Poesía argentina: Mariano Rolando Andrade

Leemos poemas inéditos de Mariano Rolando Andrade (Buenos Aires, 1973) y los acompañamos de una breve entrevista sobre poética. También es narrador, traductor y periodista. Publicó la novela Los viajes de Rimbaud (1996), la antología Poesía Beat (2017) y Canciones de los mares del Sur. Fue ganador del Premio Juan Rulfo de Radio Francia Internacional a Mejor cuento en lengua francesa (2001). colaboró en el libro 20 años sin Cortázar (Revista Caleta en colaboración con la Universidad de Cádiz, España, 2004). Trabajó en diversos medios en Argentina, así como en la AFP en París, Bruselas y Nueva York. 

 

 

***

 

Alí Calderón

 ¿Qué te interesa hacer en un poema? O mejor dicho de otro modo, ¿cómo despliegas tu poética en el texto?

Mariano Rolando Andrade

Espero, y deseo, que toda creación se abra camino por algún mecanismo que escape a mi entendimiento. Cuando es premeditado en general falla, aunque su estética engañe. Esto no desdeña la utilización de todo tipo de recursos estilísticos correspondientes a la labor del orfebre y necesarios para construir y oponer. Hay muchas puertas y conviene no tener miedo y abrirlas todas.

La exploración, una vez hallada la primera brecha en el espeso bosque de la palabra, es quizás el segundo momento más placentero de la escritura. El primero es el simple acto de escribir movido por el vínculo entre lo psíquico, lo espiritual y lo físico. En la exploración artística, si uno se permite la errancia, se esconden las señales ignoradas del poema y llamadas a ascender a pesar nuestro.

Me interesa que en mi poética el tiempo y el espacio crucen sus caminos hasta hacer desaparecer los límites de pasado, presente y futuro; que convivan lo dicho y lo sugerido, las simetrías, la música y la atonalidad, la electricidad de la narración.

 

Alí Calderón

¿Qué crees que ha dejado de ser importante o qué ha pasado de moda en la escritura de un poema?

Mariano Rolando Andrade

Soy bastante escéptico a la hora de opinar sobre este tipo de cuestiones. Sí sé lo que no me gusta: la exhibición de una supuesta superioridad a partir de conocimientos y la intertextualidad, los juegos crípticos, los disparos por elevación o “bromas privadas” en los que finalmente poco se dice y el objetivo es pavonearse o saldar cuentas que no interesan más que al autor. 

Puedo ir más lejos aún y decirte que un poeta puede haberme parecido “bueno” en el pasado y ya no. O viceversa. Recuerdo lo que decía Maeterlinck sobre Lautréamont: “Descubrí los Cantos de Maldoror hace treinta y cinco años. Me parecía entonces que era el arquetipo de la obra de un genio. Hoy… creo que todo eso me parecería ininteligible”. Y lo cito porque volví a esa “confesión” hace poco al releer a Lautréamont luego de más de 25 años. En mi caso, nada de aquel impacto inicial se había desvanecido. Pero podría haberme parecido insufrible.

 

Alí Calderón

¿Has leído recientemente poemas que te parezcan significativos o particularmente buenos? ¿Quiénes son los poetas que te entusiasman ahora?

Mariano Rolando Andrade

Leo de manera constante poesía, y descubro joyas, fulgores que me deslumbran, especialmente de autores que transitan caminos muy alejados del mío y me sorprenden por su búsqueda, sus temática, su imaginación. Pero si tuviera que citarte a dos poetas que admiro y me entusiasman, elijo a Luisa Futoransky y Christophe Manon. Con Luisa existe la aspiración de un linaje. Con Christophe, la ilusión de un diálogo y una comunión. De Luisa, me encuentro abocado a la publicación de su poesía completa (los dos primeros volúmenes que van desde 1963 hasta 1997 ya están disponibles). De Christophe, se acaba de publicar en Argentina su Testamento, que traduje, y hay otros proyectos en marcha. Me interesan particularmente estos aportes, que van más allá de mi propia escritura.

 

 

***

 

 

Una selección del inédito Baladas de los Mares del Norte

 

 

Hombre en la ventana

 

Un día, dentro de muchos años,
vendrás y te pararás en la librería
con rejas verdes de la rue Gay Lussac
y mirarás enfrente,
a las ventanas del tercer piso del 49
y le contarás a alguien,
o te contarás a vos misma
que ahí viviste llegada de Argentina y recién nacida.
“Era un dos ambientes chico, mi cuna estaba
entre las cortinas y la cómoda del cuarto de mis padres”.
Con tu índice señalarás las ventanas,
y alguien te preguntará,
o vos misma lo harás,
cómo fue que te trajeron hasta acá
si tan solo dos meses antes salías
de un hospital en Buenos Aires
una mañana de sol de marzo apenas fresca
para entrar en un dos ambientes también,
allá donde se rozan Palermo y Almagro.

