Dentro de la Antología de Narrativa Mexicana Contemporánea preparada por Círculo de Poesía, presentamos un cuento de Glafira Rocha (Culiacán, 1974). Es narradora, dramaturga y guionista. Ha publicado: Azul, El rumor de los días que vendrán (FETA) y Tales cuentos en la colección Palabras del Humaya. Rocha presenta mañana viernes su más reciente volumen de cuento, Relato a mí, en el IMACP, Reforms y 3 norte, Puebla, a las 6 pm.
Hoja en blanco
Empezaron su camino al mismo tiempo: una movía la hoja de papel y se echaba aire; en la otra el cabello se sacudía. Los mechones lacios le picaban los ojos, eso no le gustaba, le decía a mamá, ella le cortaba el fleco, pero de nuevo los cabellos revoloteaban, se metían aguzadamente en el lagrimal. Por días anidaban ahí, hasta que era necesario llevarla al doctor para que introdujera las pinzas. La niña en un abrir de ojos se cubría el rostro con la cobija, pero la otra, la mujer, dando un soplo lento le soltaba aire en la cara. Luego la niña, luego la mujer, luego nada.
Sucedía de manera recurrente, la mujer en pleno sufrimiento, vuelcos en la cama hasta caer, levantada en la madrugada. Ambas lloraban a la luz del espejo. La niña en medio del juego con lágrimas, que corrían sin razón alguna, hacían pequeños arroyuelos en las mejillas, dirección los labios, la lengua se convertía en sal.
La mujer impasible viéndose al espejo, la mañana era su noche. Noctámbula por la mansión solitaria, rumbo al jardín, reconocía que en algún tiempo le gustaron las flores: el amarillo, el verde, el rojo, todos juntos en un campo sombrío. Llegaba la náusea, el abandono y el color, ese color infantil que nunca volvió a ver. Rendida de nuevo en la habitación, tomaba la hoja, un intento por escribir algo, pero mejor la sacudía ondulando el aire, ese aire viajero en tiempo, enmarañando el cabello de la niña sola.
Cuando la niña fue a la escuela, todos se burlaron al ver su cabello despeinado, los ojos enrojecidos. Un respiro hondo, se sentó en la última butaca y quedó enclavada hasta finalizar la primaria. Había dejado de ser una niña, se vio al espejo, percibió ese aire que le revolvía el cabello, tomó unas tijeras, acabó con la melena para convertirse en la joven. La mujer metamorfosis a anciana, veía hacia el pasado y a un recuerdo de niña estúpida que permitía que todos se mofaran de ella. Nunca hacía nada, ni hablar, sólo bajar la cabeza. Niña tonta, niña tonta.
Ahora eran cuatro las mujeres que recorrían el tiempo: la niña, la joven, la mujer y la anciana.
La joven de cabello corto lloraba sin parar, sentía el coraje de la mujer en la que se convertiría posteriormente, entonces, bajaba el rostro, no podía enfrentarse a ella misma.
La mujer había regresado al jardín para ver de nuevo los colores, quiso decirle algo a la niña, pero no pudo, sin embargo, fue la pequeña quien habló con ella sin darse cuenta. La niña tomó la hoja, se echó aire por un momento y escribió, era una carta para su madre, preguntaba por qué nunca podía sentarse en las butacas de enfrente. Las faltas de ortografía se nublaban ante esos ojos con llanto. La joven también agarró una hoja, no pudo escribir, simplemente un brinco tras otro en el colchón, con los deseos de estrellar su cabeza al techo, pero una reflexión de la anciana la hizo detener. Mejor abrió la puerta para tomar aire, ese aire que golpeaba en las pestañas, resecando la retina, opacando la mirada, distorsionando la imagen del espejo.
La mujer se incorpora, una necesidad inmensa de escribir la había invadido, quiso sentirse como cuando joven: esa vez que se cortó el cabello, dando saltos en la cama y salió a la calle. Al regreso redactó ese diario que todos confundieron con novela. Después del recuerdo, decide tomar la hoja, la observa pero se detiene cuando le entra el calor de siempre, la ansiedad por decir algo que no puede, mejor, se echa aire. El cabello de la niña se sacude en pleno examen de español, las respuestas vuelan, fueron a dar a los pies de la maestra, reprobada, le dijo. La anciana puso a calentar agua, aún no sabe si es para prepararse un café o la vaciará en su cuerpo para sentir un poco de calor, ese calor que ha perdido, cómo lo extraña.
En el momento en que había que tomar decisiones para cambiar la fortuna de la vida, todas ellas cerraban los ojos, pero jamás la mención de una palabra. Su alrededor se sacudía, aunque ellas no articularan un solo dedo para decir sí o no. Algunas veces la muerte les guiñaba el ojo, les quitaba a los seres queridos: la niña se quedó paralizada al enterarse que jamás volvería a ver a su madre, un espasmo la dejó impávida, enmudeció por un tiempo. La joven pensó que dejando de comer las respuestas llegarían. La mujer se encerró en una jaula, para estar sola, sola. La anciana ya no sentía.
El momento en que todas profesaban que por algo tenían un sitio en el espacio, era cuando se topaban con la hoja en blanco, ellas eran las únicas que podían llenar ese pedazo de materia con palabras, entonces, experimentaban un sentimiento de grandeza. Podían ser el dios de un mundo lleno de personajes y objetos que se borrarían cuando la fuerza de su mano arrugara el papel. Las palabras languidecían, temblaban ante el poder de esa mujer, de esa divinidad superior, perfecta, de ese ser que todo lo sabía y todo lo podía, pero las letras no se daban cuenta de que el Creador también puede ser débil.
Las cuatro mujeres se comunicaban sin notarlo, cada movimiento, cada paso modificaba a la otra. El aire las envolvía sin jamás juntarlas… llegó el día en que ocurrió, todas, sin pensarlo, en el mismo instante en que observaban aletargadamente la hoja en blanco, la tomaron y se echaron aire. Ése era el reflejo para invocar a las palabras. Las cuatro hojas, que eran una sola, se movieron, un gran baile sincronizado se formó, todas pudieron ver unos instantes el rostro de las otras tres, sólo en el tiempo que puede durar la ondulación de una página. La niña quiso correr pero no pudo, la mujer fue invadida por el calor, la joven cerró los ojos, la anciana sintió la muerte y todo se acabó cuando otra mano, una superior a la de ellas, arrugó la hoja y la tiró al piso.
Datos vitales
Glafira Rocha (Culiacán Sinaloa, 1974) estudió la licenciatura en Letras Hispánicas y la Maestría en Filosofía. Es Narradora, Dramaturga y Guionista. Tiene publicados: Azul, El rumor de los días que vendrán, en la Editorial Tierra Adentro y Tales cuentos en la colección Palabras del Humaya. Recibió Menciones honoríficas en el IX Premio Nacional de Cuento Carmen Báez y en el Premio Nacional de Dramaturgia Joven Gerardo Mancebo del Castillo 2002. Ha obtenido las becas de la Fundación para las Letras Mexicanas, Fondo Estatal para la Cultura y las Artes y del Fondo Nacional para la Cultura y las Artes, así como el apoyo del Instituto Nacional de Cinematografía en su Programa de Estímulo a Creadores.