Poesía colombiana: Ramón Cote

Valparaíso Ediciones ha publicado recientemente Como quien dice adiós a lo perdido del poeta colombiano Ramón Cote (1963). Mereció el Premio Casa de América de Madrid. En mayo de 2006 se publicó en Visor su Antología de la Poesía Colombiana del Siglo XX.

 

 

 

 

PARA EMPEZAR EL AÑO

 

Llevas dieciséis años escribiendo

al lado de la misma ventana y en todo este tiempo

has venido rasgando con tu codo la tela del sofá

que ahora cubres con un modesto paño

para que las visitas no adviertan enseguida

el daño continuo que le has hecho al mobiliario de la casa.

 

Dos hijas, varios libros publicados, un matrimonio

y una biblioteca, cientos de noches

y miles de cigarrillos. Así, igual que entonces,

empiezas otro año con la misma costumbre,

considerando la posibilidad de llamar al tapicero

pero en ningún momento de cambiar de lugar

ni mucho menos de oficio.

 

Algo de todo esto habrá que valga la pena,

piensas, ya de noche, con un vaso en la mano repleto de hielo

al lado de esa ventana que te ha visto tantos años

hacer lo mismo en soledad, sin molestar

a los vecinos, escuchando las notas del piano

de las variaciones Goldberg –gran Glenn Gould-,

lector de cuello inclinado, fantasma entre el humo,

silencioso suicida.

 

 

 

 

                                                     LOS OJOS SUICIDAS                                                   

 

                                                        Un salto y sería la muerte

                                                         Carlos Drummond de Andrade

 

Un balcón con vistas a cualquier

parte, un inocente cuchillo

guardado en el cajón de la cocina,

una plácida almohada de plumas,

una avenida por donde pasan

carros a gran velocidad

y buses de vez en cuando.

 

O también

el fuego de la estufa,

el amplio ventanal de un cuarto piso,

esa corbata verde que cuelga al fondo

del armario, una vacía botella de cerveza,

una medicina con fecha de vencimiento

caducada.

 

Es suficiente un mínimo desajuste,

un mal día, la noticia de una enfermedad

terminal, un adiós definitivo, unas cuentas

imposibles de pagar,

para que todo lo que nos rodea

cambie de signo y nos señale

su parte oscura, nos muestre su porción peligrosa,

para que veamos el revés del ángel,

en su caída, para que a nuestro alrededor

todo se convierta en una invitación al exterminio.

 

Unas tijeras, un par de cordones,

un interruptor, un cilindro de gas,

una bolsa plástica del supermercado,

un martillo.

Y así sucesivamente.

 

La lista es interminable

para los ojos suicidas.

 

 

 

 

 

MIS MUERTES  

 

A los dieciséis años

uno de mis mejores amigos del colegio

se pegó un tiro en la cabeza

por una decepción amorosa.

 

A los treinta y nueve

mi más admirado profesor de literatura

murió de hipotermia en un río,

por salvar a su perro que se ahogaba

bajo una engañosa capa de hielo.

 

A los cuarenta y cuatro

un poeta norteamericano que acababa

de conocer desapareció para siempre

en una remota isla al sur del Japón

por ver de cerca la boca de un volcán.

 

Muchos dirán con sangre fría

que la impaciencia del primero,

la extrema confianza del segundo

o el imprudente proceder

del tercero, fueron la causa determinante,

como si su explicación pudiera justificar

los resultados.

 

A lo largo de la vida

uno va acumulando muertes

y se empieza a pensar sin quererlo

en cuál de esas será la suya,

si será por amor, Sergio, por lealtad,

Eduardo, o por valentía,

Craig.

 

 

 

 

 

DESENCUENTRO

 

Si mi vida hubiera ido

a otra velocidad

y el tiempo me hubiera regalado diez años

menos,

y si al mismo tiempo a la tuya

le hubieran acelerado los latidos

de tu corazón

para tener diez años

más,

tal vez estaríamos a esta hora

celebrando el encuentro

frente a un par de cervezas en la terraza de un café,

felices de que el azar hubiera tramado

esta cita un soleado mediodía de julio,

hecho a propósito para iniciar

una duradera historia de amor.

 

Pero nada de esto es lo que sucede ahora

en la que te miro caminar solitaria por la acera

con largo tu pelo color miel que te cae

como una silenciosa catarata por tu espalda

atravesado por la luz y desordenado por el aire,

 

y en la que tú me miras pasar lentamente

en un autobús y ves una cara

ausente que te observa desde la ventanilla

y que te parece por un momento familiar.

 

Pero el tiempo tenía otros planes para nosotros

porque el semáforo cambió a verde,

porque sonó una llamada en tu celular,

y la tarde siguió su curso,

tú con tu edad y yo con mi herida.

 

Ahora ya lo sabemos:

a veces el destino es el más tirano de los dioses,

y el amor es el más avaro a la hora

de repartir sus poderes.

 

 

 

 

 

 

RAMÓN COTE BARAIBAR

DE “COMO QUIEN DICE ADIÓS A LO PERDIDO”

VALPARAÍSO EDICIONES. GRANADA 2014

 

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