Presentamos un relato del investigador argentino Carlos García (Buenos Aires, 1953). Se trasladó a España en marzo de 1977 y vive en Hamburgo desde 1979. Es investigador independiente. Se dedica a estudiar el campo de la vanguardia histórica de España y varios países hispanoamericanos, en especial Argentina, Perú, México, Uruguay y Chile. Ha publicado unos 200 artículos y ensayos en revistas especializadas de España, Argentina, Uruguay, Brasil, México, Holanda, Dinamarca y Estados Unidos. Entre 1999 y 2018 publicó 25 libros sobre Jorge Luis Borges, Macedonio Fernández, Alberto Hidalgo, Alfonso Reyes, Vicente Huidobro, Ramón Gómez de la Serna, Federico García Lorca, Evar Méndez, Julio J. Casal, Guillermo de Torre, David Viñas y otros temas relacionados con la literatura de vanguardia.
Ronda funeraria
El chico se asomó al cajón aprovechando el descuido de los mayores, ya embrutecidos por la tristeza, el aire viciado y el alcohol. El muerto le ofreció impávido su expresión póstuma, un rostro simplificado y ceniciento, casi sin arrugas. Los ojos, apretados como labios rencorosos, contrastaban con la boca blanda y mustia.
Espiando a intervalos en derredor, el chico contempló extasiado su primer muerto, un pariente lejano a quien no conociera en vida: un signo doblemente extraño e indescifrable.
Así que esto es un muerto, se dijo el chico, mirando a ese adulto endomingado e incapaz de dar órdenes: un vestigio incomprensible.
La casa parece sofocada por un bostezo mayúsculo que la separara del resto del mundo. Un montón de gente oscura, de aspecto compungido. Penumbra y cuchicheos. Humo, el temblor de porcelanas, olor a merienda y a boliche. Idas y venidas, condolencias, simulacros.
Así que esto es un muerto, se repitió el chico, incrédulo, decepcionado.
Una máscara sin pasado, un pretexto para pesadumbres, reencuentros, chismes, borracheras más o menos discretas.
Se apartó del cajón, malhumorado, y recorrió con mirada aburrida los cuartos adyacentes. Algunos visitantes dormían ya, perniabiertos y pálidos, abotagados en trajes inusuales, seguramente alquilados. Los demás rumiaban trivialidades, la sentimental e inefectiva sabiduría de quien no está habituado ni a trasnochar ni a beber. Una minoría bulliciosa llenaba y rellenaba vasos minúsculos con descuidada fruición, mientras contaba, ya sin miramientos, chistes procaces.
Al cerrar con su mirada el círculo, el chico reparó en una mujer modosa que velaba, ensimismada, en una silla cerca del ataúd. Las manos cruzadas sobre el regazo, las piernas encogidas, cabeza ladeada y ojos inmóviles. Hechizado como por un nebuloso recuerdo, el chico se le acercó y la escudriñó con desparpajo. Reconoció sin satisfacción ni sorpresa una versión del muerto, apenas menos deslucida, apenas menos trascendente que él, quizás algo caricaturesca y angustiada. Un comentario casual le dio a entender desde una mesa vecina que se trataba de la viuda.
Esto es también el muerto, se dijo el chico, lo poco que queda de él.
La muerte parece ser una cosa entre mayores, una especie de cita a la que deben acudir, les guste o no. O quizá algo que se hacen unos a otros, mezcla de ofrenda y de castigo.
Querría saber más sobre la muerte, pero no me atrevo a preguntar. Se toman tan en serio cuando les toca jugar uno de esos papeles, cualquiera de ellos. No parecen dispuestos a dar explicaciones; esperan que uno intuya lo que les ocurre, como si nada precisara comentarios. Quizá prefieran llevarse el secreto a la tumba.
Esa mujer tiene el aspecto de haber vivido para un momento que se ha retrasado en llegar. Ahora vive de más, se sobrevive deplorando no haber sido la primera. Permanecerá en esa silla, o en cualquier otra, soportándose pacientemente, repasando, sin comprenderlas, imágenes que desecharía si pudiese elegir. Esperará sin saber qué: un accidente, una ráfaga, un desmayo interminable. Le tomo a mal su silencio, la mueca resignada, el empeño que pone en recluirse. Querría verla gritar, rebelarse, disentir. O desentenderse, renunciar al papel que las circunstancias le imponen. Los demás no son mejores. Se aturden por miedo o por vergüenza, se engalanan de dolor para no sentirlo. Querría verlos tropezar, desangrarse, balbucir.
Sólo ese chico me es simpático, que no ha tomado vino ni almidón. Su inocente curiosidad, la leve insolencia con que camina entre cadáveres terminados y pendientes, su involuntario cinismo, previo a toda experiencia, a cualquier decepción. Debería ser posible conservar esa actitud animal frente a la muerte, faltarle el respeto, matarla con indiferencia, con ingenuo desdén.
Ese chico me mira como si fuese un esperpento, un monstruo inconcebible, un insulto a su frescura. Quizá soy todo eso, pero si supiese lo que le espera tendría más compasión. Ya no hablo de respeto, que de nada me sirve ahora.
Quisiera llamarlo, sentarlo sobre mis rodillas, explicarle lo que ocurre, aunque yo misma no lo comprenda del todo. Tal vez así pudiera terminar por aceptarlo, sin sucumbir. Reiríamos a dúo, sobre el muerto, sobre mí, sobre esta farsa involuntaria, sobre el tipo aquel que lo mira mirarme. Pero tengo miedo de contagiarlo, de enseñarle algo que quizá prefiera no saber. Además: si compartiese mi desesperación con él, terminaría por perderla. Es un lujo que quizá no pueda darme a esta altura, a mi edad.
Esta señora parece más triste de lo que es. Los mayores son raros. No entiendo las reglas del juego. Quizá no las haya. Quizá juege cada uno un juego distinto. Me mira y finge no verme.
Y el tipo aquel está tenso, como si esperase o deseara que yo me ponga a hacer payasadas. Pero no le daré el gusto. A nadie; tampoco a ella, aunque no entiendo qué busca en mí.
¿Es ese su viudo, señora?, preguntó el chico finalmente, señalando el cajón con la cabeza. El malentendido provocó un desconcierto rumoroso entre los circunstantes. El hombre se sintió ratificado, se congratuló por su elección. La mujer no tuvo tiempo de reprimir la carcajada. Sí, dijo ruborizándose, pero sin arrepentirse. Y yo soy la difunta. Sintió un alivio en el vientre, un ímpetu juguetón. El chico la miró confundido. Ella le tendió la mano, que él no se decidió a estrechar. La piel fláccida, lamida, le inspiró una especie de asco, que no disimuló. Comprendo, dijo la vieja, recogiendo la mano. Yo tampoco la estrecharía si no fuese la mía.
El hombre se levantó y se dirigió hacia ellos. Los tres dejaron de mirarse de reojo, se concedieron sin palabras el interés que se habían dedicado.
Es, quizá, una confusión, un error, pero ustedes me gustan, dijo el hombre a modo de presentación.
La mujer y el chico sonrieron como si supieran por qué. El chico le tomó la mano, que ella había dejado caer en el regazo como si ya no le perteneciera. El hombre le tomó la otra. Uno de ellos sugirió salir a pasear, a tomar aire fresco. La propuesta podría haber sido de cualquiera de los otros dos. Tenían mucho para contarse. Que los muertos enterraran a los muertos.-