Cuento chileno actual No. 5: Marcelo Cabello

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En el marco del dossier de cuento chileno actual preparado por Reinaldo Marchant, presentamos el cuento “Llamado en espera” de Marcelo Cabello (Santiago, 1971). Fue alumno en los talleres de los escritores Pablo Azócar y Poli Délano.

 

 

Llamado en espera 

 

A Héctor Díaz Lemus, por su decisión

 

Un rechinar de neumáticos lo alertó. Se disiparon los baños de barro medicinal como volutas de cigarro. Una mentada de madre se coló por el vidrio lateral del automóvil borrándole a Domínguez sus recientes vacaciones en las Termas de Puyehue. Nuevamente se había engañado a sí mismo por ese defecto –para algunos, virtud- de escaparse de la realidad aunque fuese por unos segundos.

*

No tengo reparos en eso de fugarme de lo visible y tangible. Por mis gafas merodean suplementeros con juegos de la suerte, estudiantes con nariz de payaso haciendo malabares y campesinos ofreciendo sus verduras recién cosechadas. Más de una vez he llegado a casa con algo que no sé de dónde y cómo lo he conseguido. Común es descubrir una biblioteca de folletos de autos y departamentos, promociones de supermercados y vales de bencina en el asiento trasero. Lo es también recibir bocinazos acusándome el taco que provoco cuando me duermo con los ojos abiertos y mis dedos se deslizan por el volante como si tocaran piano. El espejo retrovisor es testigo de esas amenazantes y empuñadas manos. Mi mirada miope desciende a la caja de cambios y al pedal del acelerador. Me sorprendo por ese paso del plácido letargo a la voluntaria acción; una sonrisa me nace al amigarse las yemas del gordo, índice y medio con la perilla del dial, viajando de la Amplitud Modulada del “Diario de Cooperativa” al programa “Servicios legales”, de la radio Estrella de Llanquihue. “Eres entero a-e-me, a-e-me de amante melancólico”, me reprocha con sarcasmo mi mujer.

No sólo la música me lleva a otros parajes. También la lectura dominical en el Parque Industrial me hace viajar, pero no cualquier viaje, pues los muchachos que exhalan fuego de sus bocas, más otros que dominan espadas y pelotas en el aire, y unos pocos, al ritmo de la capoeira, se confunden con los personajes de la novela de turno, creando en mi mente una nueva y mejor historia. No percibo el tiempo hasta que el atardecer invita a los transeúntes a abrigarse en un boliche de música folclórica y menú de sandwiches y cervezas. Un encendido de faroles anuncia el despertar de la Luna, y el mío.

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Se despabiló que manejaba su fiel V16 y tenía que doblar en Vicente Pérez Rosales para dirigirse a su terrenito en Llanquihue. Por el parabrisas supo el motivo de la frenada: un semáforo sin energía había ocasionado un leve accidente, que pudo arreglarse cortésmente entre un motociclista y quien güasqueaba una yunta de caballos. Se dio cuenta que sus oídos despertaban con la voz de Sabina:

Cuando la muerte venga a visitarme, que me lleven al sur donde nací, aquí no queda sitio para nadie, pongamos que hablo de Madrid…

Sones que empezaron una contienda de volumen con el teléfono móvil que, del asiento del copiloto, anunciaba una llamada entrante.

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Cuando viajo en tren vivo la misma experiencia de desvarío. Mi nariz incrustada a la ventana me hace reconstruir mi infancia en el campo. Siento la calidez y escarcha de la Araucanía, uno retazos de fotografías sepia y vuelvo a la realidad con un suave golpe en la cara por el traqueteo de los rieles. “Qué ironía -pienso y cierro los ojos- despertar de un sueño por unos durmientes”. Una vez al mes repito el trayecto Puerto Varas-Temuco para ver y conversar con mis padres. Del último encuentro, el otoño se había despedido hacía meses y la celebración de Fiestas Patrias pasó sin noticias, cartas ni llamados.

Cada viaje es una mala siembra. Si acaso mi vieja está mejor de los achaques propios de quien cumplió setenta años. Si papá, mi mejor hincha futbolero, está con más energía. Sin embargo, del asilo plagado de remedios, vómitos y naftalina, me regreso con una cruz, al verles su andar de niños de ocho meses, sus manos incapaces de coger el tenedor y la cuchillo, o escuchar la voz apagada y alucinada del patriarca.

-Oiga, mijo, hay que hacer la cosecha de papas antes que se venga el aguacero del Dieciocho, mire que si no, vamos a perder sus güenos quintales ¿paró la oreja? Dígale una palabrita al maestro Macario, que le preste las máquinas, después arreglo con él por lo de los caballos que le pasé pal’ rodeo del año pasado ¿se acuerda?… Dominguito, hablando de animales, mándele un recado a don Tiberio, el del fundo de Los Yáñez, dígale que voy pa’allá como en… unas dos, o tres semanas… mejor, no le diga na’, dígale que dije yo que lleve a talaje al ganado, las vacas y los terneros, que me huele que deben estar bien flacuchentos con esta sequía… ¿No se la vaya a olvidar? Ah, me olvidaba, recoja toda la caca del corral de las ovejas y la tira en el cultivo de los claveles y rosas que tiene la mamá detrás de la noria… mire que debemos pensar pa’ más adelante con esa venta, porque la de miel y mora del verano se viene malena canta el tango…

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Domínguez se percató que el poste de tránsito mostraba el foco verde de las tres opciones. El celular seguía avisando un llamado que, por la pantalla, reconoció que era de aquella maldita casa de reposo, donde un televisor blanco y negro era el cartero de lo que sucede afuera. Su corazón latió más rápido y unas gotas de transpiración descendieron por su frente, señales de realidad al mover sus labios al ritmo de la radio:

