En el marco de la serie, La otra poesía mexicana, preparada por Álvaro Solís, presentamos un poema imprescindible dentro de la tradición mexicana, se trata de Soledad de la fisiología, de Luis Cardoza y Aragón, publicado por vez primera en la revista Taller en 1939. Es un poema imprescincible dentro de la tradición mexicana entre otras razones porque fue escrito en nuestro país y porque constituye la influencia más cercana a uno de los momentos más altos dentro de la poesía del siglo XX, Muerte sin fin, de José Gorostiza. El poema fue escrito además cuando su autor se encontraba inmerso en toda la atmósfera de Contemporáneos. El poema se transcribió integramente de: (Taller, Año I, No. 5, Septiembre 20 de 1939, página 21-26).
Soledad de la fisiología
Yo he visto, sí, yo he visto,
con mis labios, mis sienes y mi lengua,
la infinita tristeza de los humildes huesos
y carnes de mis pies,
de sus venillas rojas sobre mi piel callosa
vencidas por mi peso,
cuya sangre, en su ciclo remoto,
ve sólo de vez en cuando el mundo por mis ojos.
Mi piel de estiércol y luceros,
la acelerada muerte de mis labios, 10
mi voz, mis ojos, mi silencio,
los nucas, los acasos, las rocas, los inviernos,
animan sus puras capacidades inmortales,
y todo gime o canta, mas con tristeza siempre,
con tristeza yaciente, joven, alta.
Intestinales lavas verdes,
aciago y turbulento hervor de fango,
lleno de peces rojos y granitos;
arcos de pechos descubiertos
mar adentro, saliendo por la sangre 20
sobre tu piedra cierta de eternos sacrificios,
buscando nieves que besar, cristales,
ascuas o frías hojas de cuchillos.
Esas masas opacas de pústulas y podres,
nocturnos lodos hondos, turbias materias mudas
de máculas y oprobios, llegan al hombre, al ave y a la rosa,
con vehemencia de cifra, con ahínco de forma,
con el perpetuo ritmo del mar contra la playa.
Llegan claras geométricas y exactas,
y en fanático instante de infinito, 30
se queman en los ojos, en la boca,
con sus trajes de besos o palabras,
o son fantasmas, sombras.
Con terquedad hermosa y amplia,
he sentido en mi cuerpo golpear tu propio cuerpo
la antigua angustia material
de plomo hasta sonido, de carbón a lucero.
Todo lo que cae, lo que la tierra
diariamente reclama:
nuestro sudor, la orina, el excremento, 40
ciegas, confusas materias oscuras,
cumpla vuestro pesado aceite amargo
su destino de llama.
Lo que hay de divino en el trigo,
en el fecundo semen extasiado,
en la luz de los cielos,
en el sumiso estiércol,
en las raíces taladrando rocas,
en la flor que nunca alcanza su fruto,
en la veta dormida del zafiro, 50
en el austero tronco y en el barro.
Sí, lo que hay en ellos de divino,
en sus estaciones torpes y crueles,
en su desesperada vocación de llanto y de saliva
con ternura inaplazable de tacto,
con desvelo de labios imbesables y ausentes,
lo cantan las entrañas con sus voces sin rumbo
de sordomudos ángeles rebeldes,
la luz sepulta y la forma olvidada.
Todo este afán y esta ternura que casi hiere, 60
que llora de dulzura y sin embargo sangra;
que casi es una niña debajo de la nieve
soportando en la frente, herida y humillada,
el peso de la vida y la ingrávida muerte.
Minucioso engranaje de lodo que medita
y adora y se levanta hasta la estrella amarga,
sin olvidar que ayer rastreaba en el gusano.
Que hoy, más lejos todavía, todavía más lejos,
era sólo un pedazo de noche enfurecida,
calcárea o pedernal, con desmayado fuego 70
despierto sin presencia en el vuelo de pájaros del gozo,
en su angustia de manos amputadas,
de lágrimas fatales no vertidas,
de gloria y de inmundicia, de aurora y rosa mustia.
Noche de las entrañas, noche del borborigmo,
noche de arteria honda y blancos huesos ciegos,
vísceras olvidadas en su misión de eternas Cenicientas.
Desoladas matrices sin lucero,
materia no despierta al canto o al suspiro
del viento, de la muerte, del fuego, de las aguas, 80
yerta su pasión que germinó en el trigo,
que roja se hizo en la amapola
y sueño bajo la cal de la frente.
