En ocasión del dossier de feminismo Donde están ellas, presentamos dos crónicas de Rocío Reynaga, originaria de Guadalajara, Jalisco, pero por cuestiones familiares ha radicado toda su vida en Culiacán, Sinaloa. Es licenciada en Lengua y Literatura Hispánicas por la Universidad Autónoma de Sinaloa, y maestra en Educación por la misma institución. Ha trabajado en medios impresos locales. En 2007 participó como voluntaria en París, Francia en el proyecto Solidarités Jeunesses, organizado por la UNESCO. En 2017, realizó una estancia de investigación en la Universidad del Tolima, Colombia; donde también participó en conversatorios con miembros las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) durante el proceso de Paz. En 2016 recibióel PECDAS para el desarrollo del proyecto de crónicas “Niños peregrinos: los otros desplazados por las balas”.
Esteban sí
Sólo la iglesia tiene techado firme y con suficientes asientos para recibir visitas y conversar sobre la ausencia de Dios. Un lugar santo de colores brillantes en medio de recintos perforados y destrozados, invadidos por el recuerdo del tránsito mortal que cala duro cada mañana; pero al anochecer también, cuando eran más intensas las ráfagas y las detonaciones, no siendo menos espantosos los gritos de aquellos que sabían que ya había llegado la hora de ser torturados o ultrajados por los paramilitares. Bien sabían que podían morir degollados o desmembrados por igual, tanto mujeres, hombres, ancianos, niños y adolescentes no se salvaban.
Esteban sí, ya lo conocen en Puerto Torres, una pequeña comunidad de Colombia perdida entre terrenos pedregosos y matorrales por todas partes, donde apenas viven 30 personas; debe ser popular entre los 8 niños que hay. Es mirón y preguntón, pero también sabe responder.
-¿Ustedes quiénes son? No, no he ido a la escuela desde hace un mes. Porque no hay clases. Sí, me gusta estar sin clases, son como las vacaciones. Entonces uno se acuerda que todavía no hay conciliación entre educadores y gobierno. Atrás de un árbol de flores rosas se cubre del Sol, ese pequeño habitante que parece una espiguita de trigo, que no sabe bien si marcharse a donde lo esperan en una casa que no es la suya, donde lo siguen con la mirada dos espiguitas de menor edad, o prefiere seguir respondiendo a un desconocido. Decide lo segundo.
La escuela del pueblo llevaba por nombre Monseñor Gerardo Valencia Cano, pero era mejor conocida como “La escuela de la muerte”, o bien, identificada como “La escuela de entrenamiento para matar”, a la que no asistió Esteban y sólo sabe de oídas.
-En esa escuela los mataban, y en el patio, donde está ese árbol de mango, los colgaban y torturaban: es el árbol de la muerte. Alza el brazo flaco y señala con el índice. Es lo que sabe el niño vestido de azul de pies a cabeza, que va ganado confianza para contar lo que a su vez cuentan sus mayores. Ahí está doña Laurencia y don Sandalio, ellos cargan más que los demás el dolor en las entrañas, son además los que acumulan más historias de terror al despertar.
-A las 4 de la mañana se fue a ordeñar las vacas con otro compañero. Se llegaron las 5, las 6 y no aparecía. Entonces me fui a buscarlo junto con otros. Yo empecé a preguntar por ellos a los que me iba encontrando en el camino, “oye fulano, esos verracos que no llegan”, y me contestaban, “¡no se ponga así de bravo, porque entonces lo van a enterrar a usted también!” Ese día pasó así, y lo hemos buscado como una aguja en un barrial, pero no lo hemos encontrado, no sabemos dónde lo tienen. Hasta hoy nadie sabe dónde está.
Sentado en la banca naranja de los feligreses, la piel de la frente se le arruga, alza un brazo, alza el otro, mueve la cabeza, se quita y se pone los huaraches. No muestra nunca los ojos, no, lo delatarían si se quita los lentes oscuros y entonces la fortaleza desaparecería, porque a don Sandalio no le tiembla la voz cuando habla de su hijo desaparecido hace ya casi 15 años. Su hijo no era de los 36 cuerpos localizados el mismo año de su desaparición, enterrados a lo largo y ancho del suelo que aún pisan, todos con signos de tortura o desmembrados; otros tantos decapitados y un caso de castración; 33 hombres y 3 mujeres.
