Foja de Poesía No. 307: Carlos Aldazábal

 Carlos-Aldazábal[1]Presentamos el trabajo del poeta argentino Carlos Aldazábal (Salta, Argentina, 1974), autor de varios libros de poemas, ganador de numerosos premios en su país y reciente incorporación para las próximas ediciones de Poesía ante la incertidumbre

 

 

 

 

El frasco

                   

           A veces disimulo y no escribo.

                                     Raúl Aráoz Anzoátegui

 

Tengo un frasco de tinta

que escribe esmerado sobre el tiempo.

Es un frasco celeste

                 como esperanza arruinada por los buitres,

es un frasco de adobe

                  que repite al hornero enaltecido

                  por el martirio constante del asfalto.

Tengo un frasco de tinta.

 

A veces me descuido

y un río de palabras ahoga mi alfabeto,

                        desborda los contornos

                        de este estuario,

y el frasco se me agota.

 

A veces me equivoco

y en vez de poner tinta

descargo el contenido de mi pulso

       y el frasco se ennegrece

                como el corazón de dos amantes muertos

                        a la hora de amar.

 

Tengo un frasco de tinta.

Me da pánico que el miedo se lo robe.

 

                                       (de La soberbia del monje)

 

 

 

 

 

Profesión de fe 

 

En Salta creemos

que no hay nada mejor

que

   escribir un poema,

   destapar un buen vino

o fornicar con morenas

           de esas que te muerden

       cuando se suelta el orgasmo.

Creemos que en la tierra

se esconde un terremoto

y que la esterilidad es un problema ajeno,

                          propio de los peces.

Creemos en el sol,

                   en el folklore,

      en la virginidad porfiada de las niñas del centro,

                               de las que van a misa.

 

Hay algo, sin embargo,

en lo que no creemos.

 

Sabemos que la angustia es un suspiro

de los gorriones que se sientan a contemplar los muros

encima de la cruz del San Bernardo.

 

                                  (de La soberbia del monje)

 

 

 

 

 

Profecía del cuerpo

 

Cuerpo de hiedra apartada del muro,

cuerpo apartado de tu cuerpo,

cuerpo usurpado.

 

No son mis dientes

los que se adhieren a los tuyos,

los que encienden los nervios

de encías saladas por cepillos,

de caries dolidas por estar tan solas,

de bocas prensadas.

No es mi rodilla

la que visita los muslos de la noche

ni es mi costillar el que te sangra

                          entre los dedos.

 

El cuerpo es otro.

 

Yo soy tan sólo un cuerpo proletario,

un desposeído más entre los cuerpos,

un revolucionario apócrifo, un cuerpo en armas,

un cuerpo destinado a estar sin cuerpo,

                       al menos sin el tuyo;

y las caries me duelen,

y el costillar me sangra,

y su cuerpo se empeña en usurparme,

y tu cuerpo me ignora;

y yo oculto mis hojas creyendo en la palabra,

creyendo en el mañana que se acerca

             porque

llegará el día, la hora o el poema

en que los dientes de él se habrán caído

y mi cuerpo de liquen será verde

creciendo entre tus piernas

                       con tu agua.

                                               (de La soberbia del monje)

 

 

 

 

Febrero

 

A mi hermana

le crecían nubes en las uñas

cuando el carnaval se acercaba

al tumulto de las siestas.

Ella conjuraba el agua

para que las ondinas expresaran

su contento desde el aire

                          que chicoteaba la ventana

                  para asustar a los duendes

                                 arañadores de techos

                                            y de tejas.

Yo me escapaba con los duendes

porque aborrecía

                que las ondinas

me lamieran los huesos con sus lenguas de agua,

porque aborrecía el sudor de boca

que reverberaba en las sombras

escalofriándome el ánimo.

Al instante

           mi hermana se enojaba

y un duende arrepentido

resbalaba en el llanto

y el rito se cumplía

por el carnaval atrapado en las lágrimas,

por las ondinas graciosas

     transparentadas en sol

             que acariciaban la nostalgia de la brisa.

