Iniciamos la antología “Arenas movedizas: Poesía iberoamericana y principio de siglo” que reunirá a los mayores autores de nuestro presente poético. Este trayecto, con la mejor poesía en lengua española y portuguesa, comienza con el trabajo del poeta uruguayo Alfredo Fressia (Montevideo, 1948).
Unas palabras
En principio, la poesía parece ser el mejor, más profundo y más denso espacio de reflexión de la experiencia humana. Y por eso no resulta simpática a los tiempos que corren, regidos por la prisa, la desaparición del sujeto en las multitudes y por las manipulaciones mediáticas. La poesía es sabidamente peligrosa y rebelde, una terca mosca en la sopa.
Sin embargo, hay que recordar que “la poesía”, dicho así, es una abstracción, y lo que de hecho existen son los poemas, esos objetos de lenguaje que tienen una historia colectiva, social, sin duda, pero también en lado personal, el sello autoral de una firma. Por más que uno no quiera hacer de su poesía un diario íntimo (es un ejemplo, porque es lícito si alguien quiere hacerlo), siempre habrá un diálogo con un relato biográfico sobreentendido o imaginado.
A ver si me explico. La estética de la poesía que he creado podría llamarse “estética de la exclusión”, y eso yo no lo sabía en 1973, cuando publiqué mi primer librito (fue pocos meses antes del golpe de estado, cuando el Uruguay se derrumbaba). Sobrevino entonces el exilio, que en mi caso, fue una fuga a un país vecino, el Brasil, el único con otro idioma y con una tradición poética diferente, Por así decirlo, me exilié en otro exilio. Es muy difícil la lucha cotidiana para no perder o para no bastardear el idioma. Hoy, con el internet y la globalización, debe resultar más fácil, pero en aquellos tiempos era muy duro. Tuve que escribir desde ese espacio de soledad y literalmente de exilio, tuve que ser siempre “el otro”. No tuve una generación, mía, con la cual convivir. El idioma era mi terreno identitario (justo en mi caso, que por motivos de trabajo tenía que expresarme en tres idiomas, el francés y el portugués -el español quedaba para la soledad y la noche, cuando escribía).
Cuando pude volver al Uruguay, al fin de la dictadura –voy desde entonces dos o tres veces por año- tomé conciencia de la soledad de mi tarea, e incluyo en eso la relativamente mala distribución de mis poemarios de entonces. Fui excluido de alguna de esas antologías un poco porvincianas que se proponen resumir el palpitar de “la poesía nacional”, lo que vino a confirmar en mí y en los lectores esa estética de la exclusión de que hablo. Es la parte de azar que contribuye a la creación de una estética, la parte de azar por la que tendré siempre un sentimiento de gratitud.
Hubo, eso sí, algunos jóvenes que me leían, una generación muy unida, la de los 80, llegaron a publicar una antología en Montevideo. Siempre se lo agradecí, yo diría que ha habido en mi vida seres que me han ayudado a salir de ese estado de exilio (dicen que el exilio tiene comienzo pero no tiene fin), y por eso me gusta mencionar, hablando de esos poetas que eran jóvenes en los ´80, el nombre, por ejemplo, de Luis Bravo y del “Maca” Wojciechowski. Muchos años después, cuando mis poemas casi que sólo circulaban en Uruguay hubo el oído atento y la generosidad de José Angel Leyva y su equipo, en ediciones Alforja, que dio a conocer Eclipse en México.
Hoy, cuando ya no es justo hablar de exilio, lo que quedó fueron esos poemas, es decir, una apuesta al lenguaje para no perderse (o perderme) en el propio cuerpo, la marca de Caín del exilio, el agradecimiento a los seres que me ayudaron a no morir ahogado, el diálogo difícil con una patria indiferente y esa estética de la exclusión, esa transfiguración del material bruto de la vida en arte, que es la obra de todo poeta.
Ustedes, poetas, Mario y Alí, me han hecho un gran honor invitándome para abrir esta antología de comienzos del siglo XXI, y no sé si la selección que hice resultará un buen resumen, no lo creo. Uno querría reunir en una “muestra”, aunque sea de diez poemas, un dibujo, algo así como un tejido que hubiera encogido pero que guardara la estampa. No lo logré. Quedaron afuera los temas de la patria, del amor, del cuerpo… Pero van algunos versos. Los ordené contra la línea del tiempo, por pura desobediencia, desde los más nuevos –inéditos en libro- hasta los más antiguos. Van en busca de sus lectores.
Diez poemas
ALFREDO Y YO
Duerme bajo el firmamento
la paciente flora del invierno.
