Presentamos un cuento de la narradora y periodista Amelia Domínguez (1955). Nació en la Huasteca hidalguense y vive en Puebla desde hace varios años. En 1994 obtuvo el premio a la crítica teatral otorgado por la Secretaría de Estado de Cultura del Gobierno del Estado de Puebla. Fue becada del fondo Estatal para la Cultura y las Artes de Puebla-FONCA, 1997-1998, y del Fondo Estatal para la Cultura y las Artes del Estado de Hidalgo-FONCA en 2000-2001.
TRÍO
El autobús se aleja serpenteando sobre el asfalto, marcado a la mitad por una interminable raya blanca, dejando atrás una estela de humo gris que se eleva despacio hasta el cielo, despejado a esa hora de la mañana. La mujer que descendió de él, con una maleta desvencijada a cuestas, mira alrededor, como reconociendo el pueblo y se encamina hacia la casa más próxima, donde una señora de edad madura lava ropa con desgano.
-¿Don Filemón Madera? –contesta solícita la lavandera a la pregunta de la desconocida-, es aquél que va ahí por el camino, de camisa azul; seguro no lo reconoce, porque de tres años para acá se ha quedado en los puros huesos y su cabeza se ha puesto toda blanca… al pobre la pena se lo ha ido acabando poco a poco.
Observa a la recién llegada, que parece tener un cansancio crónico; probablemente viajó toda la noche, piensa. Comedida, interrumpe un momento su tarea para ofrecerle un vaso de agua.
-¿Es usted familiar de don Filemón? –pregunta, ansiosa de platicar con alguien, de conocer noticias de otros lugares.
La aludida mueve la cabeza para decir que no, pero la lavandera, que vive sola y casi nunca recibe visitas, la invita a descansar un rato y le arrima una silla a la sombra del almendro. De paso, aprovecha para contar a la recién llegada la historia de don Filemón, que supone va a interesarle.
-Don Fili, como le decimos aquí, tuvo cuatro hijos, pero fueron dos nomás los que le dieron preocupaciones desde chicos. Marcial, el mayor, se casó con una mujer de Bochil, al poco tiempo de conocerla. La boda fue una gran fiesta que en toda la región de Copainalá se recuerda, con marimba pagada por el suegro, y un montón de juncia regada por todo el patio. Ahí, el señor se gastó hasta lo que no tenía, con tal de ver contento a su primogénito.
-Al menor, Carmelo, lo casaron con María, casi a la fuerza, cuando ésta ya llevaba tres meses de embarazo. Despuecito del año, cada pareja tuvo el primer hijo y dos años más tarde, el segundo; en total, cuatro chamacos que ahora andan causando lástima.
La recién llegada parece incómoda y poco dispuesta a escuchar lo que le cuenta su anfitriona. Entrega el vaso y hace ademán de retirarse, pero la otra la detiene, le dice que se llama Juana, que en el pueblo todos la conocen, que no desconfíe y la invita a entrar a la humilde vivienda.
-No se vaya todavía, descanse. Pase para adentro, si quiere se puede recostar en la cama…
La mujer agradece, no sabe qué hacer; por fin se sienta a la sombra del almendro y se dispone a escuchar, “aunque sea un rato”, se dice a sí misma.
-Matilde venía de Bochil, y era bonita, lo que sea de cada quien; colocha, como las muchachas de por allá, pero tan salida, usted me entiende ¿no?, coqueta, pues, tanto, que cuando se casó con Marcial nadie pensó que duraran mucho tiempo juntos, pero él se entercó con ella, confiando en que con el tiempo se iba a apaciguar.
Me consta que Marcial la quería bien y trabajaba de sol a sol para comprarle sus trapos a ella y a los hijos. Sembraban su milpa y cultivaba caña en las tierras de su papá, para ayudarse. Cumplidor pues, en lo que le tocaba como jefe de familia.
Aunque como dicen, la felicidad nunca es completa, y yo pienso que en otros menesteres a Marcial le fallaba algo que no tenía contenta a su señora, porque si no, pa’ qué carambas iba a buscar por otro lado, ¿no cree?