No lo vas a ver,
no tendrías por qué hacerlo,
pero desde hace años
—desde hace todos estos años—
el hombre que fue tu padre está con un bebé en brazos
de pie detrás de la ventana del pequeño salón
y los dos miran hacia la librería abajo,
a la chica de pie en la puerta.
Son muchas las horas que te han mirado
mañanas enteras de verano,
y también cuando llegó
la brisa fresca que anuncia el otoño boreal.
Con las cortinas blancas plegadas
los dos en silencio, el hombre de pie,
hasta hacerte dormir lentamente
con los ojos rojos aún de ese llanto tuyo.
No lo ves, pero una vez que te dejes ir
y descanses libre de pena en la habitación,
volverá a la ventana.
Volverá a mirar la librería y a esperarte,
                                                                  a esperar el futuro.

 

 

 

 

Janis

 

Yo conocí a Janis, sí.
Fue en Nueva York, o antes, bastante antes, en París quizás.
No lo sé con certeza; hay cosas que uno no quiere recordar.
Y además, las ciudades se parecen tanto.

Sí estoy seguro de dos cosas: no fue en el Chelsea y no se llamaba Janis.
Estaba sentada en la barra de un bar del Village,
sola de madrugada pidiendo jacks con coca.
Afuera, por la Sexta Avenida,
desfilaban jaurías de taxis vacíos.

No hablaba mucho, Janis.
No le hacía falta.
Tenía penas oscuras que no eran negras
pero brillaban como si lo fuesen.
Eso
y una inquietante sonrisa de media luna.

Yo conocí a Janis, sí.
Fue en Nueva York, o después, un poco después, en Buenos Aires.
Quién sabe; hay cosas que uno no quiere recordar.
Y además, qué importan los lugares.

Caminaba de madrugada por el empedrado de San Telmo
Y de repente se detuvo en una esquina y se quedó ahí.
Buscaba o esperaba algo, vaya uno a saber qué.
Tan intensa y quieta que daba pavor.
Ella, que en un segundo estallaba como una supernova.

No hablaba mucho, Janis.
O hablaba en una lengua indescifrable.
Un idioma de uñas pintadas de negro recorriendo el vidrio.
Una lengua de pies jugando con las patas de la banqueta.
Nunca sabías qué estaba pensando.
“Cosas mías”, decía, y callaba.

Yo conocí a Janis, sí.
Fue en Nueva York, o en París, o en Buenos Aires.
Pudo haber sido en otra ciudad; hay cosas que uno no quiere recordar.
Además, los lugares se confunden en la memoria.

Manejaba como una condenada por una avenida
que se metía sin esperanza en el sur de una ciudad.
Ahí donde la civilización cede al arrabal y se gesta el suburbio.
Parecía una rockstar cansada de ser leyenda, Janis.
La sonrisa de media luna, las uñas negras firmes en el volante.

Había tomado cinco, seis, siete jacks con coca.
No sé cómo hacía, tan menuda y tan exquisita.
Escuchaba música y miraba de reojo el sol
asomando entre los escombros y los edificios desparejos.
El pelo se le acomodaba sin artificios sobre los hombros.
Los músculos se contraían en las piernas desnudas.

El sur no tiene límites; me hubiese ido lejos con Janis.
Pasamos estaciones de tren vacías y fábricas cerradas,
puentes mutilados, largos paredones con grafitis.
Recorrimos kilómetros ficticios planeando huidas.

El viento de la mañana nos resbalaba por la frente.
Y en un semáforo en rojo, después de mirarme y cerrar los ojos,
ella, la que nunca hablaba o hablaba en otros idiomas,
se puso a recordar en el alba inmaculada del suburbio.

Habló de su primer trabajo, atendiendo en un locutorio de Constitución.
Tenía 19 años, dijo, y acababa de terminar la secundaria.
El negocio era del padre de una amiga, el barrio era filoso
y ella una chica bien de Adrogué, una chica rebelde de Adrogué.

Los chicos nos querían, comentó, y pisó el acelerador.
Al final de cada día, un rato antes de irnos,
poníamos la música alta mientras limpiábamos el lugar.
Los Stones, Janis, los Doors… Otras cosas también.

Mientras la escuchaba, traté de imaginarla a esa edad,
metida en un caos de cumbia y vendedores ambulantes,
putas, vagabundos, laburantes, travestis,
dealers, policías, colectiveros, pibitos solos.

