Nuevo libro de Xavier Oquendo Troncoso: Tiempo abierto

Presentamos tres poemas de Tiempo abierto, nuevo libro de Xavier Oquendo Troncoso (Ambato, 1972). Poeta, periodista y Magister en Escritura Creativa por la Universidad de Salamanca. Profesor de Letras y Literatura. Ha publicado los libros de poesía: Guionizando poematográficamente (1993), Detrás de la vereda de los autos (1994), Calendariamente poesía (1995), El (An)verso de las esquinas (1996), Después de la caza (1998), La Conquista del Agua (2001), Esto fuimos en la felicidad (Quito, 2009 -Mención de honor Premio Jorge Carrera Andrade, 2010-, 2da. Ed. México, 2018), Solos (2011, 2da. Ed. traducido al italiano por Alessio Brandolini. Roma, 2015), Lo que aire es (Colombia, Buenos Aires,  Granada, 2014), Manual para el que espera (2015) y Compañías limitadas (Finalista del Premio Pilar Fernández Labrador, 2018; Premio Universidad Central del Ecuador, 2020) y los libros recopilatorios de su obra poética:  Salvados del naufragio (poesía 1990-2005), Alforja de caza (México, 2012), Piel de náufrago (Bogotá, 2012), Mar inconcluso (México, 2014), Últimos cuadernos (Guadalajara, 2015), El fuego azul de los inviernos (1era. Ed. Virtual, Italia, 2016 – 2da. Ed.Aumentada, Nueva York, 2019), Los poemas que me aman (antología personal traducida íntegramente al inglés por Gordon McNeer -Valparaiso USA, 2016- y por Emilio Coco al italiano -Roma, 2018- Tercera edición aumentada (Cisne negro, Tegucigalpa, 2022), El cántaro con sed (traducido al portugues por Javier Frías, Amagord Ediciones, Madrid, 2017), Dedicatorium (Lima, 2020), En la soledad del nuevo día (Honduras, Colección Poetas de los confines, plaquette No. 10, 2020); Dos cuadernos en soledad (Nueva York, 2021), Algunas alas (Colombia, 2021).

 

 

UN BODEGÓN EN LA MITAD DEL MUNDO

María Ángeles Pérez López

Bodegones en los que se coloca un limón, un grito, la luz podada. Se abren, quietísimos, en la mitad del mundo. La que lanza esa línea imaginaria e invisible sobre la que nos sostenemos hacia las otras mitades (las tantas otras mitades). Quien escribe un bodegón otea el mundo. Detiene su ruido, su cáscara inservible, su vocación de espacio y permanencia. Porque quien escribe un bodegón no se parece a quien lo pinta, aunque en ambos esté un modo contemplativo común: en el poema se abren puntos de fuga, líneas que escapan a la observación o al recuento, zonas de lo visible (y lo invisible) que solo emergen en el lenguaje, incluso sabiendo que el bodegón construye su propia sintaxis, su modo de sostener sobre unos trazos, a menudo escuetos, todo lo que guarda la mirada.

El bodegón corre el riesgo de llamarse naturaleza muerta. Pero quien escribe poesía con el ancho recorrido de Xavier Oquendo Troncoso (Ambato, 1972) desconoce la temperatura de lo muerto. Saltan hojas y limones en su libro de nueces sin abrir. Se desperdigan hacia el suelo de la página como raíces en las que el texto crece para señalar lugares inauditos: notas a pie de página que expanden el tiempo, porque de los poemas en prosa que ha escrito el destacado autor ecuatoriano surge, en su condición de nutriente y raíz, un fértil corpus de notas con las que se establecen intensos diálogos culturales. Ninguno de los poemas de este libro se ago(s)ta en sí mismo. Como nueces que permanecen sin abrir, contienen semilla y tiempo, la contracción primera de la vida.

Poesía que se expande y nos alcanza.

Aunque el término de literatura expandida se emplea para la literatura pangeica a la que se ha referido Vicente Luis Mora como aquella que integra imágenes y/o audios a partir de las posibilidades que brinda la tecnología digital —por las que la literatura forma parte de una expresión de arte total—, hay en este libro de Oquendo Troncoso una respiración expandida hacia los límites: aquella que entra en fecunda intersección con otras formas escriturarias.