-Yo soy el más grande de todos, todos están pequeños y yo tengo 10 años. No, yo no vivo aquí, vine a jugar, vivo en esa casa. Otra vez levanta el brazo y señala una casa frente a él, que queda a unos 20 metros, atravesando los resquicios de la escuela de la muerte. Se inquieta, se quiere reír, pero mejor sonríe, y dice que se la pasa jugando los días sin clases: entre la tierra, con los patos y las gallinas, no menciona a los perros, pero son los animales que más sobresalen a la vista de todos ahí en su pueblo; tampoco dice de los otros niños, pero está impaciente por ir con ellos.
Hay algo en su oreja, es la derecha, más bien falta, es chiquita, es como si estuviera doblada. Ante tantos atropellos, los parientes de Esteban deben sentirse afortunados por él; junto con ellos, sus vecinos fueron testigos de las escenas de muerte en el árbol de mango del que habla, quienes también deben sentirse afortunados de estar otra vez en su tierra, de haber regresado a sus casas ya sin armas sobre el comedor o encima de las camas. La gente dice que ya no están más lo asesinos, pero sus memorias dicen lo contrario.
-Regresamos un 20 de julio a las 12 del día, el alcalde nos colaboró con el transporte. Mi persona, una hija, una sobrina y un viejito que ya murió. Doña Laurencia dice luego el año de su regreso con los otros tres: 2002 o tal vez 2003, no se acuerda. Pero si se acuerda que al irse de su pueblo consiguió apoyo para la renta de una casita en una zona no muy alejada, además para la alimentación; sin embargo, el apoyo solo duró tres meses, entonces volvió la desesperanza y el anhelo de regresar.
-Regresamos pero ahí seguían, era una manada de ratones, todo nos quitaron, lo único que encontramos era una chorrera de puras armas por todos lados. Teníamos miedo, preferimos no salir de nuestras casitas, nomás cuando se iban a hacer sus…, no me acuerdo cómo se le dice a esas actividades que hacían, pero salíamos por comida cuando no se daban cuenta. Llegamos con miedo, nomás nosotros, luego poco a poco llegaron otros, a ver sus casitas, a preguntar qué había pasado. ¿Qué si por sí qué regresar? ¿Y qué íbamos a hacer en otra parte?, no teníamos nada, nadie nos conocía. Todo lo dejamos aquí, no había nada qué hacer, estábamos solos. Aquí nacimos, aquí crecimos, bien o mal teníamos nuestro propio techo. Sí, hubo unos más avispados que consiguieron apoyo, trabajo, casa, a unos les dieron unas casotas allá en la capital; pero a nosotros no, nosotros nos quedamos dormidos. Y una vez más, frente al altar, delante de todos los santos de la iglesia, y de uno que otro ateo, doña Laurencia le arrebata la voz a su vecino.
Por la ventana de la casa que no es de Esteban se asoma un niño con síndrome de Down, no sale a jugar, dice Esteban que no lo dejan salir mucho:
-No es mi amigo pero lo conozco, yo juego con los más grandes. Él, yo creo que tiene nomás como cinco. Sí, sí me gusta vivir aquí. No, no, ya no matan a la gente como antes. Mi familia se fue pero regresó. Me platican que las cosas siempre eran muy feas, que los niños que estudiaban se tuvieron que salir con todo y profesor porque querían la escuela no para estudiar, sino para matar. ¿A qué vienen ustedes?
Al llegar por la mañana se aprecian las tumbas de color rojo, azul, amarillo y verde con su respectiva cruz, las que a manera de bienvenida abren camino al pueblo donde los habitantes no tienen servicios de salud y a duras penas hay luz y agua, eso sí, un abarrote bien surtido. Pero ahí quieren vivir y no se sabe a bien si es la nostalgia o la solidaridad con los 30 de los 50 que antes estaban; o más bien es que tan solo tienen un pedazo de tierra en ese terruño, donde barrer antes del amanecer es el ritual de los mayores, tal como ordeñar vacas e ir a ver qué pusieron las gallinas; o como Esteban, que sigue a la espera de regresar a la escuela, mientras el gobierno considera las peticiones del sindicato de maestros, los que han salido a las calles a protestar por sus derechos, llegando al paro nacional.
“No me vayan a matar, ni a mi papito”
Rodrigo es un niño dulce y con una sonrisa tierna, aunque la familia dice que es harto corajudo, la abuela dice que es por el papá, puede ser que sí, pero él lo niega; se ríe, se enrosca y se acurruca con su mamá, Martha.
