Poesía de Honduras: Julio Torres

En la muestra de poesía hondureña que prepara Murvin Andino, leemos al poeta Julio Torres (La Lima, 1982). Es estudiante de la carrera de Enseñanza del Español en la UPNFM, centro regional de San Pedro Sula. Ha publicado el libro de poesía Nociones para habitar un país difícil (2008).

 

 

 

 

Si te dijera que soy yo,
el prófugo,

el que atrapa metáforas en el sueño de los tigres
y se aferra a la vida, a tu cintura que me alivia
como esos brebajes que reponen al guerrero.
El camino se abre y no es distancia;
es el encuentro, el abrazo de la tierra
la poderosa mordida en la nube
el cuarzo que guarda el adiós de una niña,
el recuerdo de una golondrina
venida a tierra para bendición de las hormigas.
Si te dijera que soy aquel
que le arrebataba frutos al vacío
escalaba árboles para sentirse pájaro
y abandonó los juguetes de la infancia
y se fue en busca de ardiente soledad,
si te dijera que soy yo,
el que sabe que guardas
un libro obsceno bajo la almohada
y no dije esto es carne para el fuego.

 

 

 

 

Dejo la máscara,
esta piel, la mirada cotidiana, los gestos

de lo que soy un día cualquiera,
repaso mis posesiones:
el mañana como esperanzadora prórroga
el tiempo es una araña blanca
que teje esperas y trenes a destiempo,
todo parece derrumbarse
pero hay quienes amaron
bajo los truenos de la guerra
y supieron que el amor da su escudo.
Quemo la máscara
sin imposturas el rostro permanece,
busco huesos de agua en el espinazo del verano,
ahuyento las aves de rapiña que asedian mi cabeza.
Repaso mis posesiones
una libélula sostiene todo el porvenir.

 

 

 

 

Un guiño en rojo coagula el fluir,
podría ser una hemorragia o una eyaculación,

pero esta vez digamos el tráfico,
es como si el deterioro hiciera una pausa
buscara un jirón de sombra
donde guarecerse del sol-hoguera
y en esa brevedad, en esa tregua
dejo de ser el animal de sacrificio;
puedo ser diabólicamente invencible.
Segundos después
la ciudad alarga su figura de cuerpos y motores

 

 

 

 

Hay días en que aborrezco
la sordidez de las alcantarillas,

pero quién soy yo
para sojuzgar la casa de las ratas.
Regreso al vecindario de la niñez
y ya nada es igual;
todo parece un paraguas abandonado,
uno se va y siempre vuelve;
desanda laberintos
va al infame bullicio de los cafés
encuentra ventanas clausuradas
sitios que vuelven a la memoria
entre besos furtivos y llovizna.
Nunca se deja de amar una ciudad;
es como un vientre o una constelación.

 

 

 

 

Confieso
que escribí puntiagudas homilías

contra los que amasaron figuras de dolor
y sepultaron cajitas de música
que alegraban a los niños en los hospitales,
las perdí, las olvidé en el autobús
junto a otros papeles sueltos;
estaba inmerso en mis tempestades
el mundo que habito es imperfecto
lo tallé a mano
entre la hoja de tabaco de la soledad
y el trabalenguas de los ruegos.
El fuego es un dios
se alimenta de estropajo o de libros peligrosos
nada tengo que ofrecerle.

 

 

 

 

Qué piedra es esa que nos echa por tierra
qué fuerza la mueve

no confundiremos fe con terquedad;
de apetitos y alambradas está hecho el camino
¿te has fijado de qué color es el insomnio?
¿has probado el sabor de la voz que se rebela?
¿alguna vez viste el punto magnético del miedo?
¿cobijaste a tu hijo pequeño
y te fuiste lejos en nombre del pan y de la vida?
El hijo y el puente en nada se parecen
pero desde ambos somos inmunes al abismo.
Te digo que nadie cruzará el desierto
para salvar un hipocampo.

 

 

 

 

El tiempo nos lleva a tirones,
incansable, descostura arterias y raíces

se nos ha dicho
el polvo es la mortaja
el hombre es un animal herido
en la mirada de los ídolos;
con la claridad
la que voy juntando del epistolario
de valerosos poetas muertos
le arrebato posibilidades a la nada,
a partir del ruido del mundo
trazo una partitura de acerado silencio,
el hilo añejo con la espada
se balancea sobre mi cabeza.

 

 

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