En su ensayo Los orígenes trágicos de la erudición (1998), de tan impactante título, Anthony Grafton propone una historia de las notas a pie de página como uno de los elementos paratextuales más fecundos. Prestar atención a las posibilidades que ha abierto en la escritura nos llevaría a nombrar a Borges, Puig, Vila-Matas, Leopoldo María Panero o José María Álvarez; entre las voces más recientes, Patricio Pron o Raquel Taranilla en narrativa, y Jordi Doce, Julio César Galán, David Refoyo o Lola Nieto en poesía.

Como advierte Pron, tal vez lo que ocurre es que las notas a pie son una zona de guerra entre distintos modelos de autoridad, ese “campo de batalla” al que se ha referido la crítica. La poesía hispánica salta a ese campo y en ocasiones como aquí, lo hace de modo incruento y gozoso.

Cada poema del nuevo libro de Oquendo deja así abierto el diálogo con aquellos nombres que le son centrales, tanto en la parte poética como musical. En la primera, Rilke, Darío, Vallejo, Huidobro, Borges, Cernuda, Alberti, Miguel Hernández, Tomás Segovia, Gil de Biedma, Ángel González, Roque Dalton, Gelman, Pizarnik, María Mercedes Carranza, Omar Lara y un largo etcétera de poetas cuyas obras conforman el presente. Un espacio singular lo ocupan sus compatriotas Jorge Carrera Andrade, César Dávila Andrade, Ileana Espinel, Rafael Díaz Icaza, Ana María Iza, Carlos Eduardo Jaramillo… Multiplicándolos en su eco, Jorge Enrique Adoum.

En la segunda, Serrat y Aute, pero también Alfredo Le Pera, Silvio Rodríguez, Roberto Carlos, Braulio, Soda Stereo, el Grupo Magneto, Los toreros muertos, Los hombres G o Sui Generis… Se cruzan registros y brilla vehemente la ironía. Suenan tangos, boleros o canciones de pop mientras el recorrido generacional cobra fuerza y salda deudas millonarias de afecto.

Desde otros ámbitos, también se suman los nombres de Saussure —con su Curso de lingüística general—, Gabo y Galeano, Da Vinci y Picasso, o la película Martín Hache. Tendrá cabida incluso el diccionario de Google.

En un momento dado, una nota a pie (36) contiene a su vez otra, en un juego de cajas chinas —o de muñecas rusas, las fascinantes matrioskas— por el que se desvela la conciencia autoral y la condición metarreflexiva del propio poema, asistida por una ironía deliciosa que complejiza y da profundidad a la vivencia estética. Como recuerda Túa Blesa, toda nota, por más breve que sea, es un punto de fuga.

Incluso de modo autorreferencial se plantea un monólogo (nota 8) al que somos invitados, y con el que se señala hasta qué punto el libro no es un espacio cerrado sino un fructífero cruce de caminos, la intersección posible con aquellas palabras que ponen en pie el mundo oquendiano. Como si la poesía fuese una pregunta cuya respuesta nadie sabe, parafraseando a Cernuda cuando presta sus versos al diálogo entre el poeta y el deseo.

Las notas son (también) el mundo, y el mundo es el poema

¿Comenzar un prólogo en su descenso y raíz?

En Tiempo abierto admira la posibilidad de un bodegón que reúne las arrugas de los mapas hidrográficos, un libro sin pasta y con el hilo al aire, los oscuros meandros que la luna mantiene. Pero todo lo mueve el tiempo que discurre. La biografía sentimental y verbal de un poeta. El bodegón con cacharros de Francisco de Zurbarán está aquietado en su diálogo con la luz tenebrista. Sobre un fondo neutro de color negro respiran, serenas, diversas formas de vajilla de cerámica y metal. Su hijo Juan de Zurbarán pintó un Bodegón de limones que acompañó el inicio de esta lectura. Pero en el libro de Oquendo, a diferencia de los bodegones pictóricos, el tiempo transcurre y nos lleva a su imparable cima (¿sima?). La propia disposición del libro en dos partes, “Ayer” y “Hoy”, presididas de modo tenaz por la conciencia del tiempo transcurrido, indica la primacía temporal.