-¿Voy a salir en una revista como ésta? Una revista que se encuentra sobre una barda de su casa; quién sabe de quién es pero qué le importa, la toma, la hojea y ve las caras de fulanos a blanco y negro; también ve un tren y casas de teja, árboles, muchos niños y otra vez más fulanos, parece interesarle, no la suelta hasta la última página: un ataúd y de fondo un palacio llamado Bellas Artes, igual, a blanco y negro.
-¿O voy a salir en el periódico? No quiero fotos. Avienta la revista, sale corriendo; después regresa otra vez a los brazos de su mamá, que lo apachurra y le suelta besos bien tronados.
-¿Por qué te vas corriendo, Rodrigo? ¿Y si mejor me dices qué estudias? ¿Qué te gustaría ser de grande?
-Va ser matón, como yo, para eso voy a la escuela. Le gana la palabra Fidel, un vecino por ahí de la misma edad que se asoma entre los arbustos del jardín donde se congrega la familia de Rodrigo a comer, donde hay un horno de piedra y un comal grandote para las tortillas; también está un comedor, donde se ofrece alimento a propios y extraños. Ese día se sirvió cazuela y coca cola para beber.
A los ahí presentes les causa gracia la respuesta de Fidel, hasta a Rodrigo; sin embargo, aclara que no, que él no quiere ser matón. Sí, hay más de un arma de juguete en el suelo, pero ya no quiere saber de armas, todavía siente una con balas de verdad apuntándole, con la que “los malos” lo amenazaron hace apenas unas horas. Es la tercera vez que junto a su familia abandona su comunidad, El Verano: la primera vez obligados por las balas de los marinos, luego por las de “los malos”, y anoche también fueron las de “los malos”.
-¿Y quiénes son “los malos”?
-Son los malos, los malandrines, son los sicarios, pues.
***
La tarde del martes 6 de octubre de 2015, Rodrigo, su abuela y una vecina salieron a buscar melones dulces, pues la temporada ya anunciaba una buena cosecha, y es que era costumbre del chiquillo que al terminar las clases se fuera a jugar con Adrián e Isaí, la tarea la dejaba al final; sin embargo, ese día era otro su negocio, entonces sus inseparables se quedaron esperándolo. Una espera que duró dos días.
-Eran en la tarde cuando el boludo aterrizó en una secundaria y de repente empezó a disparar; mi abuela, una señora que se llama Carmela y yo nos quedamos espichaditos en un barbasco para cuidarnos de las balas. Ya ni me acuerdo cuánto duró eso, solo me acuerdo que se miraba todo rojo por tantas balas; estábamos así, cerquitas por donde pasaban todos los boludos. Mi abuela estaba llore y llore por mi apá y por otro hijo de ella, yo pues por mi amá, pensé que la iban a matar, no dormí nada, qué iba dormir, nomás lloraba.
Y mientras la mamá…
-Es que en 2015 los marinos provocaron todo eso, que porque andaban capturando a El Chapo, que según andaba por aquella región, en El Limón. El Verano está como en un hoyo y El Limón en la parte de arriba, entonces todo eso había empezado en la mañana y pues andaban las avionetas y los helicópteros dando vueltas, pero pues uno normal. Pero ya en la tarde como a las 6 se empezaron a venir los helicópteros acá con nosotros, a dar vueltas, a disparar desde arriba, sin parar caían las balas desde el techo de mi casa. Ese día nomás estábamos la niña y yo, y como pude corrí con ella en brazos para resguardarme, gritando y llorando pedía que dejaran de tirar, estaba desesperada, y todavía con la angustia de no saber nada del Rodrigo. Eso fue un martes, y pudimos irnos hasta un sábado, cuando fueron los de Derechos Humanos y la señora que ahora es presidenta de aquí de Cosalá, ellos nos ayudaron.
***
En unos días Rodrigo cumplirá 12 años. No soplará las velitas del pastel en su casa, sino en la de su abuela, en Cosalá, la que de lejos grita: “¡el día de los abuelos, dile que ese día es tu cumpleaños!” Rodrigo cree que solo lo acompañará su amigo Adrián, pues la familia de Isaí es de Durango y allá se fueron a buscar refugio, probablemente no lo vuelva a ver, es lo que dice; de la niña flaquita que le gusta mejor ni menciona. Fidel sí lo felicitará, él le dio la bienvenida ayudándole a bajar y acomodar las pertenencias que lograron traerse de El Verano, poco a poco iban bajando los sacos atiborrados de ropa, tan pesados que apenas entre los dos y otro niño acomedido podían. Algunas de sus cosas se mojaron durante el trayecto de terracería, que dura entre 3 y 4 horas, entonces las dejaron al Sol, justo en el jardín que da al frente de la casa, en donde pega más la resolana.
