Presentamos el cuento “No mujeres, no niños” de la escritora Glafira Rocha (Culiacán, 1974). Narradora, dramaturga, guionista, ensayista y psicoterapeuta. Estudió la Licenciatura en Letras Hispánicas en la Universidad Autónoma de Sinaloa, la Maestría en Psicoterapia Humanista (IUCR, Puebla), especialidad en Diálogo Existencial (Círculo de Estudios en Terapia Existencial) y la Maestría en Filosofía en la Universidad Nacional Autónoma de México. Es autora de los libros Tales cuentos, Relato a mí, Más allá del sol, Minerva quiere volar y La caja de Schrödinger. Tiene un videoblog llamado Escribe tu vida con Glafira Rocha, en YouTube.
* Nota: Escribí este cuento hace 13 años, pertenece a mi segundo libro Relato a mí y a la antología de cuentos En medio de la nada. Hace un par de días lo leí en el programa de radio “Poiesis Fem”, fue casi una casualidad, porque fue donde abrí el libro. Sin embargo, al leerlo, experimenté que mi voz del pasado, de alguna manera era ya la del futuro, por eso quise compartirlo en este momento. Cada vez estoy más clara con la idea de que la linealidad del tiempo es una falacia. Soy la del pasado porque de alguna manera ya intuyo a la del futuro. Soy la Glafira del presente porque ya soy parte intrínseca de un susurro de lo que será.
No mujeres, no niños
Decía en el letrero. No había nada extraño, algunos hombres bebiendo el vino de la derrota y otros tomando la victoria en sus manos. La pregunta era: ¿qué hacen los hombres cuando están reunidos? Ésta la había intrigado durante mucho tiempo, desde niña. Los hombres del pueblo reunidos para ir de pesca, para ir a una cantina, para jugar dominó y quién sabe qué otras cosas. Los cascos vacíos de la cerveza caían hasta estrellarse en el piso lleno de escupitajos, pero una mosca la detuvo a continuar con su discurrir. Una mosca que tenía una trayectoria desde el baño hasta la botana. Una mosca que seguramente se había posado en la mierda y que ahora ellos, los hombres, se comían sin sentir que literalmente echaban caca en su boca. Qué gusto le dio. Guardó la sonrisa para más tarde, se recluyó de nuevo en su pensamiento. ¿Qué la había llevado hasta ese lugar? Nadie la había descubierto, nadie se daba cuenta que el busto había sido vendado, que los bóxer eran tan incómodos y que las botas con casquillo sacan ampollas. Ya no podía dar un paso más. Tal vez una cerveza le caería bien. No sabía cómo pedirla, qué decir, saldría su voz femenina y la delataría. Tan sencillo, sólo hizo una señal y un hombrecillo le llevó la botella, no le preguntó nada, sólo la vio y le guiñó el ojo. ¿Qué tenían sus ojos? ¿Acaso una mirada delataba su feminidad? Los ojos eran amarillos cuando les daba el sol y un poco violáceos al caer la tarde a las orillas de la laguna. La laguna se secó, escamas, espinas, aletas, ojos, sus ojos que siempre hablaban por ella. Le hubiera gustado decirles que no podían dejar secar la laguna, pero llegó una calle de concreto y los peces continuaron debajo aún nadando. De vez en cuando alguno empujaba con fuerza y salía del pavimento, pero los hombres lo pescaban. Después del desorden de su memoria, pidió la segunda cerveza, luego la botana, no recordó a la mosca y devoró todo: pez frito, muy frito, escurriendo grasa que caía por el plato, por la mesa, por sus piernas. El aceite de hígado de bacalao sirve para engordar, mantiene a los niños fuertes y sanos. Abre la boca niña, no sabe tan malo, abre la boca. Botellas de aceite de hígado de bacalao van, vienen y la convierten en una gorda ballena. Tenían razón, sirve para convertirte en pez. Ella quería ir de pesca como todos los del pueblo, pero era mujer, no sabría cómo platicar, cómo rascarse los huevos y escupir tan lejos, además orinar sería muy incómodo, parada, qué difícil es orinar de pie. Mejor te quedas, esperas y cocinas los peces. A la tercera botella, escupió, fue casi un metro de distancia. Le hubiera gustado que estuviera el vecino para que la viera, para que notara que ella también podía hacerlo, que también podía jugar a las canicas y qué importaba llenarse de tierra. La tierra es labrada por los hombres, las manos se ensucian y las axilas sudan. Hay que lavar en la laguna, las mujeres siempre lavan, pero ya no hay agua. Se paró un poco tambaleante, nunca antes había probado el alcohol, quiso decir algo pero cayó de bruces, ellos, se rieron: pobre muchacho panzón, las lonjas le sirvieron para amortiguar. Se rompió los dientes. No importa, a todos les falta uno. Después se incorporó; todo daba vueltas. Deseó salir de ese lugar, escabullirse sin ser notada, pero ya no podía alejarse, tenía que cumplir lo que se había prometido, saber lo qué era ser un hombre, entender qué era un hombre, tal vez, por qué no, encontrar un hombre. Dos de ellos la levantaron y la llevaron a su mesa, le dieron de beber, le limpiaron la sangre. Sí, la sangre. Cada mes es una lata. ¿Por qué dura tantos días? Con uno sería suficiente o ningún día, pero es inevitable cada mes, cada mes, qué fastidio, ellos no tienen que lidiar con eso. Un día la sangre del mes ya no salió más y no era porque estaba embarazada o porque tenía una enfermedad, sólo deseó que ya no ocurriera y pasó, así de sencillo. Los hombres conversaron con ella, ella reía. Los hombres chocaron sus botellas de cerveza caliente y ella reía. Los hombres le estrecharon la mano, le tocaron su cabeza afeitada y ella reía, nunca antes había reído. No te rías pareces tonta. Una sonrisa más disimulada. Las carcajadas son para ellos. ¿Qué dirán si continúas riendo? Ella pidió otra cerveza, después otra, era feliz. La ropa ya no importaba, ni las vendas en el busto, se las quitó, el busto desapareció. Un pezón pequeño y peludo había quedado en su lugar. Vaca, eres una vaca, tus tetas son tan grandes que pueden alimentar a todo el ganado y sobraría para los niños lombricientos, son tan gordas y tan grandes que van a reventar. Ella bailó, un cosquilleo subió desde el dedo gordo hasta la entrepierna, en realidad no era un cosquilleo, era comezón, una comezón insoportable pero, ¿cómo rascarse delante de todos? Qué más da, qué más da. Se rascó, ¿qué era? Sí, eso era, estaban grandes, tan suaves, tan diferentes a los de una gallina, una campana tambaleante difícil de cargar. Para un lado para el otro, no salía sonido, sólo comezón. A ella le dieron ganas de orinar, sacó su miembro, lo tocó, pudo hacerlo de pie, un enorme chorro y ella podía verlo.
Él salió de la cantina y observó un letrero que decía No mujeres, no niños.