Poesía panhispánica No. 17: Santos López

En nuestro tiempo postutópico, el tiempo de la poesía panhispánica, continuamos la revisión de la pluralidad de pasados desde la que escribimos y leemos poesía. Presentamos al poeta venezolano Santos López (Mesa de Guanipa, Anzoátegui, Venezuela, 1955) está en el camino de la poesía como expresión de la tradición ancestral, saber que sobrepasa lo individual. Poeta, periodista e iniciado en la espiritualidad del África Occidental. Director-fundador de la Casa de la Poesía Pérez Bonalde (fundada en 1990, organizó la Semana Internacional de la Poesía de Caracas con 12 ediciones). Ha publicado los poemarios Otras costumbres (1980), Alguna luz, alguna ausencia (1981), Mas doliendo ya (1984), Entre regiones (1984), Soy el animal que creo (1987), El libro de la tribu (1992), Los buscadores de agua (1999), El cielo entre cenizas (2004), entre otros. Premio Municipal de Poesía en 1987 y en 2001. Poemas suyos han sido traducidos al inglés, alemán, francés, chino, coreano e italiano. Ha participado como poeta invitado en festivales y encuentros en Portugal, Francia, Colombia, Cuba, México, Chile, Bélgica, Benín y Austria.

 

 

 

 

Decimos oro.

Y el apetito de lo extraño limpia su camino de saña;

y de lo propio, la roca de los muertos rueda hacia su volcán.

El hombre destinado al péndulo continúa su vaivén de trueque.

 

A un lado prueba el amor y en el otro, la repugnancia y sus lenguas.

Al pensar su permanencia, abre suspenso.

No sigue ningún cauce ni leyenda.

Los anhelos no pasan cuando oímos quietud.

 

Decimos verdad.

Y de qué manera gozosa el caos agrada a nuestros sentidos

y los disuelve en su hora.

El cielo en la balanza es apenas un huésped del día.

La luz hace luz en las palabras.

Y la noche tiene un préstamo pálido de la imaginación;

y es prenda de la blasfemia bajo un sol celoso.

Decimos adorno.

Y venimos al mundo en dos tiempos inseparables:

Un milenio de mentiras recalentado en su sed

Y otro de fantasía, donde las aguas se beben estancadas.

 

 

 

Profecía de la locura

 

Fui expulsado al sueño temprano de un desierto

A rondar sin voz un solo lado de la fuerza

No era hambre ni cansancio la súbita mano del escombro

¿Qué tierra pueden andar unos pies si nada tienen ?

 

No es atavío de los dioses yo vagar en primera muerte

¿Acaso huyo sin forma temiendo el eco del arado ?

Extraviado me adentro en una piel que creció mientras soñaba

La tierra ya no es baldía como hoy tanto es ausente

 

El pájaro con el estruendo lo alejaron de nosotros.

 

 

 

Ladrón de huesos

 

He desenterrado tu hueso pélvico

Para hacer un amuleto,

Usarlo y llegar adentro,

Donde mi alma es falsa, verdadera,

Arde en deseos,

Y no necesita patria ni Dios;

Porque ella muere en mí y todo desaparece.

 

(Soy ladrón.

No coleccionista de huesos.

 

¿Qué le hacen a los ladrones?

 

Nada. Nadie nos culpa,

Somos mayoría sin rostro en este país)

 

He colgado tu hueso pélvico como un espejo

En la cabecera de mi cama.

Y me acuesto a observarme:

Pasar a gatas por su través:

 

¡Mira cuántos lugares aparecen,

Cuántas formas, cuántos vacíos

Cuántas hermanas del tiempo existen!

Ninguna está primero,

Tampoco de última,

Son mías, no son mías.

 

He pulido tu hueso

Como si fuese de otro mundo,

Es un adorable oro con fragancia.

Aquí yace tu semilla, indefinible;

Está, no está.

 

“Aprende a morir”, Ellos dijeron.

 

Y si alguien pregunta por tu miedo,

Si lo contemplas en todo su misterio,

Experimentarás ese terror

Propio del asombro

Hacia la desaparición y la nada.

 

 

 

Aroma de piedra

 

Meto cuidadosamente la mano dentro de una piedra

para remover su aroma

y dejar un puñado de oro.

 

Piedra asoleada que es y no es

 

¿Y ahora qué?

 

¿Heredarás otro amor, un poco de esplendor

redondo?

¿acaso el peso oscuro

de mi límite?

 

La vida afuera es un doble luto, sin morada.

 

Corazón piedra de oro,

Voy hacia ti sin ver.

 

Todo brillo adentro es la cicatriz de un cielo.

 

 

 

Hacha de ciego

 

Eres libre de permanecer en un árbol derribado.

 

“Eres libre allí, donde no te aman”, Ellos dijeron.

 

¿Cómo decir “no te quiero” sin tanto dolor?

 

Tus raíces están a merced del tiempo,

Con un relámpago que alumbra tu agonía

Y tu sangre en la tierra.

 

Sí. Eres libre de amar

En un árbol sin pájaros,

Desolado

De toda arrancadura.

