Leemos un cuento de Ignacio Trejo Fuentes (Pachuca, 1955). Escribe cuento, novela, crónica y ensayo los privilegios de transitar la noche. Ha publicado Loquitas pintadas, Crónicas romanas, Amiga a la que amo, Tu párvula boca y Hace un mes que no baila el Muñeco, entre otros títulos.
ROSA DE DOBLE AROMA
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Para Arturo Trejo Villafuerte quien se dice
lesbiano. Le encantan las mujeres.
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Simpatizamos desde la primera vez que se cruzaron nuestras miradas. Fue al entrar al salón donde tomaríamos la primera clase de literatura y periodismo, en ciencias políticas de la UNAM. La simpatía creció con cada encuentro (eran inevitables: cursábamos juntas otras materias, nos veíamos en la cafetería, en la explanada…), y nos saludábamos con la vista, o con un apenas perceptible inclinación de cabeza; y se fortaleció cuando hablamos por vez primera y supimos que nos llamábamos igual: Rosalba.
-La tocayez como la sangre, llama- coincidimos entre risas.
Y desde entonces nos hicimos inseparables, íbamos a la biblioteca, al cine club, e incluso nos citábamos fuera de CU para tomar café, para vagar por la ciudad. Una vez, en la Zona Rosa, estuvimos frente a una sex shop, y ella dijo, con la mayor naturalidad.
-¿Entramos?
Acepté, aunque nunca había visitado un sitio de esos ni supuse que alguna vez lo haría.
Recorrimos palmo a palmo los nutridos estantes, y nos entretuvimos en los que contienen los penes artificiales; nunca sospeché tal variedad: los había del tamaño que creía normal (aunque sólo había conocido el de quien fuera mi primer y único amante) y otros en realidades descomunales, de dimensiones inverosímiles.
-¿Tú crees que una cosa de esas pueda entrar en el sexo de una mujer normal? -pregunté.
Rosalba se encogió de hombro para decir así “quién sabe”, y me llevo de la mano al anaquel donde se muestran las películas de lesbianas. Ella parecía extasiada, y por mi parte empecé a sentir una excitación extraña acaso provocada por el contacto de nuestras manos: sabría después que en esos lugares se esparce un aromatizante afrodisiaco para inducir a la clientela a comprar cualquiera de las cosas que se exhiben.
Sin soltarnos las manos rehicimos el camino hasta el estacionamiento donde estaba el auto de Rosalba y, silentes, fuimos hasta mi casa, donde me dejó con la promesa (inútil: era un hecho) de que nos veríamos al día siguiente en la universidad.
Esa noche tardé en dormirme, pensando en los penes de fantasía que había visto. Me inquietó en especial uno que tenía dos cabezas y era largo y un tanto curvo por el medio. ¿Será para meterse una por delante y otra por detrás? Tuve sueños húmedos: me veía penetrada por aquella vega gigantesca, y de ahí, inopinadamente, haciendo el amor con otra mujer, como había visto en las carátulas de los videos. Al despertar, todavía excitada, supe que esa mujer era Rosalba.
En la universidad hicimos lo de costumbre: entrar a clases, ir a la cafetería, charlar. Al terminar el día escolar fuimos al cine club para ver El tambor de hojalata, y sin preámbulos, como si se tratase de un acuerdo, nos tomamos de la mano, y al rato ella recargo su cabeza en mi hombro y la extraña sensación del día anterior volvió a recorrerme como en cono de hormigas, me hizo recordar el sueño en el que hacía el amor con una mujer, con Rosalba. Ignoro de qué diablos se trató la película.
Durante la comida –ella siempre invitaba, tenía mucho dinero que sus padres le enviaban de Tijuana- me atreví a preguntar:
-Oye, tocaya, ¿el pene doble es para metérselo por ambos lados?
-No seas pendeja- dijo en un tono que no le había escuchado. –Es para coger entre mujeres.
-¿Y tú cómo lo sabes?- interrogué ingenua.
-¿No lo adivinas?- contestó interrogando y pidió la cuenta.
Me llevó a casa –yo vivía en la Roma, ella en Narvarte- y no hablamos en todo el trayecto.
Esa noche volví a soñarme haciendo el amor con Rosalba utilizando el falo de dos puntas.
Al otro día nos tratamos como siempre riéndonos de todo, hablando de mil cosas. Al salir de clases propuso:
-¿Quieres ir a mi casa? Comeremos allá.
El suyo era un apartamento decorado de manera exquisita, como imagino los de la gente rica y de buen gusto.
Preparó una pasta deliciosa que hizo acompañar de una botella de vino. Luego de los postres dijo:
-Ven, quiero que veas algo.