Transcurre la vida: la infancia larga y hermosamente inacabable, los padres, el abuelo en su ceremonia de humo, la adolescencia, el descubrimiento del deseo, la entrega a la poesía y a la vida. Los hijos inequívocamente vertebrales. La música, el cine y sobre todo la poesía como amores inequívocamente vertebrales.

Por ello, aunque el libro podría parecer la topografía de un itinerario vital y poético —del jardín de la casa familiar a los países sin viajes o a Ciudad de México (como si fuese en todas partes), de Allí (cualquier allí) a una costa francesa o San Luis Potosí…—, en realidad este libro es constancia enfática y febril de su propio tiempo: constatación del paso inequívoco de los días que fueron imprimiendo en el yo enunciativo su cualidad siempre asombrada. El niño permanece en la mirada del poeta. A él se refería con emoción William Wordsworth al escribir que “El niño es el padre del hombre”. Por ello, el primer poema arranca en el territorio de la infancia: “Estoy seguro que fue en ese momento cuando la gente dice que es verano en estas ciudades equinocciales y que el tiempo preñó mi niñez con la luz de un sol inocente y unas naranjas pálidas cuando llegó el olor de los limones.”

Transcurre la vida. Tal vez ya no pueda bailarse con Tchaikovsky porque la infancia quedó atrás en su escritura de humo, pero de ella brotan árboles y poemas para que la vida pueda ser inteligible, pueda articular una verdad que brota de modo permanente. En el libro cobra gran fuerza el aspecto memorialístico pero se trata de un conjunto más ambicioso, poroso y pleno, abierto hacia el diario, el ensayo, la reflexión metapoética, la canción… Explora así espacios genéricamente híbridos en largas tiradas de frases agilísimas sostenidas sobre el polisíndeton. En los poemas, muy bien armonizados entre sí, se alternan los registros emotivo e irónico, con lo que se invita al humor en medio de la masa solitaria y a ratos adolorida de vivir.

En la larga y relevante trayectoria de Xavier Oquendo Troncoso, conformada por once libros de poesía y más de una veintena de recopilatorios de su obra editados en América Latina y en Europa, Tiempo abierto propone un imaginario de gran amplitud con frecuentes enumeraciones que aspiran a abarcar el mundo. No se conforma entonces con ser la biografía de un poeta, aunque comience con el niño que inicia su encuentro ácido y amarillo con las palabras —convidadas y confrontadas por Oquendo en sus múltiples planos, su vocal abierta y repetida en la prodigiosa jacaranda—.

Si los bodegones son vivencias estáticas, atrapadas en su vocación de instante y plenitud, este bodegón en la mitad del mundo abre su tiempo y nos convida a la mesa de la poesía y la amistad. Aquella en que la vida —ayer, hoy— es siempre en el poema, la palabra del mañana.

 

 

 

 

 

LAS FLORES

Fue un momento en la Ciudad de México, como si fuese en todas partes, donde Tomás Segovia leyó un poema sobre las jacarandas. Estuvieron esos árboles merodeando la muerte del poeta que los vio en su océano de palabras cortadas por el hacha de su exilio.

Me gusta la palabra jacaranda, más para ser sonido que concepto. Tiene eco de postre y de timbre de salida y de reloj dañado y de luz verde en cualquier situación y de portón que se abre luego de unas 732 esperas. Suenan las jacarandas a los rostros de mi abuela haciendo bucles a sus cabellos lilas o al de mi abuelo fumando cigarrillos sin filtro y a la roca donde descansé, alguna vez, en medio del acantilado de la infancia y de mis traumas de espuma. Se parecen, las jacarandas, a las ruinas de algún castillo medieval que nunca pude habitar por minoría de muebles y lejanías.

En mí han crecido jacarandas y han estado como si el sol fuera una ortiga necesaria en mi  piel escasa por mayoría de huesos. Y también las vi en enredaderas, poblándome un poco los caminos sinuosos de las otras patrias que se iban haciendo mías, mientras las verificaba en los zapatos de viajero.

