Cuento mexicano actual: Jorge Barajas

Presentamos un cuento de Jorge Barajas. Licenciado en Lengua y Literatura Hispánicas por la Universidad Autónoma de Sinaloa. Ha sido publicado por el periódico digital Es lo cotidiano y aparece en dos colecciones de cuento del Instituto Sinaloense de Cultura. También ha publicado ensayo en la revista Proemio de la Universidad de Sonora. Es el fundador del Encuentro Internacional de Estudiantes de Lingüística y Literatura de la UAS.

 

 

 

 

Memoria de la locura

 

En el rincón del último pasillo el doctor Antonio se sienta sobre el suelo al ver que Gómez ha hecho lo mismo antes que él. Lo observa, recorre toda su figura y analiza su humanidad pensando en cómo iniciar la conversación. Dobla las rodillas quedando frente a él; busca sus ojos pero Gómez lo ignora, mirando sobre sus hombros el recuadro donde una llanura multicolor se mueve, obedeciendo al viento que parece soplar hasta el punto de desprenderla del suelo. El doctor lo observa de nuevo por encima de los anteojos al notar que lo ignora, piensa unas preguntas, ve la hora que es en el reloj sobre la pared encima de él, pero Gómez permanece ensimismado mirando todavía la pintura detrás del doctor.

En los demás corredores algunos enfermos se reúnen a conversar cualquier cosa, a jugar cartas, otros dos miran por la ventana hacia fuera, en tanto uno indica con el índice al otro una dirección cualquiera con una mueca en el rostro. Otro pasa por un lado del doctor; lo saluda, mientras que este lo ignora preocupado por un pendiente no resuelto que ha dejado fuera. Suda, desliza su palma por la frente hasta extraer de esta unas gotas de sudor acumuladas. Antes de iniciar a hablar se da cuenta de que Gómez se presta a mirarlo.

Gómez, se repite, Gómez; es un Gómez como yo. En qué momento José, en qué instante dejaste de reconocernos. Fue hace tanto tiempo que he olvidado el día en que dijiste a mamá: vieja puta. Todos sabemos que fue ese día pero no quisimos hacer caso, sino hasta que la golpeaste: un putazo nomás le di a la ruca. No aguanta nada la doña. Pues le canté un tiro y con uno tuvo.

Con su atención, el doctor acorta la distancia con el propósito de escucharlo, pone una mano en el suelo, y al notar que Gómez empieza a mover temblorosamente los labios, se acerca aún más, se inclina un poco y escucha: a veces las voces disminuyen casi al punto en que callan y no dicen nada, pero no son voces de otros, sino que, cuando las hay, son voces de mi versión más antigua que me llegan de otros tiempos, carentes de significado actual. Pero no me refiero a que sean de un idioma antiguo, sino que son voces que buscan decirme algo y que al final no dicen nada. Es un poco raro, lo sé. Por eso es mejor cuando suenan despacio. Aquí, mira, aquí suenan acumulándose hasta el punto del vómito, le dice mientras indica con el índice su cien izquierda. Después mira alrededor para terminar señalando con un movimiento de cabeza todo el aspecto del lugar, con la idea tal vez de que el otro atestigüe las condiciones en las que viven. El doctor se aleja de Gómez un poco, quita la mano del piso y continúa escuchando: hace días tenía en mi mente una voz que me decía, las palabras no son exactas: “mejor aléjate: toma tu ropa, baja las escaleras, abre la puerta, camina, no tomes el auto; huye a cualquier parte, con Antonio, tus padres, tu hermana, cuídala, te necesita”, ese día voltee hacia todos lados, mirando alrededor con la intención de convencerme de que me hablaban a mí. Entonces, tomé mi ropa, busqué las llaves del auto durante un tiempo hasta que al fin alguien me dijo que no tengo auto, ni hermana ni nada. Se interrumpe para darse tiempo de respirar un poco, luego mueve de nuevo el rostro entorno a sus compañeros.

Confieso que continúa siendo un poco confuso. En ocasiones ignoro las peticiones de los demás pensando en que son aquellas voces las que me hablan. Sabes, es un poco difícil hacer esta distinción porque son palabras iguales, idénticas. Las voces se compaginan exactas, y como tienen la misma sintaxis a veces generan ideas extrañas. Hace días alguien dijo en el comedor algo acerca de la comida: “cuidado que está calientísima la mujer alberga todas la formas del reproche”, entonces yo contesté: paso, lo cual, hizo que me retiraran el plato.

