El ángel editor de Ecuador ha publicando recientemente Continuo y minucioso roer de la memoria (Antología poética personal) del poeta cubano Waldo Leyva (Cuba, 1943). Poeta, ensayista, narrador y periodista. Tiene más de 15 libros publicados y tres discos compactos con sus poemas. Ha sido traducido al inglés, alemán, francés, ruso, portugués, italiano, rumano, húngaro, polaco, búlgaro, árabe y otras lenguas. Ha recibido diversos premios, los más recientes son el Casa de América de Madrid 2010, el “Nicolás Guillén” de Cuba 2010 y el premio Víctor Valera Mora en 2012. En cierta ocasión ha explicado que su poesía es vitalista, “una poesía que se alimenta de la vida y la observación, de aprender esa vida en todos los sentidos”. Un elemento destacable de su estilo es la certeza que utiliza cuando reivindica el valor de la memoria como parte fundamental de la experiencia personal.
Estudioso y defensor de su tradición, escucha atento de los ritmos que ofrece la poesía cubana —y su inescindible oralidad—,Waldo Leyva desarrolló una poética que es síntesis depurada de un hombre consciente de su historia, de su espacio —su isla universal— y del devenir que lo sigue haciendo. La poesía de Leyva es la historia —o las historias, las pequeñas y las enormes— caminando hacia el presente. Hay quien sostiene que la poesía es la llave que gira en el cerrojo del recuerdo y del pasado, pero esta selección de poemas nos sugiere que quizás sea una puerta hacia blancos e infinitos lienzos donde manchas y figuras imitan —a la vez— lo conocido y lo misterioso; nos sugiere que la memoria es la siniestra presencia de lo familiar y lo ausente y que escribir no es un suave despertar en la rememoración, sino un doloroso roer, un aruñar las paredes como un preso, un palpar la dura piel de los «fantasmas de los vivos» y los fantasmas «entrañables y ajenos», un mordisquear la cáscara de la nuez hasta llegar al centro que puede saciar el hambre de nuestro presente. La poesía de Leyva raspa en las entrañas de la memoria para responder a la pregunta de si se puede escribir después de Auschwitz: lo hace ejerciendo la escritura, consciente de que, como dijo Dylan Thomas, «El sol es joven una sola vez», pero hay algo de triunfo en despertar hacia la envejecida luz.
Juan Suárez
MEMORIA DEL PADRE
Mi padre viaja.
En el herido resplandor de la tarde viene.
Sobre el lomo de la jaca jobera
que no fue suya nunca, viene.
Yo lo veo venir pero se escapa,
se vuelve niebla.
Siento un olor intruso.
Alguien pasa
junto a mis doce años asustados.
No es mi padre,
no lleva su camisa.
A lo lejos,
empapado en el agua del arroyo,
un hombre, que puede ser mi padre,
se deshace sobre el último resplandor
del sol sobre los rieles.
Hay un hueco en mi pecho,
un vacío que quema,
no soy nadie, nadie viene.
Se astilla con un lamento de catástrofe
la incorruptible traviesa
de Caguairán bajo mis pies.
Cierro los ojos.
Lo veo venir desde otro sitio
en horas diferentes.
Tiene puesto su sombrero de paño,
me sonríe, su mano izquierda
me desordena el pelo,
me empuja suavemente
para que recorra el trillo de las piedras,
el que conduce a la laguna,
donde sigue muriendo
el buey dorado,
el antiguo toro que vi gemir
cuando a maceta
y sin misericordia lo castraron.
Abro los ojos para abrazar a mi padre
pero no está.
Lo busco donde la línea del tren
junta sus rieles,
pero solo hay humo, o niebla,
o silencio sin ruido.
ES TOCABLE LA SOMBRA
Íntima es la madera
y dolorosa el agua que fluye hacia la espalda.
La tarde cae, viene desde algún sitio sin huella
sin sonido. Es tocable la sombra.
Mi piel en el espejo tiene anuncios que muerden.
Salgo a la calle con la misma pregunta
pero mi voz no asombra
ni recuerda el timbre de otros días.
Nadie tiene respuestas; los que pasan
buscan rumbos distintos.
Si me miran creen descubrir mapas ajenos
historias que no le pertenecen
dados marcados por otros tiempos.
Vengo de allí, les digo
solo me he adelantado un poco.
Mírenme, repito, yo estoy
donde ustedes deben llegar mañana
si antes no se borra su sombra en el camino.
