Poesía de Honduras: Murvin Andino

En la serie de poesía hondureña, leemos una muestra de Murvin Andino (San Pedro Sula, 1979). Poeta, narrador, editor, investigador literario, gestor cultural, licenciado en Letras con orientación en Literatura por la UNAH. Maestrante de la V Promoción de la Maestría en Literatura Centroamericana de la UNAH. Ha publicado los libros de poesía Corral de locos (2009), Extranjero (2011), La isla dividida (2015), La estación tardía (2019), y el libro de cuentos El olvido es un adiós para la muerte (2019). Parte de su obra ha sido publicada en revistas literarias de Honduras, México, Nicaragua, Colombia y Brasil. Ha sido antologado en los libros Muestra poética (2002), Cuarta dimensión de la tarde (2011), Apresurada cicatriz: instantáneas de la poesía centroamericana (2013), Voces de América Latina Vol. II (2016), EXPERIMENTAL WRITING: AFRICA VS LATIN AMERICA VOL 1 (2017), Urdimbre. Cuadernos de literatura Alquimia (2019), Contramaestre-La Ceiba. Antología poética (2020). Los siguientes poemas pertenecen al libro inédito El último Baktún.

 

 

El último Baktún

Llegan las últimas horas de la noche
y el dios sibarita se muere solo
con la fatal mordida en su costado
donde la fuerza de lo inexplicable cegará su espíritu rebelde
hasta lo más hondo de su anatomía.
Todos los credos que anteceden a su altar
fueron aislando multitudes y sus átomos asolaron la tierra
como un viento sideral que formó su memoria con la lluvia.
Desde la época primera, 
desde el inicio de los días,
desde la fundación del infinito
nos quedó rondando una terrible soledad.

Hunab-Ku nos dio la vida
y los hombres que poblaron la tierra
alguna vez fueron buenos.
Siglos después el último baktún había terminado
y para todos la humanidad soñaba despertar
siendo otra vez al ave infame.
Los herederos de la vida también blandieron armas
                                                                       ante su destino.
Cuando el gran dios maíz creció,
llegamos a poblar la tierra.
Ya el barro y el viento tenían la sal convocada
para nutrir nuestros ancestros.
Yum-Kaax nos dio los elementos necesarios
                                                    al prolongar la estadía.

Zots, el pájaro ciego y roedor,
había establecido la piedra al sosegar el tiempo.
La doble serpiente y el jaguar,
las aves que anidaron en manadas sobre el bosque
                                                                             circundante.
Todo, desde la creación, se había establecido:
la triste gota que abandona el vaso,
el eslabón de horror y madrugada,
los festivos abrazos y el adiós para todos,
la invasión maligna que nos haría ser.

Desde la altura de sus templos,
reinventamos mitos y los últimos astros.
Ya prevista la oscuridad y el mal,
los eclipses sagrados del espíritu.

Lo había dicho la serpiente emplumada Quetzalcóatl,
Kukul Kan, Kinich Yax Kuk Mo, Nenúfar Jaguar,
Luna Jaguar, Dieciocho Conejo:
en cada katún, cuando la luna ocultara su membrana,
todos seríamos borrados para desbaratar la humanidad.

 

 

VIII
Los confines siniestros

Se desvanece la voz,
cantos que podrían durar toda la noche,
mundos perdidos e infinitos,
antiguos territorios invadidos,
épocas absurdas,
luces desde los confines siniestros del pasado.

 

 

XII
El augurio del jaguar

En la profundidad, al llegar el equinoccio de verano,
calculados los signos de su nombre,
el descarnado jaguar volvió de su opulento universo,
íntimo y viral, efervescente.
De él apenas un nombre nos asiste,
su templo,
monolitos donde fue quedando su memoria,
rostros donde solo la piedra amanece,
la maldad del impreciso como una cruz estática en la frente.
Al final, toda la selva lo contuvo,
la roca que intuyó su despedida.

 

 

 

XXVI

Manuscrito, en todo elemento,
en cada amuleto religioso,
incluso en la carne y en la roca,
el murciélago ceremonial era el preciso altar
para cegar ancestros y apogeos.
Al final del mito,
indelebles imágenes de lo tardío,
siglos después de su llamado,
el célebre monstruo volador
nos dio una esperanza para no callar
ni ver caídas nuestras ansias de silencio,
nos hizo creer en lo imperfecto
y replantear la idea
de los que nos serían despreciables.
Desde su muerte,
18 Conejo implantó una señal,
un vaticinio para quienes con el efecto urbano de los ritos
se creyeron la presencia de los otros
y nos fuimos conociendo presagios
con el sinfín de noches que tendríamos distantes.
Para todos, hijos también del elemento primordial,
nos heredaron estructuras y conciencias,
nos transmitieron su plegaria.

¡Oh tú, hermosura del día! ¡Tú huracán; tú corazón del cielo y de la tierra!

¡Tú, dador de riqueza, y dador de las hijas y de los hijos!

Vuelve hacia acá tu gloria y tu riqueza; concédeles la vida y el desarrollo a mis hijos y vasallos; que se multipliquen y crezcan los que han de alimentarte y mantenerte; los que te invocan en los caminos, en los campos, a la orilla de los ríos, en los barrancos, bajo los árboles, bajo los bejucos…

¡Que solo haya paz y tranquilidad ante tu boca, en tu presencia, oh Dios!

Al partir, resueltos de abstinencia y tentación,
ya no volvió su voz a congregar las aves
ni a los dioses que ocultaron su piel.
Perduraron en altares y memorias,
en las rocas de ulterior descubrimiento,
en inscripciones y calendarios
donde el tiempo es un motivo cíclico
y nos fuimos durmiendo lento con ellos
desde el frío de las selvas,
desde tumbas soterradas
que nos envolvieron hasta siempre.

 

 

 

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