Leemos poesía de Costa Rica. Leemos a Ignacio Aru (1999). Ha sido ganador del premio internacional de cuento de Fundación Mapfre (España 2014), y en poesía ha ganado el Tercer lugar del premio Nacional de Poesía Letra Joven (Costa Rica, 2017). Publica su primer libro Lupercalia (México, 2020) y su segundo Catorce días bajo la nieve (Costa Rica, 2021). Estudiante de Derecho de la Universidad Hispanoamericana. Incluido en la Antología “Nueva Poesía Costarricense” (Costa Rica, 2020). Participa en diversos Festivales Internacionales de Poesía, así como lecturas para diferentes colectivos de Perú, Bolivia y Argentina. Aparece en revistas como Altazor (Chile) La Raíz Invertida (Colombia) Liberoamérica (España) New York Poetry Review (USA).
En la contraportada de Catorce días bajo la nieve se lee: “¿Por qué leer a Ignacio Aru? Porque él sabe hablarte cuando “pesa más el alma que el hambre”. Porque “en el último rastro de lo humano” arraiga “campamentos de un idioma desplazado”. Sus poemas de largo aliento son territorios bordados con la simbología familiar y religiosa. Épica sobreviviente de la antropología y ritual de una voz que sobrevivió al sujeto lírico, la poesía de Aru es profusa en imágenes como la Biblia. Parece que Rimbaud se comunica con él a través de una zarza ardiente. Tiene el don de Ted Hughes para camuflar su dolor entre los animales y su voz está trenzada con el canto de un Virgilio apellidado Zurita. Aru es la hoja conmovida por el invierno ruso y el rotundo sol costarricense. Arúspice era aquel sacerdote que en la antigua Roma podía leer el futuro en las vísceras de los animales. Una poética aruspicina surge desde los órganos contraídos por el resentimiento. La magia de Aru consiste en reorganizar las entrañas del tejido personal e histórico. Estos días son sangre para marcar con el pulso los lugares encantados bajo la nieve. Si el lector pone su oído sobre estas páginas, escuchará el corazón babilónico de Aru”.
Catorce días bajo la nieve
La oruga no recuerda la luz de su nacimiento;
el capullo,
ni sentirá la oscuridad de su muerte;
la mariposa,
pero todo parecerá unificarse cuando renazca.
Sentado sobre la muralla,
recuerdo las palabras de los monjes,
que fueron guardadas
en pequeñas vasijas de oro
y lanzadas al aire.
Tengo la visión de un tigre que vaga
bajo las piedras del desierto,
muere de sed en su mano kilométrica,
lo atraviesa hasta llegar a los arroyos
de las montañas nevadas
y llama a mi puerta.
Trae una corona de cerezos
que dejan caer sus frutas abiertas
en el rostro.
Una serpiente, que parece dormida
en el talle de su mandíbula,
dice que debe morir
y derramar su sangre sobre los dos.
A lo lejos,
las campanas en las torres
agitan sus lenguas metálicas,
resuenan los gongs
para hacer elevar el incienso
de los géiseres de cerámica
y un sopor envuelve mis sentidos.
Los ojos blancos ven más allá de las laderas,
ven el vacío del universo
colapsar en los órganos apagados.
Debajo de la lengua se oculta un nombre
y saco una espina de mi boca.
Fuera del Templo, las migas de nieve
parecen dibujar el perfil de un hombre
sentado en un claro de los árboles
que se abre como ramos en su cabeza.
Lleva las barbas de los viajeros celestiales,
una túnica tejida con un solo hilo
y los pies descalzos.
— Debes haber perdido tu camino — le indico.
Él solo levanta la mano
donde muestra su corazón que no late.
— Las huellas de mi camino cruzan este Templo — responde con la boca cerrada.
Los ángeles naranjas sellan la puerta,
no dejan que el forastero entre,
dicen que trae las marcas de luz de un sol extinto,
la arena en sus labios cubre la tierra
donde el mundo se hizo una grieta
y nacieron los hombres malditos.
La antorcha de un águila ilumina su tribu,
que reza a los escombros de una ciudad sitiada
por los sudacas y asesinos.
Hay cruces grabadas en piedras enormes
y niños tallados en fauces de cocodrilos
y niños tallados en lanzas
y niños tallados de cabeza.