-Tengo dos mascotas, es una perrita chiquita y un perro grande, pero nomás me traje la perrita, allá quedó el otro, no cabía. La perrita se llama Treicy, está embarazada. Sí, es la primera vez que va tener cachorritos. Sí la quiero. Mi mamá un día le salvó la vida, ¿quiere qué le diga cómo?, si le digo le va dar mucha risa. Yo quiero ser veterinario.
-Es que a él le gustan mucho los animales. La otra vez cuando lo de los marinos se trajo dos pollitos de esos japoneses y un perro pinto, pero aquí se murió, lo atropellaron. Hay un tío de él que tiene mucho ganado y junto con otros se encargan de darles comida y vacunarlos, y pues él se pega, ahí anda con ellos, navegando entre los animales.
-¡Hola!
-¡Hola!
-Ella se llama Cristel, va cumplir los cuatro en noviembre, es la hermana más chica del Rodrigo. El otro día vino Cecilia Reinoso, del programa de Denise Maerker, subió para El Verano, y yo dije: “a mí se me hace que ahí va Denise con los soldados”, entonces la Cristel dijo: “ah, ellos ya no me matan, son mis amigos”, y así, cada que los ve les dice: “Veda’ que ya no me van a matar, son mis amigos”; y ayer a los señores ésos, a los malandros les decía: “No me vayan a matar, ni a mi papito”.
-Ahorita me siento asustada, frustrada. De hecho dejamos casi todo, sacamos nomás la ropa y lo que alcanzamos a traer. Ya estaban hechas las maletas, pues teníamos poquito de haber regresado, ocho días, nos salimos amedrentados, esa vez por la gente malandrina. Esa vez no presenciamos nada, solo escuchamos, empezó lo bueno: los disparos.
-¿Tú cómo te sientes, Rodrigo?
-Pos bien.
-¿Cómo te portas con tu mamá, le ayudas?
-¡Sí, mucho!
Me ayuda más que mi hija mayor, la Michel, que a ella ya no le tocó esto porque cuando terminó la primaria se vino para acá, pues allá no hay secundaria, desde que pasó lo de los marinos ya no quisieron ir los maestros, nomás hay preescolar y primaria. De hecho si hubiéramos estado allá, el Rodrigo se hubiera venido a seguir estudiando, él ya terminó la primaria.
***
Cuando le hablan a Rodrigo para que se acerque a platicar no hace mucho caso, se esconde entre las plantas, va de un lado para otro, disimulando indiferencia; sigue bajando de una cuatrimoto las bolsas repletas de ropa mojada. Advierte una y otra vez que no quiere salir en el periódico, que no quiere que le tomen fotos. Luego de un rato al fin accede y es presentado como el hombre de la casa; media hora y ya se siente en confianza, bromea con todos, los chistes le salen bien.
Al terminar la tertulia donde él era el centro de atención, se sintió con bastante autoridad para ofrecer un aventón en la cuatrimoto a la persona invitada de esa tarde, pero, no sin antes relatar lo que vivió la noche anterior:
-Llegaron los malos y nos dijeron que no nos moviéramos, nos apuntaron con las armas, ¿y qué más, ma’?
-Pos bueno, ya que escuchamos unos disparos en otra casa nos dijeron los compañeros de los otros, de los malos, que nos repegáramos al carro; luego mi papá nos dijo que nos metiéramos a un cuartillo de vaciado, y ahí nos metimos a esperar que pasara la balacera. Fueron como unos cinco minutos.
-¡¿Cinco minutos?! ¡No Rodrigo, fue como una hora!
-¡Pos no me acuerdo ya!
-¿Y qué sentiste, Rodrigo?
-Miedo, mucho miedo.
El Verano, Tamazula, Durango, es una comunidad que albergaba poco más de una docena de hogares, con menos de 100 habitantes. Luego de hechos violentos de parte de la marina y de amenazas de grupos delictivos, la población comenzó abandonar la comunidad, quedando únicamente dos familias, la de Rodrigo y una más, donde el padre de familia fue asesinado. Luego del hecho ocurrido en julio de 2017, la comunidad de El Verano quedó en abandono.