Sin fuerzas para contestar, la mujer asiente con la cabeza. Aunque joven, unas líneas horizontales cruzan su frente haciéndole parecer de más edad. Sus ojos, sin brillo, se quedan mirando un solo punto en el horizonte como evocando algo ya perdido…
-Pues ya le digo, dónde fue a encontrar lo que buscaba, habiendo tantos hombres por todas partes, tenía qué fijarse precisamente en ése; pero así son las cosas, dicen que cada quien trae su destino marcado desde que nace.
-¡Y vaya usted a saber desde cuándo se entendía Matilde con el Carmelo!, pero hasta entonces nadie se había dado cuenta, porque tomaban sus precauciones. Pero como dicen, “tanto va el cántaro al agua hasta que se rompe…”
-Eso ocurrió un día en que Marcial tuvo qué ir a Ocotepec para vender unos burros que le habían encargado por allá. Le avisó a su mujer que iba a llegar hasta el día siguiente, pues calculaba que por las lluvias no iba a poder regresar pronto.
-Pero dio la casualidad de que esa tarde no llovió, y el camino estuvo bueno para andar, así que Marcial regresó sin que se le esperara en su casa, casi de madrugada.
Doña Juana, que no ha abandonado su tarea, talla cada vez con más fuerza la ropa, dando énfasis a los detalles. La historia parece incomodar a la recién llegada, que se pone de pie e intenta despedirse nuevamente, pero doña Juana la retiene ofreciéndole una taza de café. Ella, para no parecer descortés acepta de buena gana, además que desde el día anterior no ha probado bocado.
La anfitriona coloca una olla en el fogón y continúa su relato en donde lo dejó momentos antes.
-Dicen que Marcial tenía por costumbre, cuando se acercaba a su vivienda después de un viaje, silbar una tonadita para despertar a la señora y que se fuera preparando para recibirlo; pero esa vez venía tan cansado de caminar casi todo el día que no tuvo ánimos ni para eso, o a lo mejor se le olvidó.
-Abrió la puerta con sólo un empujón, pues no estaba atrancada por dentro. Caminó a tientas por no encender la luz y despertar a los niños, pero resultó peor, porque tropezó con una silla, haciendo gran escándalo. El ruido puso en alerta a la pareja de sinvergüenzas, que aprovechando la ausencia de Marcial le estaban dando gusto al cuerpo en su propia cama. El hombre aquél, ágil como un gato, alcanzó a salir de un brinco por la ventana del cuarto, con los pantalones en la mano, justo antes de que Marcial descorriera la cortina que dividía las dos habitaciones, para entrar al cuarto donde estaba su mujer.
-A la luz del rayo de luna que se metía por la ventana, Marcial vio la cara de Matilde, con los ojos muy abiertos del susto y le preguntó si había despertado con el ruido, o lo estaba esperando. Ella en vez de contestar dio un pujido, como cuando no se quiere uno despertar y se acurrucó entre las cobijas a pesar del calor que se sentía ya a esa hora de la madrugada.
-Mientras se quitaba la ropa, Marcial oyó a lo lejos el ladrido de los perros, sin saber que el alboroto era por la sombra de Carmelo, que se escurría por entre los árboles de mango. Se acostó, inquieto; en el cuarto había como un olor extraño, que pensó venía de afuera, pero en ese momento entró por la ventana una ráfaga de viento que vino a refrescar el ambiente.
-Marcial buscó a tientas a su mujer y sintió su sexo húmedo y palpitante. Pensó que ese año la primavera se había adelantado demasiado. Se estiró rendido; el cansancio, el desvelo y el casi ayuno a que le obligaba el andar lejos de su casa, pudieron más que las ganas de estar con la hembra. Al poco rato se quedó dormido.
La desconocida se alisa el pelo con ambas manos. En su rostro se refleja una gran angustia que no pasa desapercibida para doña Juana.
