En el marco de la serie “Los mejores cuentos mexicanos”, preparada por Mario Calderón, presentamos un cuento de David Toscana (Monterrey, 1961). Es uno de los narradores más trascendentes de México. Ha publicado cuento y novela, entre las que sobresale “Santa María del Circo”. En 2008 recibió el Premio Casa de las Américas de Narrativa José María Arguedas por El ejército iluminado.
UN POETA LOCAL
Hildebrando fue recibido con una fiesta familiar organizada por sus padres. El alcalde —su tío— estuvo presente como invitado de honor, pues fue con dineros del municipio que pasó dos años en la capital del estado, inscrito en el Colegio de Escritores. Volvió con la satisfacción de un diploma enmarcado en chapa de oro que lo autorizaba a escribir profesionalmente y con el orgullo de estar entre los únicos dieciséis, de un grupo original de cincuenta, que terminaron el curso.
Hildebrando había ganado fama local porque sus veros eran leídos en cada fiesta patria y patronal. Para el veinticuatro de febrero, escribió un poema titulado La tricolor ondeante, cuyo verso más celebre decía:
Porque si no fueras águila no fuera México
Para el veintiuno de marzo, había escrito un poema llamado Bendito Benito, que se volvió tan famoso que incluso al pie de la estatua de Juárez, en la calle del mismo nombre, una placa conmemorativa lo citaba:
De sangre india tu nobleza
De sangre blanca tus querencias
Su repertorio abarcaba el primero, cinco y diez de mayo; el dieciséis de septiembre, el veinte de noviembre, el doce de octubre y las Navidades. También tenía loas para prohombres como Cuauhtémoc, Hidalgo, Guerrero, Zapata, Villa, Madero y el padre Pro.
El único tropiezo en su carrera —gracias a que nunca hizo público su soneto a López Portillo— se lo ganó por haber escrito la Oda al gobernador. La compuso a solicitud de su tío, en cierta ocasión que el gobernador visitó el pueblo. Educado con lecturas poéticas de años remotos, Hildebrando gustaba emplear palabras de dudoso significado para la mayoría de su público, pero que él sentía, le daban a sus versos la dosis de erudición que todo arte requiere. No era raro encontrar en sus obras palabras como: rosicler, algazara, progenie, lid, denuesto, pléyades, loor, fúlgido y fulgente, infando, presura, garzul, aqueste, zagal, querelloso, adalid y, con gran frecuencia, la expresión ¡Oh!
Escribió de un día para otro la desventurada oda terminándola justo antes de la ceremonia en que el gobernador inauguraría la ampliación de la escuela primaria y el alcalde trataría de negociar una partida del presupuesto para instalar una arena de lucha libre dedicada a Blue Demon, hijo adoptivo del lugar. El evento transcurrió según lo programado: se develó la placa conmemorativa de la ampliación, se aplaudió, hubo discursos y llegó la hora de la oda. Las primeras estrofas hablaron sobre un estado progresista y sobre un gobierno que daba libertad con oportunidad, sobre la recia figura del mandatario, con ojos siempre mirando al frente. El público interrumpía con aplausos y gritos de mariachi, hasta llegar al verso veintisiete, en el que Hildebrando empleo una de esas palabras de arte:
El gobernador embebecido
Hubo un momento de desconcierto en el que no se escucharon ni aplausos ni gritos. ¿Qué dijo?, se preguntó la gente y comenzaron a circular las interpretaciones. La prensa, al día siguiente, estuvo dividida. Algunos dijeron que Hildebrando había insinuado que el primer mandatario estatal actuaba como bebé y otros aseguraban que había empleado un sinónimo de baboso. POETA INSULTA AL GOBERNADOR, rezaba un encabezado.
El gobierno del estado, a través de la Subsecretaría de Comunicación Social, pidió al alcalde que buscara la manera de disculparse públicamente. El municipio pagó en todos los periódicos regionales un inserto que mostraba el texto íntegro de la Oda al gobernador. La palabra embebecido aparecía resaltada y con un asterisco. Al consultarse el asterisco al pie de página, podía leerse:
EMBEBECIDO: Adj. Admirado y pasmado.
FUENTE: Pequeño Larousse Ilustrado.
La explicación fue vista con buenos ojos por parte del gobierno estatal, sin embargo, aduciendo motivos de falta de recursos, se negó el apoyo económico para la arena de lucha libre.
