Ceremoniales de duelo: Acerca de Turgueniev y Chéjov

Leemos un ensayo de Miguel Ángel Ortiz (Durango, México, 1984) sobre dos titanes de la literatura rusa: Turgueniev y Chéjov. Ortiz es autor de Huevo de avestruz (e-book/2017), así como coautor de El vicio de vivir. Ensayos sobre la literatura de José Revueltas (2014). Ha publicado, El cuaderno de las resignaciones (Premio Elías Nandino 2005), Milagros para una tarde de lluvia (Premio Carmen Alardín 2007) y Funerales que jamás las brujas (Premio Amado Nervo 2008).

 

 

 

Ceremoniales de duelo: Acerca de Turgueniev y Chéjov

 

Como en un mapa, una dilatada biografía de Goethe, escrita por Rafael Cansinos Assens[1], me condujo luego a la lectura de Turgueniev. De este modo, entre las Memorias de un cazador y Padres e hijos, me encontré con los últimos textos del novelista ruso y, entre tales, con la sorpresa de una similitud curiosa entre el cuento, conocido como La Tristeza[2], de Antón Chéjov, y el breve Mascha[3], incluido a modo de poema en prosa en esos textos finales.

En 1882, cuando se publicó Mascha, el editor no calificó aquello como un cuento: unos cuantos párrafos que dicen que un hombre se sube a un coche y el conductor le confía que ha muerto su mujer, para luego referir que el pasajero llega a su destino y no relatar, entonces sí, nada más.

Luego, años después, en 1886, Chéjov publicó La tristeza, la historia de un cochero llamado Yona, quien un día infortunado busca contar inútilmente a sus pasajeros que ha muerto su hijo, sin encontrar respuesta, después de lo cual, ya de noche, termina contando el dolor a su caballo.

Transcribo cuatro partes —unas breves flores— del texto de Turgueniev, en la versión de Cansinos Assens:

 

Cuando vivía yo en Peterburg, hace ya muchos años, siempre que me ocurría tomar un coche me enredaba de conversación con el cochero…Pues bien: una vez tomé uno de esos coches…la rubicunda, enfermiza cara del cochero parecía triste y adusta. Púseme a hablar con él. Y su voz traslucía pesar.

*

-¿Qué te pasa, hermano? –preguntéle-. ¿Por qué no estás alegre? ¿Tienes alguna pena?

El muchacho tardó en contestarme.

-¡La tengo, sí, señor, la tengo! -murmuró finalmente-. Y tan grande, que no puede serlo más. Se me murió la mujer.

*

¡Nos llevábamos tan bien! No estaba allí cuando murió…Cuando recibí aquí la noticia ya la habían enterrado… Inmediatamente me fui a la aldea, a casa.

*

Al apearme del trineo, dile una buena propina… Él me hizo una reverencia rendida, llevándose ambas manos al gorro…, y yo seguí a pie sobre el blando tapiz de la desierta calle, toda empapada en la bruma gris de la helada de enero.

 

Turgueniev fecha el relato en abril de 1878, lo cual indica que fue redactado en París, considerando que ese año solamente visitó Rusia durante el mes de agosto, de acuerdo con los datos críticos de la edición de Senilia, preparada por Richard Pipes y Jonathan Daly[4]. En marzo del año siguiente, sin embargo, el autor volvió otros días a Moscú, esta vez a causa de la muerte de su hermano, fallecido en la lejanía de Iván, tal como Mascha, la mujer de su cuento.

Ignoro si el relato de Tuergueniev representó o no una influencia directa sobre Chéjov para la escritura de su cuento; lo que sí me queda claro es que adentro del mundo de ideas de éste último, existía la certeza de que no todo lo dicho en un relato se encuentra en la superficie textual y que las capas que pueden separar un cuento de un poema son membranas permeables.

Destaca Natalia Ginzburg en su bella biografía de Chéjov que, en los cuentos más serios, la emoción y el dolor nacen de una atmósfera “inclemente y fría, que cortaba la respiración, como el aire cuando nieva. Y si el lector derramaba alguna lágrima, el escritor tenía siempre los ojos secos […] de 1886 es el relato titulado Tristeza, la historia del cochero que perdió a su hijo pequeño. Le gustaría confiarle su desgracia a los pasajeros mientras los lleva en el carruaje, pero ninguno de ellos se muestra dispuesto a prestarle atención y no le queda más que desahogarse con el caballo”[5], mientras, en efecto, las acciones de los personajes, la atmósfera, -el helado blancor del mes de enero-, sostienen por sí mismas un mundo de abandono.

Chéjov escribió La tristeza a sus 26 años; Turgueniev había fallecido tres años antes y Dostoievski había abandonado su existencia terrenal en 1881. Le correspondió al autor de La gaviota apoyarse con mayor plenitud “en las corrientes subterráneas de la sugerencia para comunicar un contenido concreto”, como lo observa Nabokov, y así mantener “todas sus palabras a la misma luz moderada y con el mismo tinte exacto de gris”[6]; natural, me parece, en un autor que advirtió el desplome de las ilusiones, la insensibilidad que asoma en los seres humanos y la repartición del despotismo como un manjar que comen por igual poderosos y desvalidos, jóvenes y ancianos.

