastramos algo

aunque su caudal y su sonido

no alcancen a ahogar

el dolor.

 

 

 

Poema conjetural para un hijo

 

Hijo de nadie,

llegará el día

en que harás el amor con la soledad

aunque en este poema yo diga

que es imposible estar solo.

 

Entonces, ya habrás aprendido a mentir

y podrás hacer del silencio

una punzada menos dolorosa.

 

Deberás ser viento,

obligarás a los amigos a blindar sus ventanas;

serás espejo,

aprenderás sin dolor

la inclemencia de las arrugas.

 

Habrás saboreado en otra lengua

el veneno de la inmortalidad,

habrás aprendido a hornear con humildad

el trigo del recuerdo,

una paloma te ensuciará el hombro

que alguien tocará

para ofrecerte abrigo.

 

Entonces, sabrás mentir

y verás la sangre de la felicidad

brotar de tus venas mal alimentadas.

 

Será necesario que aprendas el olor a lumbre

y que puedas evocarlo

para sentir el aire de tu casa.

Y que cambies, sin preguntas, 

el color de las banderas,

por el de la ira.

Y que palpes en tus dedos la vergüenza,

y que sepas la suavidad del sexo en la punta de la boca,

y que reconozcas

sin placer ni sufrimiento

el maduro fruto que se agita en tus costillas.

 

Entonces,

sabrás la verdad.

 

Y verás rostros blancos de salud

y los amarás;

y verás otros cuya sombra

te hará recordar la forma de las ruinas

y sentirás que también los amas.

 

Verás a una mujer parir

en el frío de los azulejos,

y sentirás ternura por su sangre

perdida en una sábana

blanca como las sepulturas.

 

Y creerás en dios,

después de tocarlo

en la mano que recaiga sobre tu fiebre.

 

Solo entonces,

habrás aprendido a llorar,

y compartirás la sal 

como si con ella pudieras repartir justicia.

 

Hijo de todos.

Para cuando vivas,

ya habremos aprendido a mentir.

Podremos no decirte

lo que ocurre.

 

 

 

Las ollas

 

El sol de la infancia

fue el bronce reluciente de las ollas.

 

Colgaban por docenas de las paredes

inventaban la espera debajo de las mesas

daban dolores de cabeza al óxido

que crecía en los cajones.

 

Mares inmensos

se fraguaron en esas ollas.

Madre pudo haber cocido en ellas

el secreto de la inmortalidad

pero los arroces duros que parían sus vientres

eran finitos como los hombres

y su sabor era una espina

en la lengua del pasado.

 

La felicidad existió junto a las ollas:

era algo como arrejuntarse

ante el calor de su alimento

y estrujar el rostro contra las manos de la madre

de la misma forma en que el hambre se juntaba

al espinazo. 

Y escucharla rezar los nombres de los que faltaban,

y repetirlos en timidez

con la creencia de que alguien haría lo mismo

por nosotros.

 

En esas ollas hirvió el brebaje

con que desinfectamos las heridas,

y también el espesor saludable

que bebimos hasta hacernos carne,

hasta quedar rendidos de dicha,

hasta que la sangre se nos hizo en las venas

y aprendimos su sabor para identificarnos.

 

Y brotaban de su brillo

aguas milagrosas que lavaban las lágrimas

cuando padre se ausentaba por días inmensos,

cuando la tarde era más agujas que viento,

cuando la música no alcanzaba en el pecho,

cuando perdíamos ante los pájaros los capulíes,

cuando el frío nos arañaba lentamente las pantorrillas.

 

Así fue el sol de bronce:

humilde, como el sabor del agua.

 

 

 

Preguntas de primer orden

 

Cómo contarse las pestañas,

con qué ábaco medir

las unidades de viento

que nos quedan de reserva.

 

Cómo mirar a los hijos

para decirles que los pájaros se van

a vivir en cielos más azules,

cómo explicarles las razones

las mediocres razones

las envidiosas razones

que tuvimos para decirlo.

 

Cómo desenterrar

las palabras que alguien grabó

en el tallo de esa higuera,

cómo pesar los guijarros

que la dicha masticó

en lugar de frutos.

 

Cómo grabar en la luz

la resaca del amor,

cómo ser profeta

de lo inmóvil,

del tiempo que quiebra la piel

y la separa como una puerta

por la que han de marcharse

las despedidas.

 

Cómo dejar constancia

de la fugaz felicidad

del silencio.

 

 

 

Silencio

 

Aquí estamos.

Somos los hijos olvidados

que cruzaron el desierto de tu nombre

en cuarenta días,

y han regresado.

 

Nos obligaron a oler tu aire

en el aliento de los muertos,

a tocar tu piel en el espacio de su ausencia,

a conversar con su muda memoria.

 

Pero nuestra forma de sobrevivirte fue sencilla.

Cuando el corazón estaba más cerca del suelo

aprendimos a llorar,

y descubrimos más tarde que el frío

nos sacudiría los huesos

y llenaría las calles con sus campanadas.

Fuimos aliados de la mentira. 

También supimos que infringir dolor

podría ahorrarnos las lágrimas,

y reemplazamos el llanto

por el crujir temible

de un insecto bajo las botas,

–a veces fue un ave nacida en mala hora

o un hermano mártir.

Ninguno dejó de amarnos

entre sollozos–. 

 

Así nos convertimos

en los desterrados de tu sombra.

Creímos que la sangre nos crecería

ruidosa como un río.

 
Pero hoy venimos a decirte

que han sido las pausas del corazón,

sus intervalos de mudez,

los que han despertado la vida.

 

Su sonido se parece a la poesía.

 

Ahora tus hijos

tus herederos

hemos regresado.

Venimos a ofrecer humildes

nuestra voz.

También puedes leer