Pese a esto, el balance de Hildebrando resultó positivo: nunca un poema suyo había alcanzado tanta difusión, y con esta buena fama ni el alcalde le negó el dinero para sus estudios ni el grueso de la gente protestó por el destino de sus impuestos.
Dos años asistió a una escuela donde le mostraron la manera como se deben manejar las metáforas y metonimias sin abusar de ellas, le hicieron memorizarse los elementos que requiere un texto para ser cuento. Aprendió a redactar guiones de cine, radio y televisión; obras de teatro y ensayos. Supo que palabras como fue, dio y vio ya no llevaban acento, y que extrañamente rió aún lo mantiene; que desapareció la be de obscuro, que el objetivo, cuando no da vida, mata; que los adverbios terminados en mente no deben emplearse frecuentemente; que pues bien, yo necesito decirte que te adoro ya no hace suspirar a nadie; y, muy a su pesar, se enteró de una verdad que en un principio le inquietó al punto de suponer que el maestro le mentía, pero que con el paso del tiempo y lecturas prestadas terminó por aceptar; una verdad que le dejó sin dormir varias noches sumido en la decepción y resuelto a nunca escribir otro verso: la poesía ya no era rimada.
Hubiera tomado el camino de vuelta al pueblo de no haber sido porque su decisión de dejar los versos lo condujo a aceptar la narrativa como su nueva vocación. A fin de cuentas, ser poeta o cuentista o dramaturgo o publicista no era más que una especialización dentro de su nueva vida como profesional de las letras.
Hildebrando sentía que la escuela le había dado todas las habilidades para escribir un cuento, sin embargo, no le venían las ideas. Por eso lo primero que hizo tras su fiesta de bienvenida fue meterse en el LONTANANZA para ocupar una mesa en la esquina del fondo. Ahí colgó un letrero:
ESCRITOR TITULADO POR LA ESCUELA DE ECRITORES BUSCA HISTORIAS PARA ESCRIBIR CUENTOS |
Si resultaba cierto —como decía el cantinero— que ahí se escuchaban más confesiones que en la iglesia, ése era el sitio preciso para hacerse de temas.
Tan fácil como tronarse unas cervezas y esperar.
—¿Ha habido suerte? —preguntó el cantinero.
—Todavía no.
Hildebrando había notado la presencia de un hombre que desde una mesa distante lo miraba con insistencia pero sin ánimo para acercarse. Supuso que todo era cuestión de tiempo, de tragos. Cuando el hombre estuviera suficientemente borracho se acercaría para verter su alma en el papel.
De repente sus miradas se encontraron. Hildebrando sonrió con torpeza y levantó el brazo en señal de saludo. El hombre ni sonrió ni saludó: eructó, se puso en pie y se acercó al escritor.
—Tengo la historia perfecta —dijo.
Volteó hacia la barra e hizo una seña que Hildebrando interpretó como amor y paz, y que dentro del LONTANANZA significaba dos cervezas por favor.
—Cuéntemela, señor, y si vale la pena, yo la convierto en literatura.
—Me llamo Adalberto.
—Bien, Adalberto, sólo quiero aclararte que los escritores nos alimentamos de ideas venidas de muchas fuentes sin que paguemos gratificaciones o regalías.
—No quiero dinero…
—Hildebrando.
—¿Eres el de poema a Juárez? —Adalberto se entusiasmó y tendió la mano sin hallar correspondencia.
Llegaron las dos cervezas. Hildebrando destapó la pluma y abrió su cuaderno. Las hojas estaban casi todas repletas de tachaduras y frases que no concluían, de inicios de cuentos que se quedaron en el arranque.
—Es una historia de ciencia ficción —dijo Adalberto.
—No importa —aclaró Hildebrando—, yo escribo cualquier género.
—Es sobre un candidato a primer ministro de una isla imaginaria. Un candidato muy popular que seguramente hubiera ganado las elecciones si no es porque alguien lo asesina en la última etapa de su campaña. La gente lo llora y siente que con él también se van a la tumba los sueños de progreso económico, justicia social, empleo digno, democracia, soberanía nacional, auge comercial, desarrollo cultural…
—¿No son muchas esperanzas para un candidato?
—Se hacen mil esfuerzos por resolver el crimen pero no hay modo de dar con los culpables. Mientras tanto, el candidato sustituto gana las elecciones y, tan pronto toma el poder, la isla se hunde en una tremenda crisis…
—Tenía entendido que iba a ser de ciencia ficción.