Yo también duermo en mi cuarto de pobre.
Del lado ciego de la almohada
otro Alfredo tirita, es un ala
o una sombra que prendí al alfiler
entre las hojas de herbario, un insomne
aprisionado en las nervaduras,
mi fantasma transparente.
¿Qué haré contigo, Alfredo?
Afuera pasará un dromedario
por el ojo de la aguja, un milagro,
la larga letanía de tus santos
para escapar del laberinto,
tocar el infinito herido por la flecha
en la constelación de Sagitario
y siempre la tortuga en tu poema
ganaba la carrera.
Sobrevivo a cada noche
como un potro celeste
nutrido con alfalfa y con estrellas
mientras tú, Alfredo, hueles a hierbas viejas
en el cajón atiborrado de secretos.
Yo te olvido al despertar, sigo mi busca
obstinada en el pajar del mundo
y te reencuentro en la almohada
pinchado al otro lado de mi sueño.
ABEL
Juegan los dos niños. Hermano mío
tan exacto será el crimen, a ti
cabrán estas ciudades y los hijos,
y nos reiremos casi mareados
del carrousel. Dimos vuelta a los ríos
del Edén y vimos girar el globo
terrestre en el pupitre, un ecuador
obeso crujía sobre la esfera,
el calambre en la costilla de Adán.
Era como un vértigo, como un viaje
de regreso obediente rumbo al vientre.
Yo rumiaré con gratitud el pasto
de los nacidos para morir. Tú
trazarás con el compás ese círculo
donde otra vez me hundo. Hermano mío,
guardé el borrón de sangre prometida
en los lentos cuadernos de la infancia,
o eran pergaminos, piel mortal, versos.
Sólo quedó la bóveda de un cráneo
y esa estrella solitaria. ¿Qué mira?
LA TABLA DE MENDELEIEV
Dimitri Ivánovich Mendeleiev
(Tobolsk, Siberia, 1834-San Petersburgo, 1907)
Dimitri Ivánovich, amigo puntual: te lo confieso,
últimamente ando desencontrado, se me confunden
las lunaciones, supe que me hacía trampas
el solitario, toco y no me cierra
la escala periódica entre los dedos.
De noche no duermo, y recorro en la tabla
los metales más raros y pesados,
aquel del cansancio milenario que previste sin saber nombrar,
mineral, salado, el de la estatua.
Fui presionando con las yemas de los dedos, encontré amantes
escondidos atrás de los jacintos, era entre el umbral y el cielo,
y vi los genios que bajaban por los cipreses para tocar a los muchachos.
También contemplé el vientre atómico
de las cruces y las flechas, abierto bajo la luna llena:
se maldecían de tanto que se amaban.
Entonces fui un amante metafísico (era el cansancio)
y absorbía los Valores con los labios secos.
Me disfracé de pastora en el Segundo Imperio y consultaba las tablas
historiadas con grabados de Doré. Mi perfil era griego
y abrigaba sonetos con la lana del rebaño
que le robé a Virgilio. Tenía el plectro
engarzado con metales preciosos,
y otros que no eran preciosos, Dimitri,
lo confieso, pero eran mi tabla de salvación.
Después vino el otoño, y los metales volátiles,
los del vino que mareaba el sueño de los dioses,
me desviaron las manos hacia el sur,
¡Islas Marquesas!, gritaba el equipaje,
a rehacer la escala inevitable.
Hablé aliviado con el Inca en Cuzco,
le pedí consejos de coquetería en el futuro
próximo y lejano y el futuro futuro
de tu Tobolsk inversa, y me descubrí en la playa
en brazos de un Marqués rubio y ciego
e impotente y sabio.
Dimitri, hice tabla rasa del orden de los elementos
y giro entre trece signos nuevos para mi horóscopo
de estrella sin galaxia. Se me saltean peldaños
en la escala, y oigo la risa de Jacob
por las fisuras del universo.
LOS PERSAS
Según Herodoto, la armada de Jerjes
ya había dejado Sardes camino a Salamina,
cuando el sol empezó a abandonar su lugar en el cielo
y a desaparecer. El día, sereno y sin la sombra de una nube,
se fue transformando en noche. El sol
tomaba el color del zafiro y, al mirarse entre sí,
los hombres se veían pálidos como muertos.
Todas las cosas parecían bañarse en un vapor oscuro.