Pero pasan de largo, a través del espejo
y los veo multiplicarse, perderse sin retorno.
La noche divide a los hombres
en dos bandos:
los que se sientan a la hoguera
a narrar las sorpresas del día,
a poner junto al fuego lo inesperado,
aquello que resulta imprescindible
para seguir andando,
y los que informan
que todo sucedió como estaba previsto.
LA NOBLEZA FALSA DE SU ROSTRO
Junto a la puerta está la veladora.
Tiene el rostro pecoso
y los ojos perdidos en un azul ausente,
sin memoria. En el fondo, asediado
por turistas sin sexo,
el David oculta su perfil violento,
esa esquina izquierda de su cara
marcada por una ferocidad sin límites.
Las cámaras impersonales
siguen grabando su faz paradójica y confusa.
Yo voy de los ojos de la veladora
a otro rincón distante de la sala,
a las piedras inéditas donde pugnan por salir
brazos, gestos que Miguel Ángel
dejó aprisionados en el mármol.
Siento que es aquí y no en el David
ni en la Piedad y menos en el gesto
épico y dramático del Moisés,
donde está esa angustiosa metáfora del hombre
que todo artista busca dentro de sí mismo.
Cuentan que Miguel Ángel,
asustado de su propia obra,
pidió, con un golpe de mandarria,
la palabra al Moisés
pero quienes gritan, los que reproducen
el lamento más hondo, la fuerza,
la búsqueda de la utopía,
son estas piedras resueltas en un solo brazo
un torso idéntico al de aquel hombre
sin rumbo en la estación de trenes.
La veladora sabe que ha sido vista
por primera vez, que las pecas múltiples
de su piel dejaron de ser anónimas
sombras de la galería. Le pido la palabra
y el rubor de su cara me responde.
Vuelvo a la esquina izquierda del David
Me reconozco en esa rabia
ajena a la nobleza falsa de su rostro.
IV (Saudade)
Tus dedos entraron en mi pelo y yo temblé en silencio como cuando niño pensaba que mi madre vendría a despertarme. Luego fueron tus ojos de un asombrado azul y el olor irrepetible de tu piel. En el fluir entrecortado de los días se fueron fundiendo nuestros cuerpos. Éramos uno andando por la calles, riendo, bebiendo en el viejo bodegón cervezas torpes, reconociendo en la ciudad que ya no existe, lo que había nacido por nosotros. Nunca supe tu nombre ¿lo ignoro todavía? ¿Gloria? Tal vez, ¿acaso Margarita? Como por casualidad nos encontrábamos. Si deseaba verte, dejaba ir mis pies por cualquier calle. Cuando uno de los dos pensaba el mar, las olas rompían en las manos del otro. Si queríamos ver los árboles, los que seca o reverdece la lluvia en la memoria, entonces tus ojos cambiaban de color, tus manos no necesitaban la tibieza de las mías. ¿Recuerdas cuando partí para esa guerra que nunca comprendiste y que ahora es extraña para mí? ¿Recuerdas aquella nota que te hice desde la cubierta del barco en alta mar, donde escondí unos versos que siguen siendo tuyos? En ellos relataba una historia donde hacíamos el amor como fantasmas y yo llegaba hasta ti, desde muy lejos, con una inmarchitable margarita del Cáucaso prendida a la solapa. En el poema, que escribí después, tú vestías un leve traje hecho con el tinte violeta de las tardes de Octubre. La despedida, en el Hotel Victoria, fue una fría noche de La Habana y el mar saltaba inquieto sobre el muro. Nos entregamos en un silencio urgente, desmedido, que nos puso a rodar sobre la alfombra en estallidos múltiples. No hubo llanto, ni adiós y yo partí al amanecer rumbo al sur, hacia las tierras del fin del mundo.
YO NO PEDÍ NACER
Cuando un hombre y una mujer se juntan,
¿tendrán en cuenta que al hacer el amor
son como dioses,
que del acto de amarse,
de intercambiar sus jugos esenciales,
puede venir después un ser
que tendrá un nombre,
un modo de tocar las cosas,
un rostro para el beso o el azote?
Mientras funden sus cuerpos
hasta lograr que la piel sea una sola,
que baste una boca para respirar,
que lata un corazón para los dos,
¿pensarán entonces
que nadie le ha pedido venir a este paisaje?
¿Serán capaces de ofrecer disculpas?