José Emilio Pacheco: Amado Nervo y Ramón López Velarde, diálogo de los muertos

El 1 de diciembre de 1980, en Proceso, José Emilio Pacheco publicó, en Inventario, “Amado Nervo y Ramón López Velarde: diálogo de los muertos”. En un ejercicio de crítica ficción, Pacheco piensa la poesía en general y la poesía de aquel momento, justo cuando había aparecido la antología Asamblea de jóvenes poetas de México de Gabriel Zaid, un libro que abre una época para la poesía del país. El texto está incluido en el primer tomo de Inventario. Antología. 1973-2983 publicado por Era.

 

 

 

 

 

Amado Nervo y Ramón López Velarde: diálogo de los muertos

 

Aún no amanece. La calle de Madero está desierta. Ramón López Velarde sale de la Torre Latinoamericana, que ocupa el sitio del edificio en donde tuvo su despacho de abogado, y se encuentra con Amado Nervo. Ambos visten de negro y llevan en la mano ‘Asamblea de jóvenes poetas de México’, presentación de Gabriel Zaid, Siglo XXI.

 

 

LÓPEZ VELARDE: Buenos días, maestro (ante el desconcierto de Nervo). ¿No se acuerda de mí? Nos conocimos cuando usted regresó de España. Le regalé un libro que se llama ‘La sangre devota’.
NERVO: Por supuesto que me acuerdo, Ramón ¿Cómo estás?
LÓPEZ VELARDE: Como usted: muerto. Llevamos sesenta años sin vernos.
NERVO: Sí, pero no he dejado de leerte. ¿Por qué no me hablas de tú?
LÓPEZ VELARDE: No puedo. Me sé de memoria sus versos. Usted es nuestro as de ases, el poeta máximo nuestro.
NERVO: Gracias. Eres muy amable. Pero todo cambió hace mucho tiempo. Nuestro “as de ases” eres tú. Cuando vivías nadie te tomaba en cuenta. Eras un abogado que escribía poemas extravagantes, mientras a la muerte de Darío me declaraban “el mayor poeta de América». Sic transit. Hoy ya no existo. Y ¿sabes quiénes me dieron la puntilla? Los mismos que acabaron de consagrarte: Xavier Villaurrutia, Octavio Paz y José Luis Martínez.
LÓPEZ VELARDE, que sigue siendo timidísimo, enrojece, se acomoda el cuello almidonado, observa la Casa de los Azulejos, cambia de tema: No hay una sola de las veinticuatro horas en que Madero no conozca mi pisada. Fue una calle, luego una ‘rue’ y ahora es una ‘street’. Cada día la piscina de azulejos de nuestros patios se enturbia más con la filtración yanqui. Es la hora solapada en que se nace, se muere y se ama. México parece una necrópolis. Yo, sin ser la capital, me siento otra necrópolis.

 

Siguen caminando. A su lado pasan los personajes del ‘Sueño de una tarde en la Alameda’. Cambian saludos. Frente al palacio de Iturbide, Nervo rompe la incomodidad del silencio.

