Poesía ecuatoriana: Iván Oñate

Leemos poesía ecuatoriana. Leemos a Iván Oñate (Ambato, 1948). Su obra ha sido traducida al alemán, francés, inglés, portugués, griego, rumano, polaco e italiano. Krystyna Rodowska, traductora de Borges, Proust y Octavio Paz, tradujo su poesía al polaco. Fabienne Prat de la Sorbona de París tradujo en su totalidad los cuentos del El hacha enterrada al francés. Cursó estudios universitarios en Quito, Argentina y España. Profesor de Semiótica y Literatura Hispanoamericana en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Central del Ecuador. Actualmente es Director de Los Anales de la Universidad Central del Ecuador, revista emblemática fundada en 1883. Ha sido invitado por prestigiosas universidades a nivel mundial y fue condecorado como Huésped distinguido de la Ciudad de Salamanca, Ayuntamiento de Salamanca 2019. Ha publicado: Estadía poética (Argentina, 1968); En casa del ahorcado (1977); El ángel ajeno (1983); El hacha enterrada (1987, cuentos, nueve ediciones); Anatomía del vacío (1988); El fulgor de los desollados (1992); La canción de mi compañero de celda (cuento, 1995). La nada sagrada (1998, 2010); La frontera (Colombia, 2006); El país de las tinieblas (México, 2008, Perú 2016); Cuando morí (Primera edición, México 2012, Ecuador 2013); Epistemología de la nada (New York 2017). Alfred Hitchcock Mystery Magazine publicó su cuento “La fiel literatura” que también fue antologado por la editorial española Páginas de Espuma. También fue llevado al cine por el director Diego Arteaga. Su poema “Lluvia bastarda” fue grabado por el grupo de rock El delicado sonido del trueno. Fue homenajeado por el Encuentro Internacional de Poetas en Ecuador “Poesía en Paralelo Cero”, en el año 2022. Acompañamos la lectura del prólogo del poeta español Rafael Soler.

 

 

 

Poeta de raza, maestro de todos

Corría el año de gracia de 1977 cuando el joven Iván Oñate, en un arrebato inesperado y consentido nos propinó estos versos que nacían de su hondón, allí donde anidan los grandes misterios que merecen ser contados y cantados: y sin embargo, escúchame / escúchame // jinete del espanto // una ráfaga de luz / un torbellino ensimismado / te tirará vencido y amargo / a lo que eres. Pudo ser lo que desencadenó todo, nos confiesa en los primeros versos de este poema impar que lleva por título “Materiales subversivos”, una carta, un peine, una lata de café y una cuchara, un escarpín junto a un libro de Vallejo o una mano, digamos una mano pequeñita buscando un seno, un seno de madre dormida por ser un caracol despierto, fin de la cita. Aquí, en estos versos martillo, versos epifanía que atropellados nacen con su verdad a cuestas, el lírico puñetazo encima de la mesa de un poeta entonces inaugural y hoy maestro de todos, indiscutible referencia en nuestro panorama de autores contemporáneos con vocación de perdurar cuando el tiempo, antólogo veraz y voraz, culmine su trabajo.

Bienvenido seas, poeta Iván Oñate, a la corta galería de los grandes.

¿Qué edad tiene un poeta? ¿La de su cuaderno honesto, bien guarecidos en sus páginas poemas que nunca verán la luz y recogen su verdad? ¿Quizá la de tantos momentos compartidos con afines y cercanos en ese ritual renovado de recitales y encuentros verso en copa y copa en mano? ¿La del poema último, que siempre es el penúltimo, con su voz propia y su mirada? Iván Oñate tiene la justa y juvenil edad de esta antología personal que bien recoge su decir impetuoso, su rota voz entera al servicio de la Poesía y su belleza.