Y puso en la video una película donde varias parejas hacían el amor y, después, cogían entre todos formando un nudo deslumbrante. Por supuesto estuvimos tomadas de las manos, aunque luego empezó a acariciarme los senos sobre la blusa y a toquetear mis piernas.
-Ven- dijo, y me condujo a su recámara.
Y así, sin palabras, empezó a besarme en la boca, detrás de los oídos, en los senos, y cuando mi desbordada excitación lo permitió me vi totalmente desnuda y a ella lamiendo mi sexo, ávida, gozosa. La sentí (tenía yo los ojos cerrados) besarme otra vez en la boca mientras me masturbaba. Tuve un orgasmo más grandioso que el de mis sueños y los pocos que alcancé cuando cogía con mi novio.
Permanecimos tendidas en la cama, abrazadas, y creo que dormitamos un poco. Me llevo a casa, otra vez en silencio, y nos despedimos con un largo, emocionante beso.
Nuestro encuentro en la universidad pareció transcurrir normal, aunque nuestros ojos se miraban de otra manera, diría que agradecida, cómplice.
(Debo hacer unas precisiones. Aunque teníamos casi la misma edad, éramos del todo diferentes. Ella era trigueña, ojiverde, delgada; yo, muy morena y de una complexión a la que suelen calificar de buenota. Ella vivía sola y yo con mi familia: mis padres y dos hermanas.)
Nuestros encuentros sexuales se hicieron frecuentes. Para poder pasar la noche juntas recurría a la vieja estratagema: aducía que teníamos que hacer urgentes tareas en su casa, y además no había dificultad porque ya había presentado a Rosalba con mi familia y, entre coito y coito, telefoneaba a casa o mi papá llamaba para ver cómo estábamos.
En esas maratónicas sesiones fui aprendiendo (ella me fue enseñando) las delicias del sexo entre mujeres. Descubrí, por ejemplo, que podía tener apoteósicos orgasmos frotándonos los sexos o tan sólo besándonos, acariciándonos. Yo gozaba como desenfrenada cuando nos lamíamos al mismo tiempo. Y lo fundamental: el olor prodigioso de su vagina, el sabor indescriptiblemente seductor de sus líquidos. Qué diferencia con los aromas y sabores de quien había sido mi novio: me repugnaban, y juro que la vez que él se vino en mi boca vomité larga, estrepitosamente. Lo odié, y eso determinó nuestra separación, no acepté volver a verlo pese a su insistencia hasta que claudicó. Y me mantuve alejada de los hombres con la certeza de que todos serían igual de repugnantes.
En cambio, los jugos que Rosalba dejaba en mi boca me parecían paradisiacos, manjar de diosas, y le exigía que una y otra vez se viniera, conmigo en su entrepierna. Luego de algunos meses de nuestra relación, en los cuales me supe rabiosamente enamorada, le propuse:
-¿Y si compramos una verga de doble cabeza para coger y saber qué se siente?
-Estás pendeja –dijo-, para eso mejor que te la meta un hombre.
Sentí su irritación, su enojo; pero eso fue nada comparado con la furia que la arrebato cuando le pregunté cómo y con quién había dejado de ser virgen:
-¡Qué chingados te importa!
O cuando, atenazada por celos retrospectivos, pedí que me contara cuántas amantes había tenido, cuándo empezó, y si no me compartía con otra.
-Mira, muchachita pendeja me tienes hasta la madre con tus estupideces. O te dejas de pendejadas o ahí muere.
Desde ese día se tendió sobre nosotras un silencio cada vez más sofocante, y Rosalba argumentaba mil razones para no verme, para aplazar las citas. Hasta que de repente dejó de ir a la universidad y se negó a contestar mis llamadas. Entendí a mii pesar que el sueño había terminado el mundo se me volvió gris, pesado, acechante, hasta que mi encuentro con Edith me fue reconciliando con la vida.
Después de Edith ha seguido una fila maravillosa de mujeres, todas jóvenes, a quienes conozco en los salones donde enseño periodismo. No tenía idea de la asombrosa cantidad de lesbianas que existe: ¿será por lo chato e inútil de los hombres? Qué importa: el caso es que ahora soy yo quien lleva las riendas en las relaciones, quién se enfada con quién quiera coger con una verga doble o comienza a preguntar desde cuándo empecé, con quién, si ahora la comparto con otra. Soy quien dice hasta aquí a esas pobres chicas a las que de seguro el mundo se les vuelve gris, pesado, acechante.
A mis treinta y un años han pasado por mi cama –ahora vivo sola- cantidades escandalosas de mujeres; pero ninguna como Rosalba, mi tocaya, la prístina, la sabia, la maestra. Para ella cuento todo esto con absoluta gratitud.