NERVO: Veo que leemos el mismo libro. Me desconcierta, como es natural, pero sobre todo me llena de entusiasmo este increíble triunfo de la poesía cuando hasta hace pocos años se la daba por muerta.
LÓPEZ VELARDE: Lamento discrepar de usted, maestro. Para mí ‘Asamblea…’ es precisamente un acta de defunción. La poesía se ha vuelto a la vez fácil e imposible. Si ya todo es poesía, ya nada es poesía.
NERVO: Depende de lo que entiendas por poesía. Qué curioso: eres dieciocho años más joven que yo, viviste dos más, creciste sobre las ruinas de mi trabajo, y sin embargo tus gustos y actitudes quedaron congelados en el modernismo. Yo evolucioné.
LÓPEZ VELARDE: Sí, con perdón de usted, evolucionó hasta encallar en unos versitos ramplones sin arte de ninguna especie.
NERVO: Quise escribir para todos…
LÓPEZ VELARDE: Y terminó por no escribir para nadie, por hacer prosa rimada, periodismo versificado, filosofía barata. Admirándolo como lo admiro, por sus libros de antes, me declaro reacio a sus versos catequísticos, maestro.
NERVO: Tu elitismo es intolerable en 1980, Ramón.
LÓPEZ VELARDE: Lo siento mucho. Es lo que pienso. Y discúlpeme otra vez pero su actitud me parece demagógica y congraciante. Usted sabe que ya se le fue el tren y trata de poner su reloj a la hora.
NERVO: No: Si me lees bien verás que soy de una coherencia absoluta. Practico lo que predico.
LÓPEZ VELARDE: Allá usted. Respeto su posición pero de ningún modo la comparto. Como don Antonio de Campmany y Torres en el siglo XVIII, creo que en poesía lo que no es excelente es despreciable.
NERVO: ¿Cuántos poemas de verdad excelentes escribe incluso un gran poeta como tú a lo largo de toda su vida?
LÓPEZ VELARDE: Muy pocos, poquísimos, no más de cinco o seis en el mejor de los casos. Será cada vez más difícil escribirlos porque si ya no existen niveles, si ya todo da lo mismo, ¿cómo los reconoceremos?
NERVO: La poesía siempre se reconoce. ¿No has encontrado buenos poemas en ‘Asamblea’?
LÓPEZ VELARDE: Sí, desde luego, muchos poemas me han gustado.
NERVO: ¿No te parece entonces que todos debemos estar agradecidos con Gabriel Zaid por haberse tomado el trabajo infinito de presentarnos un panorama, un primer mapa de esa tierra incógnita y, sobre todo, por dar oportunidad a tantos jóvenes que la merecen?
LÓPEZ VELARDE: Lo que ha hecho Zaid es formidable y de una generosidad a toda prueba. La generosidad no es ciertamente un rasgo distintivo de los poetas, que suelen ser solipsistas y no interesarse sino en su propia obra. El problema es otro, mi querido maestro: si yo fuera uno de esos jóvenes y de esas muchachas me gustaría ser considerado un poeta, no un caso sociológico ni un dato estadístico. Sé que no quedaba otro remedio pero sólo desde fuera existe una cosa llamada “novísima poesía mexicana”. En su interior hay personas como usted y como yo para quienes obtener reconocimiento individual será tan difícil como encontrar sitio en las escuelas públicas o consulta en el Seguro Social o asiento en el Metro…
NERVO: El Metro. Me gusta la comparación. La poesía se ha bajado del automóvil individualista, exhibicionista, competitivo, agresor, contaminador, ensordecedor. A partir de ahora todos viajaremos en Metro. El aire volverá a ser respirable.
LÓPEZ VELARDE: Y en la estación Pino Suárez a las seis de la tarde ¿quién va a escuchar una voz individual? Me da vértigo.
NERVO: ¿Por qué? Me parece algo enteramente nuevo y una oportunidad maravillosa: una poesía de todos y para todos en que desaparecen los nombres y sólo cuentan los poemas. Lo que importa es el texto: saber quién lo escribió es algo enteramente secundario.
LÓPEZ VELARDE: Fácil decirlo cuando usted tiene su nichito perfectamente reconocible como el de Amado Nervo.
NERVO: Por fortuna ya no soy nadie Es decir, soy todos Me gustaría ser uno de los muchachos de esta ‘Asamblea’ y tener ante mí un porvenir que no siento como amenaza sino como inmensa posibilidad y aventura. Una página en blanco en que se escribirá una historia diferente.
LÓPEZ VELARDE: ¡Dentro de veinte años!
NERVO: ¿Qué importa? Lo que interesa es el ahora, y en ese ahora vemos lo nunca visto: el triunfo arrasador de la poesía. Es un signo de vida y una de las señales más alentadoras de que las cosas están cambiando en el país.
LÓPEZ VELARDE no contesta. Atraviesan la calle y caminan por la explanada del Zócalo. Las tinieblas han empezado a disolverse.

NERVO: Voy a regalarles ejemplares a María Enriqueta y a Laura Méndez. En nuestros tiempos ellas eran las únicas. En 1980 el dieciocho por ciento de los poetas incluidos en la ‘Asamblea’ son mujeres. Este hecho en sí mismo ¿no te parece entusiasmante?
LÓPEZ VELARDE: Pues sí, pero ¿escriben bien?
NERVO: Muchos de los mejores poemas de la ‘Asamblea’ los hicieron ellas. Ramón, te suplico que releas el libro, pienses en lo que te he dicho y volvamos a discutir. Creo que aún no te recuperas del asombro.

Se detiene un [automóvil] LTD con antenita y sin placas. Bajan tres empistolados que encañonan a los espectros.

EMPISTOLADO I: Quedan detenidos ¿Qué hacen aquí a estas horas y con esos disfraces?
NERVO: ¡Suéltenme! ¡Soy el ministro plenipotenciario de México en las Repúblicas del Plata!
LÓPEZ VELARDE: ¡Soy el secretario particular del ministro de Gobernación!
EMPISTOLADO II: ¡Sí, cómo no!, pues yo soy Ronald Reagan.

Intentan subirlos a empellones al auto, pero los espectros se elevan en el aire y, ante el azoro de los empistolados, se posan en la torre de Catedral. Desde allí observan las excavaciones del Templo Mayor. Sale el sol entre los dos volcanes. Nervo y López Velarde se desvanecen en el incendio sinfónico de la hoguera celeste.

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