-Mejor ya no le sigo contando, doña; se ve que usted se impresiona muy fácil…
-Estoy bien, seguramente es el cansancio del viaje –contesta y le pide continuar, por cortesía.
-Bueno, si usted quiere, pero déjeme servirle su café, para que se tranquilice. Doña Juana se encamina a la hornilla, quita la olla de la lumbre y le agrega tres cucharadas de polvo obscuro, le añade un chorrito de agua fría y la tapa. Enjuaga dos tazas, las llena con café y le entrega una a la visitante.
-Al día siguiente, el marido se levantó temprano. Vio la camisa que se encontraba sobre una silla y no la reconoció como suya. Molesto, barruntando alguna mala jugada, le preguntó a su mujer. Con una facilidad para la mentira, ella le contestó que se la habían traído para costurarla y que esa misma tarde la mandaría entregar con uno de sus hijos.
-Como le digo, Marcial era cumplidor con su familia. No era como muchos que se gastan todo el dinero en trago. Él sólo se embolaba en los días de fiesta, unas cuantas veces al año, y de vez en cuando se tomaba una o dos cervezas, para el calor, así que tampoco se le podía reprochar nada por ese lado.
-Una tarde, tomando cerveza con uno de sus amigos, éste que había bebido más de la cuenta, no se pudo aguantar lo que sabía y soltó la lengua, quiso prevenirlo de lo que estaba pasando entre su mujer y su hermano, pero no fue directo al grano, pues tenía miedo de que Marcial no le creyera y hasta se enemistara con él. Empezó por contarle una historia de un conocido a quien lo hacía guaje su mujer y le preguntó qué haría si le llegara a suceder algo igual.
“Si sabes algo, dímelo sin rodeos, a mí me gustan las cosas claras” –le dijo Marcial, encanijado.
“No te lo quería decir, pero alguien ronda tu casa cuando tú no estás. No te voy a decir quién, mejor investígalo tú mismo; pero tómalo con calma, no vayas a cometer alguna tontería, no vale la pena”.
-A Marcial se le atragantó la cerveza, mientras un sudor frío recorría su espalda y su corazón apuraba el paso, pero luego reaccionó, se tomó el líquido amargo y amarillo de un solo trago y salió, dejando un billete sobre el mostrador. Echaba chispas del coraje. Conocía a Matilde y ni por un momento dudó en que fuera cierto lo que le acababan de contar. Se preguntó quién sería el fulano que se aprovechaba de su ausencia para robarle a la mujer. Podría ser alguien de fuera, tal vez algún enemigo que intentaba desquitarse de la peor manera.
-Anduvo caminando por el pueblo durante mucho rato, sin rumbo fijo, sin saber qué hacer hasta cuando el sol no era más que un tímido resplandor detrás de los montes. Se sintió envejecido a sus 30 años, el cuerpo le pesaba como si cargara un costal de maíz sobre su espalda.
-Se encaminó desganado hacia su casa, que era una cabañita de adobe y techo de palma, porque hasta ahora no había tenido dinero para hacerla de material.
Encontró a Matilde en la cocina, echaba tortillas y hervía el café en la hornilla de barro. El humo azul que la envolvía la hacía parecer linda, con sus trenzas negras y brillantes, que remataban en un moño colorado.
“Llegaste temprano. ¿Acabaron por fin de cosechar el frijol?” –le preguntó.
“Sí” –le contestó secamente. Tenía un gran vacío en el estómago y la boca amarga.
“¿Quieres café?”
“Bueno, sírveme”.
-Marcial acercó una silla a la mesita, pero antes de sentarse se quitó del cinto el machete que siempre cargaba cuando andaba en el monte. Lo colgó de un clavo en la pared y se sentó. Matilde lo atisbó con el rabillo del ojo, mientras le servía un jarro del líquido caliente.
“¡Dime con quién te acuestas cuando yo no estoy, cabrona!” –quiso decirle, pero las palabras se le trabaron en la garganta. Sólo de pensarla revolcándose con otro, lo encendía. Matilde vio cómo las venas del cuello y de la cara del hombre se le hinchaban hasta casi reventar, y se mantuvo distante.