Llameante animalidad jocunda
de manos naufragadas, de rodillas vencidas
por el dulce vértice de las ingles,
de ávidas entrañas de sollozos,
de audaces humedades de mucosas opacas,
liberadas en súbitos meteoros,
adentro martillando la hermosura del cielo, 90
con feroz impaciencia temblorosa de aves en azoro,
de ángeles y estrellas que acaban de marcharse.
Muda materia opaca, sin forma ni sollozo,
sin novedad y atónita, postrera, estupefacta,
que adivináis el pétalo, la espiral y la cifra,
con memoria de muerte, de vida y muerte nuevamente,
como la piedra frente a los ojos de la estatua,
como las venillas del mármol ante la sangre del modelo,
ceniza, escarcha sois, llanto o sonrisa.
En mis manos os veo dividiros,
más allá de los dedos y su tacto, 100
de los dientes que sangran, de las uñas,
más allá de los ojos y miradas,
con luz de estrella muerta que no llegará nunca.
Astros y musgo exangüe, eternidad y polvo,
el ruiseñor y el sapo, el amor y el olvido,
su pasión sin medida, el fuego y su locura
final, como la noche maciza de los muertos,
dura noche sin límites de párpados,
han germinado en mí su soledad de piedra, 110
me han cubierto de ciprés enlutado.
En mis brazos tu soledad en fiesta
mordiendo, sí, su término, su precaria medida,
su telúrico límite de cuerpo enamorado.
No hay soledad más alta, más cruel y más cercana
que la de dos cuerpos que se aman,
sus hiedras confundiendo, su saliva y sus sueños,
su aliento anonadado, sus huesos y su muerte.
Callo de amor en medio de tu asombro,
isla de soledad, dolor de mármol. 120
Callo para gemir cuando te adoro
con tu pavor de estatua mutilada.
Isla de soledad, dolor y pasmo,
muerta mil veces, mil, mil veces muerta,
solos, en planeta deshabitado,
ya solos en el otro y en sí mismo.
Solos y abandonados doblemente,
más solos que si el otro no existiese,
nuestro sueño absoluto nos ha creado
la soledad sin fin de nuestra mano. 130
¡La mano no puede asir sino formas,
asir lo que no es, la pura ausencia,
tierra firme de nunca y de tal vez,
tangible de crueldad sin penumbra!
Nada queda en los labios, sino violetas tristes.
Nada sino epitafios de hielo ensangrentado.
Nada sino unas huellas en el viento.
Sino caídas guirnaldas marchitas.
Sino ceniza fría, dolida y crepitante,
y un eco de fuego crucificado. 140
Como mar frente al cielo, ¡oh cuerpos frente a frente!,
premuras de la sangre, espejos de la muerte,
con rumbos magnolias y palomas de llanto,
solos en el asombro del gemido,
dulce piedad de carne amontonada
entre el astro y la hierba el ruiseñor y el sapo,
el amor y el olvido, el fuego y el estiércol.
Mundos ancestrales anteriores al hombre,
ámbitos de tinieblas o glaciares,
obsesos por una chispa, por un liquen, 150
por la viva arenilla que es la hormiga.
Yo me acuerdo, me siento, aún me veo
en ígneos minerales somnolientos.
En turbias nubecillas casi inmóviles
acompañado de espacio. Colmado
de amaneceres y viscosidades,
de rubí y azucena y noche derretida,
lejana, hacia futura presencia enamorada.
¡ Ya en ellos la esperanza de la sangre !
Coágulos como gotas de caos, 160
árboles que sombreáis en las riberas
flotantes panoramas, ídolos sumergidos
en océanos de sangre y cielos ya gastados,
como cantos rodados entre el sueño y la arena;
de pronto, en los furiosos túneles de la vida,
con rampante lamento encendido de mitos,
estallando sus soles en medio de las ciénagas.
¡Alegría de los primeros pasos
de mujer en la nieve!
Veo mi forma muerta, mi retorno a la patria, 170
al ansia desbordada, sin cristal ni medida.
A la suave y nostálgica materia
herida en todas partes, como nube delgada.
Mis huesos ven el sol. ¡Lo ven por fin!,
las nubes y los pájaros, el árbol y el caballo,
la libertad total de su blancura.
La leche, las aguas animales,
las vísceras rotas y vencidas,
mojan el polvo, le besan, le recuerdan,
aceleradas, sin embargo, hacia la rosa. 180
Soledad de materia con su sueño fallido
más acá de un seno, de una poma,
de un grito o de un suspiro.
¡Todo lo que cae, lo que la noche
ciegamente reclama,
esa montaña fétida en donde