Conste, pues, en acta aquí y ahora: si Oñate no cabe en ningún libro, pues ancho es su decir y pocas siempre las páginas para recogerlo con aproximada exactitud, este libro que ahora disfrutará el lector entre el pasmo y el asombro, es una muestra cabal del testimonio vital de un Poeta que sigue acompañándonos con su verbo singular, su imaginario, su testimonio de bien vivido y bien bebido a tragos cortos pues la vida, ese accidente vertical y transitorio que en soledad acompañada disfrutamos, merece de notarios así, que ponen su cámara donde nadie más lo haría para mostrarnos, implacable e impecable, la razón última de nuestro paso entre acantilados y jardines, presta la voz, firme el decir, revelador el verso que siempre suena a nuevo porque nuevo es cuando, ya en su plenitud, nos dice: Señor Dios del insecto / pero también / de los dedos que palpan la yugular/ en la última cita con el espejo. //Señor Dios que habitas / en todas / y cada una de las cosas / del universo, / pues en todas / y en cada una de ellas te percibí / cuando llegó a mi sueño / el poema que me obsequiaste. El poema, entonces, como sujeto objeto del deseo, dádiva recompensa al poeta que, con humildad, se escucha y nos escucha. El poema, así, como trampantojo de la vida y sus postrimerías. El poema, pues, como último bastión irrenunciable ante los desmanes de La Parca, tan solícita, tan pertinaz, tan bien armada para rebañar, con falsa misericordia, el gaznate de todos.

Ferozmente independiente y combativo, nuestro poeta es uno de esos artistas geniales que se ponen el mundo por montera, y saben sacar de sus entresijos lo mejor: Bendito seas tango, / porque en mis noches de rabia y dolor / me abracé a ti / sin importarme quién ponía la música / y quién el llanto, / quién ésta niebla de adiós, quién el reiterado argumento. Decir lo justo, porque en poesía lo que no suma resta, y hacerlo con el escalpelo de la ironía, para ofrecernos lo contrario de lo que se quiere dar a entender, arte que prodiga Oñate sin aspavientos ni ruido, cerrando un poema de forma inesperada, dándole ese quiebro que, desconcertado, agradece el lector. Poeta completo, asertivo cuando toca, íntimo, descarnadamente tierno pese a sus versos pedernal, poeta en militante disputa con la vida, que se escapa, y sin permiso vuelve, poeta ángel para los ángeles poetas, guardián celoso de la Palabra.

Bienvenido sea este cuaderno de Iván Oñate, tan lleno de testimonios personales, de cicatrices bien llevadas, necesario cuaderno para ajustar cuentas con quien tanto nos ha dado en voz bien alta y sin levantar nunca la voz, mérito mayor en este mundo nuestro de poetas que son y lo parecen, de poetas que están y nadie espera, de poetas por un día en las inanes redes del fatuo reconocimiento.

Bienvenida esta iniciativa de la editorial que con tanto acierto y generosidad dirige Xavier Oquendo, para dar luz y espacio a un poeta que nada pide y todo merece.

Bienvenido, querido maestro amigo, a la mesilla de los tuyos, ejército de incondicionales que ahora podremos disfrutar, más y mejor, de tu sabio decir, tu talento, tu compañía.

Rafael Soler

 

La puerta

No,
no lloraré, malditos. No me verán
llegar a rastras
y golpear en vuestra puerta por
un cuenco de agua
donde pueda reflejar mis ojos y
saber quién soy
a esa altura de la vida o de la noche. Nadie sabrá
de esa voz que me saca de la cama
ya sin fuerzas para estar de pie, apenas
un vuelco, un resbalón de costado
que me tira al piso
y que yo acepto en silencio.
Un jadeo inútil por llegar a alguna parte.

Nadie sabrá
que arrimo la oreja contra la puerta
y al otro lado escucho
a mi propio eco que solloza.

Pero esta noche
no hay eco.

Sólo una puerta que gime,
un madero nostálgico, un árbol
partido como yo
en encierro y encerrada víctima.

 

 

 

La caída

Señor Dios del insecto,
de la ameba
que desasosiega al intestino recto. Dios
de la fatiga que levantó al Duomo de Milán para que en la niebla
se manifieste. Dios

del ingenuo
que se toma fotografías
arrimado a la torre de Eiffel. Dios,

del otro ingenuo
que se toma fotografías
arrimado a la brevedad de un ángel. Dios,

de la música y del silencio
pero también del verdugo
que afina su instrumento. Dios,
de lo vivo y de lo muerto.

