El hospital de los podridos, cuento de Herminio Martínez

Murió Herminio Martínez la madrigada del domingo 17 de agosto de 2014. Lo recordamos con uno de sus cuentos. En el marco de nuestra “Antología de narrativa mexicana contemporánea”, presentamos un cuento de Herminio Martínez (Cañada de Caracheo, Gto., 1949). Martínez escribió en 1990 una de las mejores novelas históricas de nuestra tradición: “El diario maldito de Nuño de Guzmán”. En esta oporunidad, ofrecemos un cuento, a propósito de la atroz pobreza que se vive en México.

 

 

 

 

 

EL HOSPITAL DE LOS PODRIDOS

 

1

 

Con la voluntad de Dios y unos caballos flacos que son de mi papá, sembramos unas tierras. En los tiempos más peores no hay nada qué hacer, sólo echar sueño. Lo mejor es cuando llegan las lluvias, porque entonces la vida sí nos da permiso de sembrar. En La Borunda todo es de temporal. Escasamente tenemos unos pocitos para beber. Como quien dice, vivimos arrinconados en la pura necesidad. En la viva hambre. Un día nos llevaron a ver al diputado. “Vamos a buscarlo, a ver si nos recibe”, dijeron los dos profesores que allí dan clases. Y sí nos recibió. Estaba el hombre que era una espuma, a risa y risa, rodeado de sus ayudantes que lo trataban con el respeto y condición que se merece un padre. Unos le destapaban cervezas, otros le desempolvaban el traje y los demás le encendían el puro, que, por cierto, se le veía muy bien en la boca. No por nada dicen que no a todos les queda el puro, nomás a los hocicones. Ya le digo; nos prometió hasta lo que no: una presa, dos caminos, el puente, electricidad, agua entubada, pozos, drenaje, teléfono, la clínica y quién sabe cuántas cosas más. Nosotros no tenemos nada. Vivimos al tanteo; en las aguas, sembrando cuando se puede. Y en las secas, saliendo a ver qué lucha hacemos por ahí, en alguna ciudad. Nuestros cerros antes sí daban maíz. Levantábamos montones de garbanzo y frijol, pero ya no. La tierra está cansada. Ya no produce. Sólo cascajos brotan, como si debajo de nuestros pies hubiera un esqueleto deshuesándose… Así… Ya le digo, en Pilar de los Nabores pasamos una noche entera, sin que le hicieran nada. Únicamente me sacaron doscientos pesos los muy ingratos. Entonces la trajimos para acá. Yo no quería, porque aquí se me murió ya, hace tiempo, un hijo… Tenía año y medio, imagínese. Era el primero. Quién sabe qué mal le pegó. Se le caían pedacitos de carne de las asentaderas pegados con la ropa. Lo llevamos a todas partes, gastándole lo que no teníamos, hasta que mejor lo internamos en este hospital del gobierno. Ese día, nada más volteó sus ojos hacia mí, grandotes y llenos de tristeza. Puso su manita entre mis dedos y me apretó muy fuerte. Se le sentía caminar la muerte como una hormiga por las venas. Quién sabe qué enfermedad sería. El pobrecito acabó en los puros huesos. No pesaba nada. Pesaban más mis huaraches y mis remordimientos, usted verá… Por eso mismo yo no pensaba traer para acá a mi Lulú, pero aquí estamos, ¿qué le vamos a hacer? Eufrasia estaba haciendo el almuerzo y dice que la niña jugaba jolincita en el cuarto, cerca de un aparato de petróleo. Que no se dio cuenta a qué horas comenzó a arder. Dice que al escuchar sus gritos salió corriendo, pero que ya la halló bañada en lumbre. Que la apagó a mandilazos, a guantadas, como pudo. Y aquí estamos, pues… Ay, señor, si me duele a mí verle esa carne viva, imagínese lo que estará sufriendo la inocente.

 

 

 

2

 