La pupila archivó, un semáforo rojo, una mochila, un peugeot, y aquellos ojos miopes y la sangre al galope por mis venas y una nube de arena, dentro del corazón, y esta racha de amor sin apetito, los besos que perdí, por no saber decir: te necesito…

Afuera olía a combustible. Señal de ciudad pero también brotaba la frescura del campo entre sandías y melones calados por el choque. Escuchó una voz interior. Sumó, restó y concluyó algo que tenía como puntada en el pecho: la estadía de sus padres en ese geriátrico debía terminar. Había que dejar odios y rencillas de antaño -como que no aceptasen su matrimonio con una mujer embarazada sin querer casarse en la iglesia-. Ese resentimiento acabaría porque los extrañaba. Y los quería como fuera, y para ellos, él era lo a más la mano pues la parentela había partido a la capital, y algunos estaban bajo tierra; el hijo mayor siguió su vocación en una escuelita en Ancud y el del medio dedicaba horas al turismo aventura en Caburgua.

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En más de una ocasión, como hijo y cliente con las cuentas al día, reclamo ante la dirección por las dosis químicas y reglas de convivencia exigidas de la clínica. Me molesta el menú para huelguistas y pacientes siquiátricas que les dan, parece una burla de la vida si saco lustre a aquellos concurridos domingos con platos de entrada y fondo, acompañadas de ensaladas chilena, de apio palta, el vino con durazno o frutilla en la mesa de mantel floreado, la imperdible leche asada, quedando estómago para un té de hoja, no en bolsita, y tiempo para el comadreo de ellas, y juego de brisca o escoba de los hombres.

La lejana risa de mi taita me sosiega de aquella clínica y las caricias de mi vieja me hacen acurrucarme para escuchar otras campechanas historias de una lengua que se asoma y esconde entre una alicaída dentadura. Historias que escucho una vez al mes de un padre, a quien el sol regala un brillo del cielo en sus ojos al veme, y de ella que, mientras simula mirar un huérfano jardín, teje y deshace el punto de un chaleco para su nieto. Le vuelve la chispa cuando comparte con otras vecinas sus recetas de pastel de choclo, cazuela de ave con chuchoca si no “se pierde el aroma a campo”, o el budín de pan duro remojado que, después de una hora en el horno, se embetuna con mermelada y pasas. El viejo saca de su chupalla, cada vez que voy, su concho, añoranzas de adolescente, como su récord de diez segundos en cien metros planos ¡y con ojotas!

*

El era la respuesta, y se aprobaba asintiendo con su cabeza. Revivía a su madre bordándole el apellido en la cotona café con leche, y al padre que, tras la salida del turno de noche de la fábrica, le dejaba su colación en el velador. No hay otra salida, meditaba con expresión afirmativa en el espejo. “Debo rescatarlos”, susurró mientras la fila de vehículos comenzaba a avanzar. Los traería a su casa en las cercanías del segundo lago más grande del país. Les tendría un fértil y amplio terreno donde cultivar frutas, verduras, criar gallinas, pavos, lo que quisieran, pero por especialmente un espacio para construir un nuevo presente.

Un halo de felicidad iluminó el interior del Nissan. Intentó acelerar, doblar en la autopista y contestar el teléfono, todo al mismo tiempo. Decirles que iría a buscarlos, que tomaría la 5 Sur y en algunas horas los abrazaría. Que no los quería volvería a abandonar, que le perdonaran aquel destierro. Se escuchó reír y vio como otros coches tocaban el claxon para eludir ese lento tránsito. Una fuerza ajena le estimuló a salir veloz, aunque el semáforo ya parpadeaba en su ojo amarillo. “Nunca es tarde…”, pronunció firme y hundió el pedal del embrague, hizo cambio y aceleró más con el alma que con el pie. Vislumbró en la carretera a sus padres alegres y sorprendidos, igual como en la ocasión que les obsequió el título universitario y la medalla de campeón de liga escolar. Esa sonrisa quedó grabada en el retrovisor, al tiempo que se agachó, tomó el celular y les gritó: “¿Aló, viejos? Los quiero! Perdónenme, los voy a buscar…”.

Un derrumbe de hojalata y cemento, acompañado de trizaduras de vidrio y chirrido de neumáticos, se coló con la respuesta. La conversación se cortó por unos segundos. Fuera del vehículo yacía sangriento su cuerpo y a centímetros el teléfono, aún encendido que dejaba oír sollozantes voces. “Los voy a buscar… no se preocupen… los voy a buscar, como que me llamo Domínguez”, murmuró antes de perder la conciencia.

 

 

Datos vitales

Marcelo Paolo Cabello Marambio (Santiago, 1971) es Licenciado en Información Social y Periodista de la Pontificia Universidad Católica de Chile. Fue alumno en los talleres de los escritores Pablo Azócar y Poli Délano, este último su maestro en el arte de contar historias. En su paso por “El Mercurio”, “La Tercera”, “La Epoca” y “El Metropolitano” ha entrevistado a autores nacionales y extranjeros, de la talla de Alfredo Bryce Echenique, Oscar Hahn, Rafael Ramírez Heredia, Ramón Díaz Eterovic, Roberto Ampuero, Gonzalo Rojas, Hernán Rivera Letelier, entre otros, que le han dado más luces sobre este oficio. Ha publicado cuentos en portales y antologías de editoriales chilenas como “Puro cuento” (Aguilar), del siquiatra Marco Antonio de la Parra, y “La maleta de Ursula y otros cuentos” (Alfaguara), del Concurso de Revista Paula 2004. Es colaborador en sitio cultural “Letras de Chile” y semanario alemán “El Cóndor”. Actualmente, está editando su primer libro de cuentos, y compilando narraciones de jóvenes autores de Chile.

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