De los que deliran
olvidados
en la estantería atroz
de una morgue. Dios
que se nombra
cuando se alcanza la cima de un orgasmo
pero también
cuando hay que reconocer lo querido
en el fondo de un cajón
o de un abismo. Dios,

de lo que nace y muere
y en el trayecto se corrompe. Dios

de mis padres y de mis hijos
venidos o no
pero al fin hijos. Dios solitario,
colega que tachonas ciego
un borrador incesante, afrentoso. Dios
sin Dios
para tu perdón, sin Quién
para que te corrija.

Dios sin recursos a Ti mismo.
Dios abandonado,
Dios ateo.

 

 

 

Carta con lápiz mordisqueado

Mamá
por qué no me avisaste
que los niños envejecen,

Que llega una hora
donde los barcos no zarpan
los sueños
ya no vuelan,

¿Por qué
esta mano en la quijada?
¿Estos ojos infelices,
agobiados
entre la negrura? Mamá

Si me hubieses dicho
que el amor suele cobrar un precio
demasiado caro y
que no hay otra embriaguez
que la del propio llanto
servido
en un corazón vacío, si me hubieras
anticipado.

Mamá
si entre tus afanes
me hubieras hablado
de una enfermedad
que se llama tiempo, entonces
sabría explicarme
este desgano,
este descreimiento, ahora que
justamente,
con gafas de ciego,
la gente se aprestaba
a contemplar a la rubia
cruzándose por mi película:

Perfecta,
triste como un eclipse y
con un dejo de pudor
sosteniéndose la falda,
mientras
un irónico viento
soplaba
desde la alcantarilla. Mamá,

Te juro
que hubiese aprendido
a poner
estampillas
en mis cartas y
no estos huecos obstinados,
razón
por la que quizá
de Dios
jamás obtuve respuesta.

Mamá,
si me hubieses alertado
que la vida
no era nada más
que un relámpago que se pierde
entre los párpados
del que despierta,

Un solo vuelco afiebrado
desde la cuna
hasta la tumba. Mamá,

Si te lo hubieran
advertido.

 

 

 

El esplendor de la hierba

Y en un instante,
en la maldita rebanada de un siglo
o de un segundo,
ves un lago,
ves un río, ves los árboles,

El verde paraíso donde un día fuiste feliz
y presientes los pasos de un dios jubilado,
de un dios indigente,

Un dios que va recogiéndolo todo
en un mantel desechable, en una bolsa inmunda
donde caen las cosas, los sueños
consumidos y muertos.

Todo,
irremediablemente todo
lo que ha de ser condenado al olvido
y a la podredumbre.

Porque el dios del invierno
es un empleado de motel,
una carroñera divinidad que empuja su carrito
por el largo corredor de la soledad
y apaga las luces del deseo
a quienes no merecimos el esplendor
en la hierba.

 

 

 

Reposo del guerrero

Un lugar
donde no sobre ni falte nada.

Un lugar
donde la tierra me abrace
con la exacta medida de mi culpa.

 

 

 

Te escogí como mi espejo.

Allí vería todos mis pecados, todas mis culpas,
todas todos mis sueños no cumplidos y
todas mis canciones no cantadas.

Eso buscaba en ti,
porque eres mi espejo rayado.

Espejos que tienen una línea,
casi invisible,
partiéndolos en dos.
La mayoría de las veces
no nos damos cuenta
que somos dos.

Dos seres que nos hemos dado cita
en el mismo espejo.

No el doctor Jekyll y mister Hyde,
no.

Somos dos destinos,
dos extraños
que nos hemos citado en el mismo espejo

Luego nos separamos
por diferentes dimensiones.

Mundos completamente distintos
que por poco coinciden.

Pero una décima
de milímetro,
apenas de separación,
nos condena
a este divorcio.

A la desesperación
de ese otro que soñamos que nos sueña.

Eres el espejo que elegí.

No pido nada.

Tal vez un poco de paz.

 

 

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