No sin cierta vanidad —porque ella también era vanidosa—,
recordó entonces a un chico en particular,
un chico que se cruzó una vez en el tren a Glew.
“Vos sos Janis, la del locutorio”, le dijo él, y se le declaró.

Yo conocí a Janis, sí.
No importa demasiado en qué ciudad ni en qué circunstancias.
Sí estoy seguro de dos cosas: no fue en el Chelsea y no se llamaba Janis.
Pero lo entendí al chico aquel.
Lo entendí perfectamente y lo envidié.

 

 

 

 

 

La caída de Kabul

                                                                    Al Gordo

 

Jugaron a ser Burton, Connolly y tantos otros enterrados
detrás de esa pared color tierra y las puertas de madera
del cementerio británico que cuidaba Rahimullah,
el viejo que venció a los talibanes recostado en una lápida.

Travestidos, con barba y un trabajado andar cansino
vagaban por el bazar enclavado en edificios en ruinas
mordiendo la kufiya para que no los ahogase el polvo
de las carretillas, los mutilados, las cabezas de corderos.

En cada esquina casi cruzaban soldados sin ánimo
sentados horas en una silla de plástico con la Kalashnikov,
o impotentes en los blindados, mientras en las mezquitas
la gente votaba y dejaba su indefenso dedo lleno de tinta.

Terminaban el día en L’Atmosphère o uno de esos lugares
que los afganos desconocían y donde los extranjeros
volvían a sus vicios, las armas bajo llave en la entrada,
como si Kabul tuviese algún resplandor de Texas.

Al despertar, nuevamente sastres, tintoreros y carniceros
en sus artes al aire libre; las mujeres celestes o invisibles.
Y el cielo azul que se podía tocar, como los mañanas
en los jardines de otoño tardíamente florecidos.

Así había sido, contaban bebiendo sus vinos infames. Así.
Pero ahora la gente corría desesperada hacia el aeropuerto
y ellos miraban la televisión, traidores quizás, quizás
hombres que tuvieron una juventud épica… traidores, sí.

Ahora, en la noche desfasada de París y Buenos Aires
recordaban a tipos como Mustafá, Khalil y Rabani,
porque era posible verlos en la pista desquiciada
o encerrados en sus casa sin mañana a la vista.

Sobre todo a Haziz, el actor barrido por la guerra,
soldado en Kandahar, prófugo, exiliado en Peshawar,
que volvió a Kabul cuando cayeron los talibanes
y montó un teatro itinerante para hablar de democracia.

A Fuyadin, que los llevó una tarde justo antes de ramadán
a la mansión de su primo el comandante de Shakardara
en la ruta a Mazar, y los muyahidines armados fumaban
en la llanura sembrada de carcasas de tanques soviéticos.

Kassem y otros habían salvado los archivos de Afghan Films
quemando bobinas y cintas sin valor en un pastizal
ante la mirada aprobatoria de talibanes que ignoraban
el muro falso donde escondían los tesoros del cine afgano.

Pero eso fue antes. Ahora la gente luchaba para treparse
a un ala, una rueda, zambullirse en la bodega de un avión.
Kabul había caído sin balas y aquellos mismos hombres
de fajina y chancletas volvían a ser los señores del lugar.

La gente corría. Gente tal vez de los caseríos paupérrimos
que colgaban en las colinas en los suburbios y que vieron
un día de sol en camino al impenetrable valle de Panshir,
cuando conocieron el mausoleo del comandante Masud.

Gente tal vez de los barrios pudientes de Qalla-e-Fatullah
que había trabajado con ellos y creído que el pasado
no podía repetirse y esas tierras olvidadas y deseadas
tenían derecho al ímpetu civilizador de los invasores.

Gente como Estefan, el periodista que los cuidó en la Herat
de las mil tumbas de santos, profetas y poetas.
Como Abdulá, el hazara que los llevó a la ciudad roja
en lo alto de la ruta prohibida que conduce a Bamiyán.

Porque jugaron a ser Burton, Connolly y tantos otros
por los lagos vírgenes de la remota Band-e-Amir.
En noches en puestos de comida en la ruta a Bagram.
En Ka Taroshi, la calle más vieja y esquiva del bazar.

Jugaron, o quizás no tanto. Tal vez en verdad creyeron,
y ahora en la noche desfasada de París y Buenos Aires
la caída de Kabul, esperada e inevitable, los obligó
a callar para drenar la confusa tristeza del traidor.

Porque no eran afganos y estaban a salvo lejos.
Porque esos rostros eran los mismos que sin pedir nada
los habían arrancado alguna vez de la suerte
de cavar su tumba ante una multitud en un país extraño.

 

 

 

 

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