 

Ahora

Di una oración por esta carne,

Su madera miserable,

Caída, con cigarras y astillas.

 

Porque el amor escrito en el viento

Lo talla Dios con su hacha de ciego.

 

 

 

Seda y cenizas

 

El amor se oculta

Bajo este pequeño trapo de seda

 

Y por un instante

Nadie lo ve.

 

(Nadie puede decir lo que ama)

 

Lo que cubre tu cuerpo

 

-tus pechos, tus muslos,

tu lumbre en el ombligo,

tu serpiente de oro

que traga un blanco conejo-

 

Es apenas una hoja: mi pensamiento.

 

Acostado en el relámpago,

 

Te amo.

 

Así dejas que el viento sople

Y riegue afuera toda mi ceniza.

 

 

 

Hechizo de sangre y perfume

 

Sangre y perfume

Tienen la misma dulzura.

 

Ya somos dos, ya somos doces.

 

Uno y ninguno, corteza de yagrumo.

 

(Si hubiésemos encontrado

Un alfabeto extraño

Que repitiese en otra lengua

Frases, ritmos y verbos

Del deseo y el amor,

Yo no habría expulsado

A Dios de nuestro lecho.)

 

Así como la sangre y el perfume

Se aman, se juntan,

Así, nuestras almas

Se curen amarradas con curare.

 

Que así sea.

 

 

 

El Reino de La Barata

 

La separación es nuestro primer encuentro con La Barata.

Y ahora esta lejana casa sobre los cerros,

 

Afuera,

 

Tantas veces,

Nadie sabe dónde,

Vista con anteojos oscuros.

 

Cada objeto en este cementerio guarda su separación.

Los horizontes se distancian de las mesas;

Las camas se aquietan lejos del fuego;

La herrumbre de las puertas fosforece fuera de la sal;

Y la carne está más allá de la sangre…

El mundo afuera es una tormenta diáfana,

Nos da demasiada sed y confusión.

 

Si te separas -dijo La Barata-, tendrás más comida,

Más telas y pertenencias.

Tendrás más grandeza,

Tendrás sirvientes y favores, un gran sueño.

Tendrás una jarra elogiosa con agua de la noche.

También dijo, si te separas,

Tendrás el fruto duro y sombrío de las cosas:

Afuera tendrás siempre la mesa servida.

 

 

 

Con la boca cosida

 

a Carlos Zerpa

 

Tengo la boca cosida con brillantes anzuelos

En la última celda de la huída del sol.

Tres veces el alimento que no recibiste

Alzado contra la suerte del hambre y sus tijeras.

Sin voz en esta urna de palabras

Y sin tocar fondo en las sílabas del barrote.

Qué decir como nosotros en el más allá del mundo,

Sin nuestras familias,

Con el alma enrolada al patio de la Gran Casa;

Sabrá Dios el luto cuando dicen:

“Ese hombre es peligroso”.

 

Se muerde duro este Saturno

Tragándose a sí mismo en su restante.

 

Tengo un abrigo de queloides y cicatrices.

Totalmente muda mi mandíbula, sin soplo ni palabra.

 

He cosido mi boca, mi lengua y mi aliento

Al humo penitente de esta noche

Que mi abismo desciende, desciende

Y más desciende.

 

 

 

Una visita a mi madre muerta

 

I

 

Las ramas de la acacia, tras estos ventanales,

Decía mi madre, eran la seda del verano, la vigilia.

 

Reunidas a su sombra, las cabezas terciaban los consejos,

Alegres, sin escamas,

Bañándose en lo oscuro.

 

El árbol creció en la loma

Cuando yo era niño;

Ninguno pudo ver su vecindad con la casa,

La ventana, los ojos y el corazón de mi madre.

 

El agua que corre tranquila

Entre los huecos de las piedras

Lo regala todo, hasta su riqueza.

 

Las hojas, los agujeros de las palabras,

Palabras solas sin labios, cayeron en el agua.

 

Cuando Ellos regresaron

Y vieron a mi madre contemplando aquella acacia,

Aceptaron que el amor yacía sin cuerpo en una tumba.

 

 

II

 

Perseguí el agua que en la tierra corría:

 

Un borde sin vientos

Que esparce nuestra mirada y servidumbre.

 

Interminable su acabar. Más nocturna.

 

Continué más allá de su cáscara

Y encontré la tierra roja de los muertos.

En su círculo comí, bebí, descansé.

Al despertar vi con asombro la cabeza de mi madre:

Era un hilito de agua en la piedra.

 

 

 

La comprehensión de Khayyám

 

Somos una piedra, algo común y corriente,

Lavada tantas veces por la lluvia,

En algún charco, fuente o acueducto,

Lisa siempre en el fondo del río,

O desenterrada por una madre que escogimos

Y que luego no supimos amar cuando era vieja.

 

Somos esa piedra, eterna, llena de polvo,

Bañada como una flor de sangre en el vientre,

Una comprehensión ciega, dormida,

Que enterramos de nuevo.  

 

 

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