El estupor y el espanto se apoderaron del corazón
de aquellos hombres jóvenes. Jerjes veía el prodigio,
lo siguió con atención y preguntó a sus magos
lo que significaba. El cielo, le respondieron,
anunciaba a los griegos la destrucción de sus ciudades
pues el sol, decían, es el astro profético de los griegos,
y la luna el de los persas. Jerjes, suspendido,
se encantó con la respuesta, alivió a sus hombres
con palabras confiantes y ¾no callará nunca
Herodoto¾ ordenó que retomasen la ruta.
Al morir lo comprendieron: morimos
de un eclipse, eternos como el zafiro,
y seguiremos el retorno de las lunas
mientras un Coreuta recite nuestros nombres.
Fue sólo para eso que vivimos.
Jerjes murió en palacio, asesinado por un traidor.
DIARIO DE CAZA
Duró toda una noche. Navegamos
más allá de las columnas, lejos los bosques
donde ríe una diosa y las estrellas
sin memoria apuntaban al lunario. Yo les robo los pétalos
a las plantas carnívoras del jardín de las delicias.
Acecho sobre la escotilla, enhebro collares vegetales
para los tripulantes de efímeras gargantas. Mis dedos ágiles
siguen la línea sinuosa en el elzevir:
Estos son los ríos de Babilonia, se suben
en busca del olvido y vuelven siempre
soberbios como un planeta. A veces me detengo
en los jardines suspendidos del imperio, y ejercito
la muerte en mis últimos torneos de cetrería.
El Centauro me afiló los dientes y las uñas, tengo
la avidez de trece lunas llenas, y del viaje sólo recuerdo
unas cartas de navegación hundidas, una cacería
de altura y el canto de los marineros.
LECCIÓN DE HISTORIA
Llegamos juntos los vivos y los muertos, venimos
por la ruta de la seda, los cien mil
hijos de todos los santos, listos
para atravesar los Pirineos. Traemos los cinco sentidos
engarzados en el collar de la paloma, o los suspende en la mano
la dama del unicornio. Jugamos a las Guerras
de religión, versátiles como argumentos
en la controversia de los ritos chinos.
¿Querían ver a Margarita de Angulema, reina de Navarra?
Aquí está. El blanco rostro, sagitario de cal envuelto con su manto negro,
sola, lejos de su máscula madre y su hija trágica, nos mira.
Durante los cincuenta y siete años de su vida
quiere entender: “Los mansos heredarán
la tierra”. Como nosotros, ella ve transfigurarse en aro lunar
el eclipse de sol, son velos inmóviles
sobre la nave del destierro, vendas blancas en el rostro
de la reina, la veladura fanstasmal en el último retrato.
A veces los muertos nos abrazan, somos jóvenes
en un café de Montevideo (L’eclisse de Antonioni
era de 1962, el silencio de una noche de verano
en una ciudad industrial donde aún se oyen
los ruidos insistentes de la naturaleza). Estamos
entre la vida y la muerte, tejemos la belicosa tapicería de Bayeux
para cubrir de paciencia los muros del Cementerio, el mundo
es una tierra rasa golpeada por el viento. Y miramos el cielo. Todavía
guardo fotografías del eclipse, como mapas
o arcanos del Tarot. Un modo de ver
imágenes mal reveladas, o están floues, se nos mueven
los bordes. Ci-gît François Ducasse, pero Isidoro el hijo
yace en estampas radiactivas, meteoritos
con carga eléctrica de Urano, la tortuga de Esquilo
caída sobre el Uruguay. Yo soy el más joven de los muertos,
reconstruyo el mundo en mi lección de Historia y le beso la sandalia
a Empédocles, en silencio, después de la explosión.
El eclipse local de sol del 28 de octubre de 1536
duró 2 horas 24 minutos (se sabe hoy). Margarita de Angulema
lo contempló en Pau junto a sus enanas que leían hebreo.
Nostradamus tenía 33 años, y el eclipse venía desde antes, solapado
por la noche oscura (del alma, se sabía entonces): Por eso durará
como el recuerdo, y será amargo. Vendrán los brujos montevideanos
de la aurora, los de las palabras nuevas, ruidos de la naturaleza
al occidente de San Pablo, las llaves en la mano
para girar las manecillas del reloj
y el perseverante libro de las horas
de exilio y pocas de reconciliación. Margarita
lee lo que no quiere, no creyó en la Transustanciación
ni en la intercesión de la Virgen, pero sabe que los mansos
son hombres lobos durante el eclipse.
Después quedamos fijados para siempre
como la reina en su manto negro, el que usó
para posar en los austeros salones de Nerac,
enterradas las fotos, huesos sobre las cartas celestes,
estas joyas del ancestro en la carrera.