Las vi leerse[1] en la boca antigua de Segovia, en un palacio de mármol, en una ciudad infinita. Todos queríamos tener algo de abeja para extraerle la miel a los conductos de polen de las jacarandas, en esos versos, en esas vidas viejas, en esas casi muertes de esas ciudades nuestras, donde no crecen flores porque no hay más razones para usar floreros ni para que entre el frío de la memoria de la naturaleza.

 

 

LA POESÍA Y EL PRINCIPIANTE

Fue en noviembre de 1990. La lluvia se había registrado en el cielo para hacer una temporada larga y sin censura. Llevaba en mi cuaderno de apuntes la efímera impresión de un poeta principiante. Cargaba algo menos de 18 años entre mis huesos y en los tristes momentos del desayuno enseñaba la bufanda con la que cubría la falta de roce, la poca socialización, la timidez. Tomé la poesía como un pretexto, como si la vida fuera el desierto del Sahara y algo de páramo y de bosque tropical y algo de marino que se hace más azul en su abundancia y algo de roca y casi todo lo que puede ser luminosidad.

Tenía cabeza de aficionado de metáforas e hice versos que no aficionaron a nadie. Me dejé llevar por esa fuerza que entrega la poesía a sus guardianes. Vi crecer mis ganas y un trozo de mi hombría se rompía entre las siete cabezas de la poética. Fueron años para pasar por ese campo de fuerza donde gravita el poeta y sus mentiras y esa fuerza de apóstol y esa sonrisa que no está para contarse entre los públicos. No había que hacer nada más que lo que ya estaba hecho. Cada vez que se vuelve a rehacer un verso, el asombro de los otros se acerca a este nuevo hallazgo con generosa ingenuidad.

Recuerdo que Juan Gelman leyó un poema[2] en un patio de San Luis Potosí. Recuerdo que Marco Antonio Campos observó quedamente al argentino con humildad alucinada. Luego vi al mayor decir ese poema sobre el tío Juan: que si la poesía podía servir para algo más que para que otro poeta escuche a Juan en un patio de San Luis. Yo me fui con ese poema por algunos paseos y caminos y por unos tiempos y por unas esquinas sin mucha gloria. Por otro lado, Marco Antonio Campos leía un poema[3] que es lo que quedó luego de tanta alharaca poética y Juan en los ecos se sostenía como un rayo en la luz.

Si no hubiese pasado por la tierra mojada y felizmente triste de noviembre de 1990, cuando tuve 18 años y escribí un algo que nunca fue un poema[4] y nunca lo será, yo me habría muerto en una infancia larga, pateando una pelota.

 

 

 

RESUMEN ARQUEOLÓGICO

Cómo sería el momento en que Jorgenrique[5] descubrió la poesía luego que César[6] descubrió la poesía luego que Jorge[7] descubrió la poesía.

Ese instante se fundó la lírica moderna y el paso peatonal entre el verso con el resto de mortales que en el mundo son. También  algunos japoneses  inventaron el haiku con todas las sílabas que sobraban en las palabras de Oriente y pidieron a Li Bai que haga un gesto con sus ojos rasgados, su diálogo con el monte y la contemplación. Y qué hicieron los árabes con la poesía que quedó después del agua. Qué función pensarían darle al poema y a sus rapsodas y a sus viajes por la humedad del paisaje.

Qué sería de la poesía sin los elefantes y los hindúes y los monolitos o la rosa de los vientos en el vuelo de un pájaro. Y qué será de los griegos sin los cantos y oratorios. Los romanos y las oraciones cristianas y los pliegos de peticiones de los anglosajones y los baúles de dudas que versificaban los latinos y las glorias con aceitunas de los españoles y los barcos de bacalao fragante que salían del portugués y las rosadas mejillas de los poemas de los austrias y de los irlandeses con cara de porcelana. Y luego, qué sería de nosotros, sin los poemas fundadores de las Indias occidentales y de los cantos de iglesia y sus colonias oficiales y las sorjuanas y vendimias de fruta religiosa y costumbres de escuchar los cánticos sanjuanescos y los vuelos por el quinto cielo y salmos y proverbiales costumbres. Y qué sería de la poesía sin héroes y primeros cánticos y fúnebres rezos y altares de rimas y conquistas lingüísticas y cercanos aplausos y las odas, sus epopeyas y farsas de identidad.