Mis circunstancias son las mismas que las de mis compañeros, o a las de un objeto al que se le van acumulando todas las formas de la derrota, como el polvo que calza el pasillo más allá de aquella pared luego de lo de don Anselmo. Así se vive aquí, qué te puedo decir, si ya bien sabes cómo se pasan los días y los años en este lugar. Sin embargo, pese a todas estas similitudes, pareciera que el tiempo a mí me afecta de manera simultánea, como si de alguna manera viviera en dos tiempos y a su vez en todos. Esto ambigua, por supuesto, los límites de la realidad, interrumpiendo la paz de este sitio con la hostilidad de ese otro que te digo que me llega de algún tiempo remoto. Por ejemplo: las veces en que me levanto al baño, me desvisto y al instante miro que estoy en el oratorio. Cuando orino durante el desayuno. Cuando toco a los demás y noto en mi mano de nuevo el cuchillo, a los oficiales y después todo se me viene encima como un balde de agua fría.

Por un momento el doctor deja de escuchar para refugiarse en la pintura a su espalda, ahora él también mira la llanura revolotear por un viento desconocido. Vuelve la mirada hacia Gómez que mueve los labios ahora con más soltura: en ese sentido de cuando en cuando me convierto en mis compañeros: a veces soy un lunático, en otras me vuelvo Gabriel, aquel hombre que mató a sus hijos con un cuchillo en la navidad del noventa y tres; otras soy aquel que está allá; sabes, dicen que ese tipo perdió toda su fortuna con la devaluación; ayer fui un suicida que trató de matarse más de tres veces sin lograr siquiera un solo rasguño. Por eso lo de ayer, pero prometo hacer el nudo con más fuerza. Cuentan los que lo conocen que el hombre organizó su funeral con anticipación; que le pidió a un amigo que le debía un dinero, saldara su deuda con velas; dicen aún con más detalle que lo llevó a verlas; que quería de las más baratas para que todo el sepelio se llenara de velas; sí, le dijo el orden, la cantidad y los colores amenazándolo con jalarle las patas si no lo hacía. Ya sabes, aquí de todo se entera uno: por ejemplo: aquella anciana le habla a su esposo muerto contándole todas las cosas que no vivieron juntos. Habla acerca del poder evocador del lenguaje al construirlo con palabras; sin embargo, nosotros seguimos sin conocerlo.

A este lo violaron desde muy pequeño. Al cabo de los años terminó convertido en mujer. Poco después decidió dedicarse al ballet a pesar de los años que acumulaban sus treinta y tantas manías. Cuentan que tras un accidente durante una presentación, ella volvió a convertirse en él. Ahora tiene que drogarse una vez al día para soportar los dolores que lo acompañarán hasta siempre. ¿Miras aquel que está pegado a la ventana?

El doctor voltea hacia la ventana y observa otro anciano que se sostiene con fuerza de un barandal, mientras otro le entrega unos papeles con insistencia de que los tome. Pues asegura algo acerca de la luz; creo que indaga sobre su naturaleza y el poder de esta para promover los colores. Hace años que trabaja en una máquina del tiempo para viajar al pasado con la intención de recuperar las imágenes de sí que ha olvidado. Sin embargo lo detiene la muerte del año pasado cuando probó la máquina mandándonos a todos al hospital del futuro. Hasta hoy desconozco el funcionamiento y el mecanismo del experimento, tan solo recuerdo, recordamos los que lo sobrevivimos, que nos hizo aventarnos desde el segundo piso sobre una especie de placa de acero. Los que nos vieron venir desde abajo recuerdan que a don Anselmo lo aventó con todo y su silla, pero él afirma que murió porque no cayó sobre la placa, que es una especie de estabilizador espacio temporal. El de al lado jura haber inventado a Tom y Jerry, por eso nunca nos los ponen. En una ocasión me tocó platicar con él después de una escena de rabia cuando miró los dibujos durante un comercial. Recuerdo que nos dijo que él había inventado la caricatura por allá de los años setentas pero con algunas variaciones, por su puesto. Nos dijo que en su versión los dibujos y los nombres eran diferentes, pero que de alguna forma extraña los productores habían pensado, en los cuarentas, la idea que le venía a él después de casi treinta años. Desde entonces escribe cartas a los productores del pasado argumentando el robo y se las entrega al inventor de la máquina.

Ya sabes, aquí se pasa así el tiempo. De una forma u otra las mismas cosas vienen y se repiten como una especie de espiral en la cual nos sumergimos involuntariamente. Por eso no es extraño que en un año otro muera de una caída; que yo vuelva a intentar colgarme con el papel del baño; que el señor Arvizu siga escribiendo cartas; que aquel intente de nuevo una doble pirueta desde su silla. Con el paso de los años me he contagiado un poco de la locura de los demás pero también se aprende a vivir con eso. Es como si escuchando sus vidas y sus problemas, un poco de esto se añadiera a uno al paso del tiempo. Entonces uno se convierte, sin darse cuenta, en todos los demás. Así poco a poco uno se va enfermando de desorden emocional, de problemas de identidad, y al final, poco o nada queda de lo que uno era realmente. En todo caso, he olvidado las razones de cómo llegué aquí, porque los recuerdos que me quedan, si es que queda algo de eso, son los mismos que los de mis compañeros.