Es de noche, pero sigue ahí sentado,
una estrella se posiciona sobre el cuerpo
como una nave,
una constelación se forma en las uniones de sus huesos
y un collar de cometas vuela a su alrededor.
Los caballos de raíces eléctricas
bajan a beber al hipocampo
y sus ojos se tornan azules.
Me ve y puedo ver el vientre rocoso,
al buey y la mula arrodillarse,
un pájaro que vuela de sus manos
y se consume en el aire.
Una espada sale de su boca
dibujando un círculo de fuego
que no puede cruzar nadie,
hay dentro solamente una gota de agua y un arbusto que flotan;
es el límite del paraíso mismo.
Amanece y el fuego sigue intacto,
los ángeles de cabezas rapadas preguntan su nombre,
pero él solo señala los elementos que lo rodean.
Preguntan su origen y hunde sus manos en la tierra,
preguntan su destino y hunde sus manos en el cielo,
el cielo que desciende y se abre.
— Entre nosotros también hubo uno que rezó al templo de las rocas vacías para entrar, habitó una gruta donde observó a la garza imitar los movimientos de la serpiente, hasta devorarse entre ellas. Sostuvo una roca en la cornisa del mundo con un solo cabello y ascendió al cielo en un rayo que regresaba. Dinos quién eres y déjanos ver tu rostro.
— Yo he pisado la huella de Caín sobre el cuerpo del león, soy entonces el hombre después del hombre. Cruzaré la piedra del Templo, solamente podrán ver mi espalda, pero no mi rostro.
Un círculo de agua se dibuja frente a él,
un sepulcro líquido en el que hunde su cabeza
y desciende a las profundidades del infierno.
Regresa con un ojo de Vassago colgando del cuello
y una llama inagotable en la punta de los dedos.
Todos ahora pueden ver el fuego del fin,
la chispa del primer pensamiento del simio
y sus pecados redimidos.
Los ángeles rapados sellan de nuevo la puerta
y muestran al hombre una ciudad en el horizonte
donde los muros tienen inscritos los nombres de sus muertos.
Es un muro de nombres, todos han muerto de hambre,
el hambre en el sol y los planetas,
en las palmas abiertas de los monos
que dejan caer sus frutas venenosas
a las bocas de los hambrientos.
Son costuras y puñaladas hechas por dentro,
estómagos anudados a sus gargantas.
Piden que los alimente y le arrojan una piedra.
— Si los hombres dejan todo atrás para escucharme, esa piedra que grita serán miles de panes. Pero deberá empezar por ustedes.
Todos han decidido regresar a sus cuartos
y dejarlo morir de hambre,
pero las fieras salvajes recuestan sus lomos junto a él
y los seres divinos le sirven.
— Tu corazón y estómago no son de hombre — le replico — ni tu muerte lo será.
En un segundo,
hace cubrir los ojos de todo lo que brilla.
La puerta de hierro comienza a abrirse
como los cuerpos de los monjes,
que giran sus báculos
hasta hacer caer dos rayos en dos nubes
y comienza a llover sobre el hombre un gran océano.
Él, silencioso, bate las aguas
y de la espuma surge de nuevo la tierra bajo sus pies;
una montaña que susurra en sus picos los designios del viento.
Su rostro se multiplica en las laderas
de la piedra preciosa
creando los ríos y las plantas
y bajo su regazo habitan los hombres y los monos,
quedados a juntarse.
Crestones de oro fueron adornados con collares
y órbitas de montañas plateadas
donde en su centro estaba la gota de sed del hombre
como un gran último lago.
Son cuatros islas
de la pequeña Tierra sin gravedad
en las puntas de sus dedos.
Todo se cubrió nuevamente de luz
y se apagó el resplandor de los ángeles naranjas.
Sintieron hambre
y comieron un fruto de los árboles
y sintieron más hambre y uno comió dos
y dejó a otro sin nada y tuvo que robar
y el último aprendió a sembrar miles de frutos.
Catorce días bajo la nieve pasaron
hasta que no lo vieron más,
solo una ráfaga y un lobo lucitante
cruzaron al interior de una cueva,
más allá del Templo para regresar
a las huellas de la arena.