A diferencia del relato de Chéjov, es el pasajero de Mascha quien busca la conversación del conductor, preguntándole de dónde proviene aquella tristeza; en el caso del pobre Yona, éste se encuentra solamente con los reclamos de un militar y luego de tres jóvenes:

 

—Y yo, señores, acabo de perder a mi hijo. Murió la semana pasada […] — ¡Todos nos hemos de morir! —contesta el chepudo—. ¿Pero quieres ir más aprisa? ¡Esto es insoportable! Prefiero ir a pie.

 

Me parece que Chéjov observa en su relato menos esperanza que su predecesor. El viejo Turgueniev aún intentó reflejar algo de compasión en las aguas de una naturaleza humana que le había tocado, en cierto modo, atestiguar y añorar. Él, que había nacido en 1818, que había atravesado buen trecho de siglo lejos de su patria, y que concibió su relato a sus sesenta años.

Ese hombre a quien describió Maupassant como un gigante de cabeza plateada y largos cabellos, que no obstante “tenía gestos de niño, tímidos y reprimidos…con una voz muy dulce, un poco blanda, como si la lengua se moviese difícilmente”[7], y quien quizá, en efecto, había preguntado alguna vez a un hombre qué es lo que le pasa, por qué se le mira tan triste.

Conceptualmente, los dos relatos aquí comparados, son dos textos acerca del duelo, una reacción frente a la pérdida de una persona amada o de una abstracción que haga sus veces[8], de acuerdo con la concepción de Freud; ese proceso distinguido por “una desazón profundamente dolida, una cancelación del interés por el mundo exterior, la pérdida de la capacidad de amar, la inhibición de toda productividad y una rebaja en el sentimiento de sí”,  que a diferencia de la melancolía —un duelo crónico—, representa un proceso que concluye algún día, no obstante el tiempo y el dolor que implicó.

Durante el duelo “para cada uno de los recuerdos y de las situaciones de expectativa que muestran a la libido anudada con el objeto perdido, la realidad pronuncia su veredicto: El objeto ya no existe más; y el yo, preguntado, por así decir, si quiere compartir ese destino, se deja llevar por la suma de satisfacciones narcisistas que le da el estar con vida y desata su ligazón con el objeto aniquilado”, dejando en su camino, sin embargo, un consumo doloroso de energía.

Yo entiendo que cada palabra repetida por los conductores de las carretas son movimientos de ese fluir de dolientes “ante” y “en” el mundo, recientísimo en el caso de Yona, un poco más avanzado en el viudo de Mascha.

Creo, también, que encontrar las similitudes entre dos relatos puede suponer, igualmente, un mecanismo para afrontar otro dolor; observar las hojas y entretejer algunos hilos que ayuden a entender la propia lectura. Mascha, Yona, un cochero, un oyente, un autor, otro autor, otro.

Escribo durante el verano de 2021. Hace meses, durante el invierno, falleció el padre de mi madre, mi abuelo, y he creído ver el dolor en mi familia y en mí mismo, la oscura mariposa del duelo posarse en el rostro de todos.

Hace años quería concretar mis notas sobre el parecido entre dos cuentos. No lo hice sino ahora.

Un hombre ha dejado al pasajero en su lugar, ha dicho lo que ha podido, y va a contar el resto de la historia a un caballo transparente.

 

 

Notas

[1] Rafael Cansinos Assens. Goethe. Una biografía. Valdemar. 1ª edición. Madrid, 1999.

[2] Antón Chéjov. La tristeza, en Los campesinos: novelas cortas, Madrid, Calpe, 1920, pp.106-114., en traducción del ruso por Nicolás Tasin. Versión digital: Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes, 1999. http://www.cervantesvirtual.com/nd/ark:/59851/bmcgh9f

[3] Iván S. Turgueniev. Obras Escogidas, versión directa del ruso, prólogo y notas de Rafael Cansinos Asséns. Aguilar, Madrid, 1957, pp.1316-1317.

[4] Turgenev, Ivan, Senilia, or Poems in Prose, translated by Richard Pipes, with an introduction by Jonathan Daly (self pub., 2012; 2019). CHRONOLOGY. Digital Access to Scholarship at Harvard (DASH) Cambridge, Mass.

[5] Natalia Ginzburg. Antón Chéjov. Vida a través de las letras. Acantilado, 2013, tercera reimpresión. pp. 15-17.

[6] Vladimir Nabokov. Curso de literatura rusa. Ediciones B. 1997, 1ª reimpresión. pp. 447

[7] Juan Eduardo Zúñiga. Las inciertas pasiones de Iván Turguéniev, Alfaguara: Madrid, 1996.

[8] Sigmund Freud. Duelo y Melancolía, en obras Completas, Buenos Aires, Amorrortu Editores, 1990, tomo XIV. Contribución a la historia del movimiento psicoanalítico. Trabajos sobre metapsicología y otras obras (1914-1916). 

 

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