—Sí, espérate tantito —dijo Adalberto y dio un trago largo a su cerveza (luengo trago, pensó Hildebrando—. Ocurre que un famoso científico congela el cuerpo del difunto o lo conserva sumergido en cualquier sustancia rara que se te ocurra, y para antes del siguiente periodo electoral, ¿qué crees?, encuentra la forma de revivirlo. Por supuesto otra vez popularidad total, la esperanza perdida, sácanos del pozo y no sé cuánto más. El candidato ex muerto gana entonces las elecciones, mayoría absoluta, arrasa, toma el poder… y la isla se vuelve a hundir en una crisis todavía peor.
Adalberto miró a Hildebrando, ansioso por detectar entusiasmo en su rostro.
—¿Me viste cara de pendejo?
—¿Por qué?
—La alusión es tan evidente que hasta un niño la pesca —ahora fue Hildebrando el que bebió hasta apurar la botella—. Además no quiero meterme en líos con nadie; ya me veo: el Rushdie de petatiux. No estoy para eso; mi búsqueda es puramente literaria, sin compromisos que la corrompan.
—Pero muy bueno para hacerle odas al gobernador.
—Es diferente, eso lo escribo porque lo siento.
—A mí, se me hace que eres un lambiscón.
—Y tú eres puro hocico —Hildebrando se incomodó por lo infantil de su respuesta.
Vio que Adalberto se ponía en pie y se marchaba. ¡Síguelo!, le gritó una voz por dentro. ¿Quién va a pagar las cervezas de amor y paz? Pero tuvo miedo de armar un escándalo, de parecer un imbécil corriendo detrás, y no obstante sus bolsillos vacíos, cerrando los puños lo dejó partir.
Al día siguiente las cosas no fueron mejor. Estuvo toda la mañana sentado en la misma mesa, bebiendo agua y haciendo garabatos en el cuaderno sin que nadie se acercara, salvo el cantinero.
—Si no consumes te tienes que ir —le advirtió, y le explicó que de cualquier modo, aun chupándose una coronita por minuto, no estaba muy convencido de permitirle colgar el letrero. El mal ejemplo podría extenderse y al rato llegarían plomeros, albañiles, abogados y hasta médicos a colgar sus letreros con horarios, tarifas y especialidades. SE DESTAPAN CAÑOS / DEFIENDO TRABAJADORES DESPEDIDOS / SE PONEN INYECCIONES. ¿En qué se convertiría mi negocio?
Hildebrando volteó a ver su propio letrero y quiso recordar a algún colega que hubiera hecho algo parecido en otra cantina, pero apenas le alcanzó la cabeza para imaginar a Carlos Fuentes en La Ópera, de la mano de Candice Bergen.
—El muy ojete —dijo para sí—, con esa vieja hasta yo escribo Terra nostra… y capaz que la mía sí se entiende.
Concibió un libro titulado Historias de Lontananza, en el que el primer cuento narraría las andanzas de un escritor que entra a un bar y cuelga un letrero en busca de temas. Pensó a su vez en un título apropiado para ese cuento y, llevado por la cultura cinematográfica, se le ocurrió Los apuros de un escritor.
Era la única idea que hasta el momento le había entusiasmado y se le fue el tiempo tomado de ella. Sin embargo no se ponía de acuerdo sobre narradores, tonos, tiempos y demás. El escritor entró al bar. No. El bar estaba vacío. Con un carajo. Luego de dos horas de pensar, sólo le había satisfecho el refraseamiento del título: Un escritor en apuros.
En esas andaba cuando se acercó un hombre.
—Si quiere escribir algo realmente importante, yo le puedo dar un tip.
Hildebrando levantó la vista al escuchar la voz profunda y pausada. Vio u hombre viejo, con una mezcla extraña de fortaleza y cansancio.
—Lo escucho —dijo.
—¿No me invitas a sentarme?
Imaginó al viejo pidiendo un par de cervezas y luego yéndose sin pagar.
—Todavía no —dijo Hildebrando—, primero dígame de qué se trata.
El hombre no hizo caso y se sentó. Sacó un pañuelo de bolsillo de la camisa y secó una capa de sudor en su frente a punto de gotear.
—Conozco la verdadera identidad de Blue Demos —dijo.
Hildebrando cerró su cuaderno.
—No sabía que fuera un secreto.
En silencio, el hombre desmenuzó una servilleta y luego sopló con fuerza para hacer volar los jirones.
—Es cierto —dijo decepcionado—, tal vez ya no sea secreto.
—Y en todo caso —dijo Hildebrando— no creo que sea importante.