Y qué sería sin Darío sin Machado sin Castilla en verde ni la Nicaragua cantora sin Martí sin el hoyo marino de Asunción Silva y Montalvo tocándole la falda a la prosa o don Miguel de Unamuno sin Ortega sin el imperio de los sonidos del modernismo, la dicha de la vanguardia y sin la atmósfera de Neruda, la anáfora de Huidobro, sin la Gabriela con la carga de sus dolores. Sin el vértigo del 27 y Góngora y sin el 98 y el 50 y el 60. Y luego el 36 sin Lorca y con él para siempre. Y algún canto de Quevedo en la experiencia y la razón culterana en la inteligencia. Y tal vez por la mitad del mundo, allí, donde todo es imaginario:  figúrese, lector de imposibles, donde hay más volcanes que poetas, frutas que poemas. Allí, el día en que Adoum, Dávila, Carrera Andrade descubrieron la poesía, porque sí.

 

 

 

NOTAS

[1] Las dulces jacarandas se quedan en lo suyo/ todos son verdes y ellas no/ nadie les quitará de la cabeza/ que hay mil maneras de ser árbol/ mil maneras de ser lo mismo/ de otra manera/ que se puede ser verde siendo azul/ tener flores por hojas/ tener por copa un fresco resplandor/ ser dichosas aparte y a su modo/ bien seguras están de que hacen bien/ que nos da gusto que así sean/ que no por eso las queremos menos/ que siempre nos ha sido necesario/ que haya otra cosa. (Tomás Segovia).

[2] /…/ volviendo a la poesía/ los poetas ahora la pasan bastante mal/ nadie los lee mucho/ esos nadie son pocos/ el oficio perdió prestigio/ para un poeta es cada día más difícil conseguir el amor de una muchacha/ ser candidato a presidente/ que algún almacenero le fíe/ que un guerrero haga hazañas para que él las cante/ que un rey le pague cada verso con tres monedas de oro/ y nadie sabe si eso ocurre porque se terminaron las muchachas/ los almaceneros/ los guerreros/ los reyes/ o simplemente los poetas/ o pasaron las dos cosas y es inútil romperse la cabeza pensando en la cuestión/ lo lindo es saber que uno puede cantar pío-pío en las más raras circunstancias/ tío juan después de muerto/ yo ahora para que me quieras. (Sobre la poesía, Juan Gelman).

[3] ¿Y qué quedó de las experimentaciones, / del “gran estreno de la modernidad”, / del “enfrentamiento con la página en blanco”, / de la rítmica pirueta y/ del contrángulo de la palabra, / de ultraístas y pájaros concretos, / de surrealizantes con sueños de/ náufrago en vez de tierra firme, / cuántos versos te revelaron un mundo, / cuántos versos quedaron en tu corazón, / dime, cuántos versos quedaron en tu corazón? (Los poetas modernos, Marco Antonio Campos).

[4] Tengo un hijo feo/ que me sigue como un testamento. // Es feo. / Carece de fantasía. / No me habla por despecho. // Le hice creer que era rosa/ y es, apenas, flor de páramo. / Pero lo amo.  (El cigoto, X. Oquendo –inédito por siempre–).

[5]/…/y quisiera escucharle de cuerpo entero esas palabras/ que en la gramática de la anatomía se dicen desnudos y acostados,/ volviendo cotidiano lo imposible, desarreglando reglas/ a fin de que dos puedan morir uno dentro de otro,/ haciendo angosta la cópula para que la tumba ocupe poco espacio,/ y no como morimos los demás, los todos que morimos solos/ como si nos acostáramos largamente a masturbarnos. (El amor desenterrado, Jorge Enrique Adoum).

[6]/…/ Dura como la vida la tarea poética,/ y la vida desesperadamente/ inclinada, para poder oír/ en el gran cántaro vegetativo/ una partícula de mármol, por lo menos,/ cantando sola como si brillara/ y pinchándose en el cielo más oscuro. (Tarea poética, César Dávila Andrade).

[7]/…/ Te hallas en todas partes, soledad,/ única patria humana./ Todos sus habitantes llevamos en el pecho/ extendido tu gris, inmensurable mapa. (Soledad deshabitada, Jorge Carrera Andrade).

 

 

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