 

A las siete de la tarde

ya estábamos adentro, merendando,

imaginando el destierro

del patio y de sus seres, del carnaval

 

y el momento amenazante del olvido

que se cernía sobre la ciudad

como la certeza de la noche. 

 

                              (de Por qué queremos ser Quevedo)

 

 

 

 

 

Las mascotas

 

La blanca tenía la lengua triste,

con esa tristeza de perro chico

que se siente impotente

para engullir las manos de los asesinos.

 

La negra era un dragón

con pinchos en la espalda

que solía mirar por el vidrio

con la ternura de un Cristo,

               de un Gandhi eterno,

portador de una melancolía nueva,

                              inadmisible.

 

(Cruzando la frontera vivía un oso,

sobreviviente estéril de una raza mágica

encargada de custodiar al que dormía

en cuna de mimbre trenzada por el tiempo.)

 

La negra cultivaba el respeto

                     por su madre

y la blanca enseñaba los tesoros ratones

                    a su hijastra

y en las noches de ánimas errantes

se juntaban en un dúo de lamentos

antes de la danza

                  en torno de la piedra.

 

(Cuentan que el oso cayó prisionero

de un cazador de animales ordinarios

y terminó en cobertor

de cuna de mimbre trenzada por el tiempo.)

 

Yo escarbé en la ausencia

cuando en diciembre vino la emboscada

y una guadaña roja se clavó en la frente

                                    de la negra

y una guadaña ciega cercenó la tristeza

                                    de la blanca

y la parca reía

y todo el mundo hablando sobre el alma

                          que es cosa de los hombres

y yo sin comprenderlos

y encima este recuerdo que me escarba las sienes

                                      y todavía nada.

 

                                                                  (de Por qué queremos ser Quevedo)

 

 

 

 

 

La higuera

 

Cuando el argumento lo exigía

yo era el que despertaba a los fantasmas

  y llamaba a los ovnis

para viajar en el torrente sanguíneo

        de lo absurdo.

 

Las runas se trazaban

sobre las axilas,

                 las esquinas de los barrios

          que escondían duendes ostrogodos,

y así la invocación surtía efecto.

 

La higuera era el buque pirata

              que conducía a la selva del fondo,

     la máquina del tiempo que me acercaba

                 al dinosaurio perro

              que me mordió una tarde

         y terminó ahorcado por el vecino,

                                      el malo de la jungla

                                      al que yo bombardeaba

                                      con piedras de Hiroshima

                          para reírme de la radioactividad

                                         que se elevaba

                          sobre el tejado de sus cejas.

 

Cierto día el buque se hundió:

                    mamá decidió parquizar el fondo

                    y eliminar las malezas

                    que afeaban las fuentes de las ninfas,

                                                seres de yeso

                            que se comieron la tierra de las parras

                            y confabularon con el vecino

                            para terminar con mi reinado

                                                  sobre la higuera.

 

                                                                                   (de Por qué queremos ser Quevedo)

 

 

 

 

Dispersa la memoria…

 

Dispersa la memoria en la sangre del músculo:

 

la lengua, el músculo que habla

con la cordillera de los muertos

(¿cordillera absoluta, eternidad?)

 

Ejercicio del profeta:

              fijar los ojos del pasado

              en el sonido de las rocas

              chocando con el agua.

Otro ejercicio:

               con el corazón en luto

               trascender el tiempo

               y colgarse del dolor.

 

Mi lengua habló (¿hablaba?)

porque todos querían saber si nevaría,

si llegarían guanacos.

 

Narrador del futuro,

¿trazarán estas palabras la caída

de una estrella fugaz

invocando a los muertos?    

 

                                                 (de Nadie enduela su voz como plegaria)

 

 

 

 

 

En el cementerio de la Misión

 

Robertito Gómez

descansa en Río Grande.

Una pequeña placa

encima de la tierra

nos habla de un dolor muy remoto,   

algún padre que esquilaba la oveja.

 

Quizás en las retinas de este muerto

descansen las imágenes

de los muertos de al lado,

esas tumbas anónimas,

testimonio de historia repetida.