-Marcial no aguantó más, se puso de pie violentamente aventando el jarro de café que ni siquiera probó. Descolgó el machete de donde lo había dejado y salió. A Matilde se le encogió el estómago y las tripas se le hicieron nudo mientras trataba de adivinar si alguien le había ido con algún chisme a su marido.
Sin poder soportar el seguir escuchando la narración, la viajera se puso de pie para interrumpir a la narradora, quien apenada le pidió disculpas.
-¡Pero mire nada más lo que provoqué!, discúlpeme, por favor…, pero no se puede ir sin conocer toda la verdad, quédese un poco más. ¿Quiere otro poco de café?, es lo único que le puedo ofrecer…
No teniendo más remedio, y por corresponder a la amabilidad de su anfitriona, la desconocida se quedó; pero ya sin sentarse, tratando de esa manera de apresurar el desenlace.
-Pasaron días sin que Marcial tuviera pruebas de la infidelidad de su mujer, pero la espina de la duda no lo dejaba estar tranquilo ni un rato. En cada movimiento de su señora creía ver señales de traición. Si ella se levantaba un día contenta y se arreglaba un poco más que de costumbre, seguro era porque iba a ver al otro; si por la noche en la cama su mujer se mostraba ansiosa por retozar con él, imaginaba que la calentura no la provocaba él sino su rival.
Quiso salir de dudas de una vez por todas. Le avisó que al día siguiente saldría temprano con su compadre Rutilo a Tecpatán por una camionada de naranja.
“Está bueno” –le dijo Matilde, pero él creyó advertir en los ojos de la mujer un brillo de alegría.
-Esa tarde Marcial se la pasó sentado en el patio, a la sombra de la pochota, afilando su machete, largo, como había sido su paciencia hasta ese día. Quería tenerlo listo, no fuera a ser que a la hora de necesitarlo le fallara, pues había estado cortando caña con él y de tanto uso se le había gastado el filo.
-Cuando terminó, quiso probarlo; entró al cuarto donde todavía se encontraba la camisa que se le había olvidado a la mujer entregar y la sacó al patio. La colocó sobre un tronco y empezó a asestarle machetazos hasta dejarla hecha cachitos.
-Desde la ventana de la cocina, Matilde miró lo que hacía su marido y, asustada, se echó a correr al monte, yo creo que a avisarle al otro pa’ que se cuidara.
Temiendo alterar nuevamente a la mujer que la escuchaba, la lavandera guardó silencio, esperando algún comentario. Observó aquel rostro congestionado y decidió cortar.
-No quiero contarle lo que pasó después, pero usted se lo ha de imaginar o a lo mejor lo sabe ya. ¿No es usted de por aquí? Porque el caso se supo en todos los alrededores…
-La cuestión es que ahora, Marcial está en la cárcel de Cerro Verde y va para largo, porque lo encontraron con el machete todavía en la mano. De Matilde no se volvió a saber nada, y María, la mujer de Carmelo, nomás esperó a que lo enterraran y se fue para siempre del pueblo con todo y sus hijos.
-¿Y los niños de Marcial y Matilde? –preguntó la mujer con la voz quebrada.
-Ellos viven desde entonces con el abuelo; don Fili hace lo que puede, pero parece tan cansado, el pobre…
Terminada su tarea, después de colgar la ropa de los mecates, la mujer se secó las manos en el mandil y observó con detenimiento a la recién llegada.
Ésta, con los ojos brillantes, recogió su vieja maleta y se despidió de mano de doña Juana. Le entregó unos billetes con el encargo de que se los diera a don Filemón, porque ya no le daba tiempo de llevárselos personalmente, y se dirigió hacia la Terminal. Preguntó por el siguiente autobús para alguna parte.
-Entre más lejos, mejor –dijo en voz baja, con tal de que hasta allá no la persiguieran los recuerdos ni sus fantasmas.
A esa hora de la tarde, la niebla empezó a descender en oleadas, hasta cubrir por completo las casas y la gente de Copainalá.