Poesía ecuatoriana: Luis Enrique Mora Cheza

Leemos poesía ecuatoriana. Leemos algunos textos de Luis Enrique Mora Cheza (Julio Andrade, Carchi, 1981). En 2018 publicó su ópera prima: Escrito para verte nunca más, de la mano de El Ángel editor. Desde entonces ha venido participando en recitales locales en diversas ciudades del país. Ha sido invitado en algunas ocasiones a Poesía en Paralelo Cero. Ha sido parte de diversas antologías poéticas en los últimos años, de la que destacan: Audio libro versoTRASverso (Lluevediciones, 2020), I Antología internacional literaria Simiente del Valle (2020), Antología de Poesía Hispanoamericana Vol. II Espacio me has vencido (El Ángel editor, 2021), Antología de Escritura Creativa Continuo discontinuo continúo (2020),  Entre dientes” (Ocho poetas ecuatorianos, 2022), Antología de Escritura Creativa Octámbulos (El Ángel editor, 2022). En el 2022 presentó su segundo poemario Hambres y apetitos (El Ángel editor, 2022).

 

 

LIMINAR

Indagar mis iniciales con la noche. La muerte es la recompensa.

 L.E.M.

 

Dice el poeta argentino Aldo Pellegrini: “La poesía como fuente de conocimiento se basa en la creencia de que los poderes del espíritu pueden ir más allá del mundo de lo aparente.” Y si damos crédito a esa frase, es porque entendemos que la poesía nos enfrenta a la realidad desde una perspectiva ontológica y abismal.

HAMBRES Y APETITOS, puede ser simbólicamente eso: una perspectiva ontológica y abismal que trasciende el mero sentido de la palabra y se adentra en los rincones del ser para hurgarlo hasta la médula.

No es un simple ejercicio de autoconocimiento, no nos confundamos. Luis Enrique Mora explora los perfiles de su yo, como si fuera una imagen especular en donde todos (¡sin excusas!) podemos reflejarnos. Primer acierto del poeta.

La originalidad en el tratamiento de los temas, ese fluir de versos en el vocabulario preciso (y sugerente), los recursos estilísticos que enriquecen y nos hablan de calidad y jerarquía, son elementos de la escritura que nos delimitan su universo y lo elevan. Otro acierto del poeta.

Ligados a una lectura epidérmica, los poemas de este libro se abren como un abanico de luces y todo aquel que lo aborde, no quedará inmune. Luces, dije, como pude decir pan, fósforo, invierno. Porque, bien lo señala Mora en su poema inicial, “¿Quién sostiene lo inasible?”.

Preguntas retóricas, metáforas que rozan zonas oscuras o fugaces, imágenes que se proyectan y nos revelan ese límite en donde “Sube a mi esqueleto el arte vital/ de escribirme, con los pies, las desmemorias”, hacen que la poesía de Luis Enrique Mora nos observe con ojos adámicos. Desde esa condición –ausente o presente de sí mismo- desnuda sus entornos (la sangre nunca será el límite) para exclamar un aquí estoy, esto soy, etimológica y encarnadamente humano. Nuevo acierto del poeta.

Así, en ese vaivén insuperable que posee toda página, el volumen se yergue a nuestra vista con la impronta de un poeta cabal, alquimista lírico que sabrá donde “desvalijarnos los vacíos”, donde escribir sobre la piedra, el testimonio más acabado de su estirpe: “la insolencia de mi sangre me delata”.

Como si partiésemos una manzana (aquella del pecado pero también la que nos quitó la venda de los ojos) el libro de Luis Enrique Mora se divide en dos partes tutelares: HAMBRES Y APETITOS y MEMORIA SALVAJE, algo así como el anverso y el reverso de todas las cosas o bien, ese registro binario que -mal que nos pese- suscribe el destino y sus sombras: “Mi poesía tiene frío. Se espanta”.

En ese contexto, cuarenta y dos poemas brillan o fulguran en este poemario, siendo fuego y lumbre, desolación y esperanza, obsesiones en la garganta de los días, “una línea que apunta inicio y fin exactamente”, en la definición de su verso. Último acierto del poeta.