Después de escuchar la última palabra, el doctor se detiene a pensar en un diagnóstico. En su cabeza la última palabra resuena y se alarga haciendo eco dentro de su mente. La dice: “mis compañeros”. La repite en varias ocasiones con la idea de reconocer el sonido de sus propias palabras. Mira a su hermano enseguida que continúa mirando el recuadro; pasa revista de nuevo a las demás personas en el sitio. Vuelve a reconocer y analizar sus cuerpos. La figura frágil de Gómez le recuerda al doctor los días pretéritos cuando de vez en vez peleaban y alguno de ellos terminaba con un hueso roto. Somos los Gómez, José ¿Quién iba a prever que la locura que nuestro abuelo volvería a poblar en nuestra familia su hambre de estar comiéndose los sesos?

De golpe un olor a tierra mojada le viene desde fuera por la ventana donde Arvizu discute con el otro hombre algo acerca de la mentira. Entonces se da cuenta de nuevo, porque no es la primera vez que le pasa, de quién es realmente. Advierte que su hermano ha permanecido en silencio porque alguna vez le dijo que Dios es grande, y tan grande es su odio, que decidió privarlo del habla aquel día en que le escuchó las palabras que otorgan la felicidad absoluta. Con pena, el doctor reconoce al fin, sentado a su lado, cómo el sonido de las palabras de su propia voz continúan haciendo eco en su mente. Somos los Gómez, José, se dice, tras descubrir que no es necesario un diagnóstico, sino que ha ido a verlo motivado por un cariño que con el paso del tiempo se ha ido avivando. Ya nadie viene, nomás yo, que te detesto y te quiero desde el día en que mamá se olvidó de mí porque tú estabas enfermo. Que te cuidara; que pobre de mí si te volvías a morder y a comer la caca. Es tu hermano, ¿qué no lo quieres? Claro que te quiero injustificadamente, solo con el amor con que se necesita querer a un hermano. Fue entonces que dejé de salir de casa para quedarme a tu lado obligado a ser tu sirviente; fue entonces que con el paso de los meses aprendí a vivir con eso y a disfrutarlo.

El doctor se detiene para ver de cerca la cara de Gómez, su hermano, que igual que él lleva los mismos ojos, la misma frente, la misma boca, el mismo rostro. Como no te voy a querer, si no hacerlo sería como odiarme a mí mismo, si llevamos la misma sangre circulando por estos cuerpos que son idénticos. Apoco no te acuerdas cuando jugábamos con eso, el doctor le toca el hombro con la intención de que responda. Acuérdate cuando te llamabas Pepe y decíamos a papá que tú eras yo con la loca idea de que te llevara a la escuela para solo así salir de la casa donde te tenían preso, y yo la hacía de loco escupiéndolos a la cara porque solo así podía sacar el odio que sentía por ellos que me obligaban a ser tu esclavo.

Sentado aún, el doctor arroja una sonrisa cómplice hacia Gómez sintiendo que ha escuchado todo aquello que ha pensado. No te acuerdas que jugábamos a arrojarle la caca a la gente que pasaba por abajo y corríamos a escondernos riéndonos porque sabíamos que estaba mal; cuando te congelaba con mi mano prohibiéndote que te movieras por horas porque me aburría de estar contigo, hasta que te hallaban tan lleno de caca e inmóvil.

Fue así que poco a poco entré en el juego de los locos de la familia porque había descubierto que solo así me ponían atención. Así que fue fácil hacerles saber que yo también me mordía y me orinaba en la cama; que también tenían que darme la comida en la boca porque de no hacerlo terminaba toda en mi ropa y en el suelo. Poco a poco me fui sumergiendo en esa mentira que al cabo de los años se tradujo en un diagnóstico que validaba lo que con muchos esfuerzos y humillaciones había construido.

Pero también con los años aquella mentira se convirtió en verdad. Con los años, Antonio, aprendió a divertirse más con Pepe y sin darse cuenta olvidó lo que lo distinguía de su hermano; olvidó todo para aprender a jugar que él era el médico donde ambos acudían periódicamente hasta comprender de memoria los medicamentos, los tratamientos, el lenguaje, los nombres de sus enfermedades.

Nos llaman, le dice por primera vez el doctor Antonio a su hermano José tras haber escuchado: ¡los Gómez! Se levantan, caminan por el corredor principal. Debe ser mamá, le susurra en tanto le toma la mano, no se preocupe señor, Gómez, yo lo conduzco; creo que esta visita le sentará bien, trate de caminar, con paso firme, de no tropezar. Y así ambos se pierden al dar vuelta a lo lejos al final del corredor.

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