 

¿Tuberculosis? ¿Tifus?

¿La gripe? ¿El viento oeste?

Muchas fueron las causas

para cubrir de huesos

el pasto de la estepa,

para que el fósil diga:

“Aquí vivió algún indio,

civilizado o bruto,

aquí quiso salvarlo

el cirio de la iglesia,

pero la luz fue tenue

y no ahuyentó a la noche”.

 

Una flauta de brisa

contamina el silencio

y en este sitio lejos

sólo el mar es testigo

de un carancho chillando.

 

Son chillidos profundos,

son los roncos fusiles de la historia,

yacimientos del odio

que crecen en el tiempo

para que a los museos

no les falten los cráneos.

 

                   (de Nadie enduela su voz como plegaria)

 

 

 

 

 

Amelia Biagioni me habla por teléfono

 

Hoy no hay alfombras para Amelia.

Pero su voz me visitó de pronto

            aletargando el sueño.

 

Ese viento feliz me permitió su imagen:

su lento deambular de diana cazadora

       detrás de la sonrisa y el poema.

 

¿Cómo salgo de aquí para encontrarla, Amelia y su jazmín

en su alfombra encantada, en su hilito de voz,

temerosa y lunar, hilanderita, preocupada en llamar, en acordarse,

aunque tema salir a la vereda por los lobos del mundo

                            y prefiera quedarse visitando de lejos?

 

 

Que no me corte.

 

Que la muerte se olvide de nosotros.

 

Que el tiempo se congele para siempre.

                                                                            (inédito)

 

 

 

 

 

Debo estudiar francés

 

Olga Orozco preparó un arrollado

   bañado en chocolate

y vino Miroslav, que es cocinero,

        a la hora del té.

 

También estaba yo, poeta inédito

  incapaz del francés y el galicismo.

 

El rito comenzó con la vajilla.

“Leeré en el futuro las llaves del abismo

para saber qué puertas nos tocarán en suerte.

Qué casas cruzaremos, qué portal venturoso,

que llanto inagotable hablará en las gargantas”.

 

No recuerdo el pronóstico.

Pero sí su paciencia, su infinita bondad,

la mágica infusión de su voz poderosa.

Y el “estudie francés” imperativo

               que siempre descarté.

 

El domingo pasado tuvimos otro encuentro.

Pero estaba en La Pampa:

un museo de infancia que ahora es Olga.

 

Ahí viven sus libros (incluyéndome a mí),

y sus plantas, sus piedras.

Y además Berenice maúlla en tono bajo

              profiriendo ladridos.

 

Ella se preocupó por explicarme

                      (esta vez sin rodeos)

cómo es la luz, cómo son los abismos,

cómo la muerte juega en los jardines

y los portones crujen

cuando suenan pavanas y milongas.

 

Y el llanto comenzó como gotera,

y no quiso parar hasta vaciarme

el poco mineral que hay en mis huesos.

 

Olga me consoló con galletitas y un pocillo de mate.

 

El llanto no cesó.

 

Aunque leo francés no puedo hablarlo

  y no puedo nombrar

 

                      con esta boca

 

                       en este mundo

 

                       desde esta pena.

 

                                                                (inédito)

 

 

 

Datos vitales

Carlos J. Aldazábal (Salta, Argentina, 1974) ha publicado los libros de poesía La soberbia del monje (1996), Por qué queremos ser Quevedo (1999), Nadie enduela su voz como plegaria (2003), El caserío (2007), Heredarás la tierra (2007) y El banco está cerrado (2010). Entre otros, obtuvo el Primer Premio del Concurso “Identidad, de las huellas a la palabra”, organizado por Abuelas de Plaza de Mayo. Es cofundador del proyecto editorial el suri porfiado (www.elsuriporfiado.blogspot.com) y de  la revista de poesía La costurerita (www.la-costurerita.com.ar). Coordina el Espacio Literario Juan L. Ortiz del Centro Cultural de la Cooperación Floreal Gorini, en la ciudad de Buenos Aires.

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