Poesía ecuatoriana: César Dávila Andrade

En la muestra de poesía ecuatoriana que prepara Juan Domingo Aguilar, leemos a César Dávila Andrade. Conocido con el sobrenombre de El Fakir por su aspecto físico y su declarado interés por temas místicos, es, probablemente, uno de los mejores poetas que ha dado Ecuador. Nacido en Cuenca en 1918, este lejano descendiente del general José María Córdova (uno de los héroes de la independencia, conocido con el sobrenombre del héroe de Ayacucho) también se dedicó al ensayo y fue el máximo exponente del relato breve ecuatoriano. En su obra se entremezcla lo neorromántico y neosurreal. Procedente de una familia pobre, se trasladó a Quito en 1951 hasta que, como consecuencia de una oferta de trabajo en Venezuela, marchó a Caracas, donde ejerció de periodista y corrector de pruebas hasta su suicidio. Se rebanó la yugular con una cuchilla de afeitar delante del espejo, en el Hotel Real de Caracas que pertenecía al poeta y amigo Juan Liscano, a la edad de 48 años.

 

 

 

TAREA POÉTICA

Dura como la vida la tarea poética,
y la vida desesperadamente
inclinada, para  poder oír
en el gran cántaro vegetativo
una partícula de mármol, por lo menos,
cantando sola como si brillara
y pinchándose en el cielo más oscuro.

Atravesábamos calles repletas de sal
hasta los aleros, y la barba
se nos caía como si solo hubera estado
escrita a lápiz.
Pero la Poesía, como una bellota aún cálida,
respiraba dentro de la caja de un arpa.

Sin embargo, en ciertos días de miseria,
un arco de violín era capaz de matar una cabra
sobre el reborde mismo de un planeta o una torre.
Todo era cruel,
y la Poesía, el dolor más antiguo,
el que buscaba dioses en las piedras.
Otro fue
aquel terrible sol vasomotor
por entre las costillas de San Sebastián
Nadie podrá mirarte como entonces
sin recibir
un flechazo en los ojos.

 

 

 

INFANCIA MUERTA

Aquellas alas, dentro de aquellos días.
Aquel futuro en que cumplí el Estío.
Aquel pretérito en que seré un niño.

Desierto, tú quemaste la quilla de mi cuna
y detuviste a mi Ángel en su Agraz.

La madre era ascendida al plenilunio encinta,
y en un suceso cóncavo
trasladaba sus hijos a sus nombres
y los dejaba solos,
atados a los postes de los campos.

Arrimada a su paño de llorar,
venía la Nodriza,
tan humilde
que no tenía derredor ni Dios.
Yo le besé en la piel los labios más profundos
de su cuerpo,
y desperté en el fondo de su vientre
al Niño sucesivo que no muere.

 

 

 

ENCUENTROS

Nuestros encuentros no tienen mundo.
    Se hacen
de pensamiento a pensamiento
    en el éter
o en la vivacidad de los sepulcros,
a mil insectos por centímetro.

Nuestros encuentros se sirven
de microorganismos
y partículas de cobre.

Podemos esperar mil años, y aún más.
Nuestros encuentros se realizan en el Iodo
o entre el rumor de herraduras y lienzos
que precede
a las grandes migraciones:

Nuestros encuentros se hacen
en el ser instantáneo
que pasta y muere,
-como pastor y bestia-
entre surcos y siglos paralelos.

Nuestros encuentros no tienen
número ni punto.

 

 

 

ESPACIO ME HAS VENCIDO

Espacio, me has vencido. Ya sufro tu distancia.
Tu cercanía pesa sobre mi corazón.
Me abres el vago cofre de los astros perdidos
y hallo en ellos el nombre de todo lo que amé.
Espacio, me has vencido. Tus torrentes oscuros
brillan al ser abiertos por la profundidad,
y mientras se desfloran tus capas ilusorias
conozco que estás hecho de futuro sin fin.
Amo tu infinita soledad simultánea,
tu presencia invisible que huye su propio límite,
tu memoria en esferas de gaseosa constancia,
tu vacío colmado por la ausencia de Dios.

Ahora voy hacia ti, sin mi cadáver.
Llevo mi origen de profunda altura
bajo el que, extraño, padeció mi cuerpo.
Dejo en el fondo de los bellos días
mis sienes con sus rosas de delirio,
mi lengua de escorpiones sumergidos,
mis ojos hechos para ver la nada.
Dejo la puerta en que vivió mi ausencia,
mi voz perdida en un abril de estrellas
y una hoja de amor, sobre mi mesa.

Espacio, me has vencido. Muero en tu eterna vida.
En ti mato mi alma para vivir en todos.
Olvidaré la prisa en tu veloz firmeza
y el olvido, en tu abismo que unifica las cosas.

Adiós claras estatuas de blancos ojos tristes.
Navíos en que el cielo, su alto azul infinito
volcaba dulcemente como sobre azucenas.
Adiós canción antigua en la aldea de junio,
tardes en las que todos, con los ojos cerrados
viajaban silenciosos hacia un país de incienso.
Adiós, Luis Van Beethoven, pecho despedazado
por las anclas del fuego de la música eterna.
Muchachas, las mi amigas. Muchachas extranjeras.
Dulces niñas de Francia. Tiernas mujeres de ámbar.
Os dejo. La distancia me entreabre sus cristales.
Desde el fondo de mi alma me llama una carreta
que baja hasta la sombra de mi memoria en calma.
Allí quedará ella con sus frutos extraños
para que un niño ciego pueda encontrar mis pasos…

Espacio, me has vencido. Muero en tu inmensa vida.
En ti muere mi canto, para que en todos cante.
Espacio, me has vencido…

 

 

 

EN QUÉ LUGAR

Quiero que me digas; de cualquier
modo debes decirme,
indicarme. Seguiré tu dedo, o
la piedra que lances
haciendo llamear, en ángulo, tu codo.

Allá, detrás de los hornos de quemar cal,
o más allá aún,
tras las zanjas en donde
se acumulan las coronas alquímicas de Urano
y el aire chilla, como jengibre,
debe de estar Aquello.

Tienes que indicarme el lugar
antes de que este día se coagule.

Aquello debe tener el eco
envuelto en sí mismo,
como una piedra dentro de un durazno.

Tienes que indicarme, tú,
que reposas más allá de la Fe
y de la Matemática.

¿Podré seguirlo en el ruido que pasa
y se detiene
súbitamente
en la oreja de papel?

¿Está, acaso, en ese sitio de tinieblas,
bajo las camas,
en donde se reúnen
todos los zapatos de este mundo?

 

 

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