PENITENCIA
Paso la noche ordenando los juegos imprudentes del insomnio, hago madejas
con los hilos de seda sueltos en mi sambenito. Digo piedad.
Tejí entre las costillas las dos alas de San Andrés, punto cruz
de un viejo talismán contra el remordimiento.
Llovió. Oigo la gotera en la cocina mientras rezo
para que surjan otra vez brillantes, madre mía, las murallas de Ur
húmedas sobre la arena, la sábana tibia de mis hecatombes,
gansos que degollé en el Capitolio. Quiero volver al vientre
y velo inmóvil sobre la tela de arañas venenosas. Las cuento
una por una, hasta que sucumban hambrientas como pensamientos.
Rezo. La gotera no cede en la cocina. Acostado
soy blanco y gigante como el arrepentimiento. Vivo para pedir.
Perdón por la memoria porosa de la arena, perdón
si hundo mi oído en la almohada de plumas
y me oigo flotar tras la muralla, Amén.
PLACE DES VOSGES
Futuro era el de antes, el del tiempo de mis quince años. Todas las noches me gasto las suelas de los zapatos caminando hasta la plaza Matriz, y me siento a esperar el futuro. Vení, comprá maníes con chocolate y sentate. Las mujeres que fuman ya me conocen. Yo no, todavía no me conozco. Y tampoco miro a nadie, ni a nada. Como maníes con chocolate. ¿Espera a alguien? Sí, al futuro. Respiro hondo, sentado del lado de la Catedral, de espaldas a la calle Sarandí. Todas las noches, soy asiduo y puntual. Sé que cuando el futuro aparezca, vendrá volando por atrás del Cabildo. Una ráfaga, y yo lo atraparé en mis pulmones y me llevará leve como en un globo, lejos de la plaza. La noche está fresca, llovió de tarde. ¿Y hoy, llegó? No, debe estar atrasado, viene de muy antes. Los maníes con chocolate me pesan como una piedra. Y me miro los zapatos, desamparados.
NOCTURNO EN LA AVENIDA SÃO JOÃO
Un travesti en silencio contra un poste
es menos triste que la avenida São João de madrugada,
cuando la niebla se recuesta nordestina
y venérea en las ajenas paredes sin empleo, y esperan
las mujeres, y el borracho espera por su sombra
caída en la calzada. La hora en que se hunden
en su rabo interrogante los gatos sin respuesta
y los marineros cantaron y se miran
esperando por su canto, esperando por oírlo
y todos los idiomas son incomprensibles
como la espera del viento por sí mismo
oyendo su queja vieja de ventana rota.
En el anónimo cuarto sólo iluminado
por el neón afuera, los amantes
son títeres del tiempo: oyen dar
las caricias violentas de la noche y se toman
por la espalda blanda como cama deshecha.
El viento se encajona en la avenida de olor ácido
y los amantes se duermen al neón repetido, sin cuerda
la noche embotellada entre los postes.
EL MIEDO, PADRE
Padre, yo me espanto
de estar preso en mi cuerpo, el condenado
umbral, perfecto, este retorno, padre,
eternamente en viaje y muerto, por las cuatro
estaciones y la suerte
echada de los hombres, los hijos
obedientes de la especie, padre,
los muertos venideros. ¿Quién es
este huésped en mi cuerpo? Estos años,
¿de quién son prisioneros en las venas?
¿Qué hago, padre, con mi espanto
a cuestas, y mis días
en los días implacables de los hombres?
Datos vitales
Alfredo Fressia nació en Montevideo, Uruguay, en 1948. Es poeta, traductor y crítico literario. Desde 1976 reside en São Paulo, Brasil. Su obra poética incluye: Un esqueleto azul y otra agonía (Montevideo, 1973, Premio MEC, Uruguay); Clave final (Montevideo, 1982); Noticias extranjeras (Montevideo, 1984); Destino: Rua Aurora (São Paulo, 1986); Cuarenta poemas (Montevideo, 1989); Frontera móvil (Montevideo, 1997, Premio MEC, Uruguay); El futuro/ O futuro (bilingüe español-portugués, Lisboa, 1998); Amores impares (collage sobre textos de nueve poetas, Montevideo, 1998); Veloz eternidad (Montevideo, 1999, Premio MEC, Uruguay); Eclipse (Montevideo, 2003, este libro existe también en Alforja, México, DF, 2006). Senryu o El árbol de las sílabas, Montevideo, 2008, Premio Bartolomé Hidalgo). En Montevideo, 2009, salió su libro de crónicas y memorias Ciudad de papel y en 2010 la antología Canto desalojado (São Paulo, Lumme Editor).