Establecidas estas coordenadas, el lector navegará sobre este manojo de poemas, como quien reúne las cuentas de un collar extraordinario: esta excelsa producción poética lucirá de camafeo milagroso en las más feroces tempestades.

La razón de mis dichos: Luis Enrique Mora es un excelente poeta y este libro está llamado a dejar su huella imperecedera dentro de la mejor poesía ecuatoriana.

Piero de Vicari, Julio 2022.

A tientas

 

Como han de faltarme los ojos, me doy alas.
Ventiscas y polvaredas para hacer una marea
a partir de una laguna.
Hemos de resurgir como humo o antorcha
sin el frío de tu blanquísima espesura.
Has de pretender que no vuelva.
Que mi costillar sea el centro de mesa
donde has de hurgar mis cavidades
rebuscando, hasta el codo, una última palabra.

Tu automóvil fue el boleto de este viaje sin tráfico.
Las antenas del mundo, el micrófono
comunicante que tuvimos por testigo.
Déjame acampar este calcio que me sobra
en la esquina de tu dermis más profunda.

Estas ganas y desganas que sudan mi cabeza sin sombrero,
que me hacen un sediento lacerado,
un tamarindo hambriento de dulzura,
mártir de esta lid de tactos liberados.

La primavera enciende de aceitunas tus pezones.
Hace de tu pubis una fragua milagrosa
donde se forja mi lengua en luminosos idiomas.
En esta estrechez de asiento a asiento,
de vidrios empañados,
de ausencias de garaje,
de calores pronunciados,
tu polen se agita dulce a mis manos de abeja,
tu hambre en evidencia de sudorosa polinización.
Yo acudo a este ritual donde tus labios juveniles
han de entonar su rock pesado más floral y viudo.

Pido perdón por esta oscuridad.
No tuvimos las gotas de sol,
ni las negadas mieles de agua.
Fuimos, en esta soledad de ciudadanos,
un teléfono soltero esperando una llamada,
un baño donde fugarnos,
un closet donde escondernos.

No dejamos testigos ni huellas.
Nos cosimos esa noche los destinos,
nos dimos la sangre y las ansias
y nunca más hallamos el camino.

 

 

Parentescos

 

Siempre quise tener una tía que se llame Gertrudis.
Hermana de alguno de mis criadores.
Hija de alguna de mis abuelas hadas.

Que a la hora de la merienda
entone un pasillo triste en mis costillas,
juegue con mis pestañas de letanía y
agarre las confianzas de mis sobrantes carnes.

Esa tía plana de huesos
que desfila sus olorosas ropas por la sala y por el patio.

Que odia las aguas de infusión
y que salta con el café de la tarde en medio de dos panes de helio
y que me pide un encargo de hierbas del mercado
y que las busque en las ciénegas y zanjas.

Me abandonó una tarde.

Con sal en los bolsillos para ahuyentar los duendes,
esquivando las fogatas de azogue un tres de mayo
en medio del excremento de los cuyes.

Nunca vi odio en sus ojos.

En su delantal, desdibujados, los remiendos con olor
a humedad y chamusquina,
arrayán, cedrón y guanto;
se alargaron sus dedos como eucaliptos.

La tía Gertrudis se fue una tarde
sin yo saber que era mi tía
y ella, sin saber que yo fui más que su gato.

 

 

Culpa de nadie

Los migrantes duermen en mis pasos.
Me río de esta pobreza.
La llevo en la ropa.
Huelo a ella por el cuello,
por la espalda.

Salgo del Centro de Salud
con la queja arisca en las entrañas.

–Regrese otro día, no hay medicamentos.
Me gritan cerca de la oreja.
Aparte de pobre me creen sorda.

Me abruma tanta espera.
Tengo hambre de pájaro.

El cuerpo reposa en la obsolescencia.

Me han deshuesado el alma a tanto insulto.
Me han quitado tantas veces de los sitios.

No hago falta con mi ruido de aguacero.

Voy a acostar este ensamble de huesos.
Encargo la narración
de mis andanzas.

Alguien debe ser culpable y nadie.
La mala cabeza, suelen decir.

–Regrese otro día, no hay espacio en el cementerio.

 

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