El hombre se puso en pie y se retiró con paso lento. Su voz baja pero audible alcanzó a decir:
—Tienes razón, tal vez ya no le importe a nadie.
Apenas salió del LONTANANZA, entró Adalberto, aprovechando el impulso de vaivén que le dio el hombre a la puerta.
—Ahí estás —dijo señalando hacia Hildebrando.
—¿Qué? ¿Tiene otra historia de ciencia ficción?
Adalberto pidió un par de cervezas y se sentó.
—Mira —dijo—, acepto que los que te conté ayer puede parecerse en algo a lo de Kennedy…
—Kennedy mis huevos —interrumpió Hildebrando.
—…pero ahora te voy a contar una historia sobre una curita que sabía más de la cuenta.
Hildebrando lo miró con desconfianza. El cantinero trajo las dos cervezas.
—O las pagas por adelantado —advirtió Hildebrando— o no escucho nada.
Adalberto extendió un billete al cantinero y comenzó a relatar:
—Trata de un sacristán que accidentalmente se da cuenta de que el párroco se roba las limosnas. El sacristán no tiene pruebas y comienza a investigar un poco por su cuenta…
—¿Todo ocurre en una isla imaginaria?
—No, Hildebrando, ésta es otra historia —dio un trago de cerveza—. El sacristán se espanta cuando se entera de que el párroco está confabulado con el alcalde de estos negocios; y como se corre el chisme de que anduvo haciendo preguntas y enterándose de cosas que no debía, una noche lo machetean en la central de autobuses.
Hildebrando golpeó la mesa con la mano abierta
—Sí, claro —dijo—, y dicen que fue un accidente, que lo confundieron con Chucho el Roto.
—No exactamente —dijo Adalberto—. Si fuera tan simple yo mismo escribiría la historia. Ocurre que aquí el asunto se multiplica con cientos de personajes y con decenas de hipótesis sobre lo que ocurrió.
Por un momento Hildebrando se entusiasmó con el proyecto; pensó en una novela con varias voces encontradas, narradores omniscientes, equicientes y deficientes; y narradores omniscientes que se hacen los deficientes; personajes clave que aparecen en una página y desaparecen en la siguiente. También se le ocurrió meter dentro de los antagonistas a un curita italiano para emparentar su novela con las de Puzzo; pero aquí le vino una idea que lo decepcionó por completo: ¿qué hacer con una novela donde el protagonista está muerto y los demás personajes son antagonistas? No recordó que le hubieran enseñado eso en la escuela de escritores.
—Si tienes complejo de fiscal especial ve a la Pe Ge Erre —dijo Hildebrando con exasperación—; a mí no me interesan tus hipótesis.
—Deja contarte el resto.
—Ya escuché suficiente —lo detuvo Hildebrando—. ¿De veras me ves tanta cara de pendejo?
Adalberto comprendió que estaba perdiendo su tiempo. Tomó ambas cervezas y se las llevó a otra mesa, donde se puso a beber sin prisa.
Hildebrando retiró su letrero. ¿A quién se le ocurriría? Probó la seña de amor y paz y rápido llegó el cantinero con un par de coronas.
—Así me gusta —dijo—, consumiendo y sin letrero serás siempre bienvenido.
También bebió con lentitud. Esperaría hasta que Adalberto saliera porque se le ocurrió que irse antes era como exhibir su derrota. Abrió su cuaderno y fingió que escribía, pasando la pluma sobre los trazos de proyectos anteriores, incluyendo el del escritor en apuros. Entre trago y trazo descubrió un calendario que colgaba a un costado de la puerta del baño. No le llamó la atención la gringa descolorida con cerveza en mano, sino la fecha: agosto 27. En cinco días comenzaría septiembre, mes de la patria. Pensó en sus versos a Hidalgo, Allende, Morelos; al grito de Dolores, al abrazo de Acatempan y a las agallas del Pípila. Muchos los sabía de memoria y los repasó en silencio, con el tono heroico para el que fueron escritos. Entonces le vino un renovado entusiasmo por las palabras, tal como lo sentía antes de que le informaran que la rima estaba muerta y sepultada. Buscó en su cuaderno una hoja en blanco. Aún le quedaban algunos héroes sin versificar, y se dijo que no había muerto ni sepultura que se resistieran al talento. Levántate y anda, decretó en su cabeza, se persignó con la misma mano que sostenía la pluma y comenzó a escribir.
¡Oh! desventurada patria mía
Que pagó con santa sangre de niño
La intromisión de un extraño enemigo
Porque en Chapultepec parque no había.