Esta mantada de pujidos es mi mujer, sólo que ahorita esta la pobre de mírame y no me toques. Y cómo no había de estarlo con la caída que se dio al saltar la cerca que da al corral de las gallinas. Yo oí el zapotazo, pero pensé: “¡Diablo de Engracia! Ya ha de andar apaleando a los cóconos”. Como toda la vida anda más templada que el tololoche de Acámbaro, eso fue lo primero que pensé. Nada más que después su “¡Ay!, Emeterio”, me hizo cambiar de parecer y corrí a ver lo que le sucedía, encontrándola, ya le digo, arrabadillada sobre un montón de piedras. “¿Qué te pasó, mujer?”, le pregunté, tratando de levantarla. “¡Me caí, tarugo! ¿Qué no ves?”, me respondió, sobándose los cuadriles. “¿Pero cómo, madre? Mira nada más en qué trazas quedaste. Te has de haber lastimado los huesos”. Todavía le dije. “Me picó la mata de mancacoyotes que sólo a ti se te ocurrió sembrar en mi camino”, gritó, bien enojada. “Está bien, no te muevas, ahora te levantamos”, la consolé, y enseguida mi hijo y yo le hicimos unas andas, y nos la trajimos para acá, donde ya llevamos tres días y tres noches sin que nadie haya venido todavía a revisarla. Todo se les va en preguntarnos que de dónde somos, que a quién conocemos, que de dónde venimos, que quién nos recomendó, que con qué recursos contamos para podernos dar el servicio ¡hágame el favor!… ¿Para qué tanta preguntadera? Total, si no nos van a atender, porque somos pobres, que nos lo digan. Nosotros no tenemos ni qué. Una vaca, nuestra única propiedad, se nos murió hace dos años. Se llamaba La Venamora y era un encanto de animal, con sus patas coloradas y su lucerote en la frente. Mi muchacho, el lambrijillo ése que acaba de salir, dice que en una barranca todavía está la osamenta. Y es que era una de esas hembras marotas de corazón. Alegre, digo. Bramadora y cerrera como ninguna otra se haya visto jamás por los andurriales de Piedra de Lumbre.
Una mañana de abril andaba desesperada, buscando a un toro bragado, que es de un compadre mío de nombre Reveriano Ojeda. La vimos remontarse al cerro con las narices bien abiertas, llenándoselas en el aire del amor. Así la encontraron también otros, perdida entre los mogotes, a bramido y bramido, hasta que se desbarrancó. No. No pudimos sacarla. Ni con los pajuelazos que le dimos en la trompa, ni con las lágrimas de mi hijo Cenobio, que es a quien más obedecía. Ahí la oímos quejarse y después morir. Bajamos a buscar hombres que nos ayudaran a pelarla pero ni eso pudimos hacer, porque cuando regresamos al fondo de la barranca ya los zopilotes y los perros se nos habían adelantado. Si no se nos hubiera muerto La Venamora, le aseguro que no estuviéramos aquí, dando lástimas. Pero ni modo: nuestro destino es avergonzarnos y navegar por estas penas. Ya conoció usted a nuestro hijo único, tiene una cara, que ni con el agua de los timbuches se le va a despercudir. En Piedra de Lumbre nos pasamos la vida aflojando la tierra, para que cuando lleguen las lluvias, si es que llegan, no nos agarren desprevenidos. Y en las noches, buscamos nuestra piedra para sentarnos a descansar mientras entretenemos el hambre con alguna mentira.

 

 

 

3

 

Al cruzar el arroyo vi moverse el bulto hacia mí, pero pensé que era un burro y seguí pedaleándole a la bicicleta. Había ido a conocer a unos que se andaban robando el garbanzo de las tierras de Enmedio… “Pobrecitos cristianos -dije-. Que les sirva siquiera para hacerse un atolito”. Uno, como velador, está facultado para darles poco, no para que hagan tercio. Por eso no les pegué ni un grito en cuanto los vi alejarse, cada uno con su brazada, pero de todos modos los seguí para saber cuántos y quiénes eran. ¿Quién me lo iba a decir que en el regreso fuera yo a fracasar? Entre la oscuridad de los pirules divisé aquella cosa grande, caminando hacia mí. Cuando me di cuenta de que era un tractor, fue porque ya estaba en el suelo, revolcándome con los huesos quebrados. Le grité que se arrendara a acabarme de una vez, que por caridad no me fuera a dejar así. “¡Ay, compadrito del alma!… Pero si eres tú. Mira que ya te fregué”. Oí que me dijeron. Y sí, era el mismo hombre que en 1950 me llevó a bautizar a uno de mis muchachos. Mi compadre Eugenio García, el dueño del Romeral. Nadie nos vio. Nada más un Arnulfo jetas gruesas que venía de capar magueyes. Al rato, como si fuera una hormiga, por la espalda me empezó a caminar un escalofrío y ya no supe más de mí, hasta que desperté en esta cama. Mi compadre ya mandó un papel en el que dice que él va a hacerse cargo de todo. De lo contrario, mi mujer y yo quién sabe lo qué hubiéramos hecho para salir de aquí. El campo es bonito. No en vano Dios exprimió al universo para formar la tierra… Uno se encariña con las matas igual que con los hijos. Las vemos crecer y llenar de pesos las bolsas del patrón. Enseguida secarse como todo lo que es ley de la vida. Ya también vino a verme el mayordomo. Este es nuevo. El otro se murió de repente. Lo hallaron bocabajo en las compuertas, con la cara hinchada y arrojando chorritos de sangre por los ojos. Dicen que fue porque ya estaba muy lleno de autoridad y que ésta le reventó por dentro, vaya usted a saber. Yo sólo espero que no me hayan acomodado mal algún hueso, porque, mire, me duele aquí y acá. Todo este lado del pecho y también el lomo; un cuadril y las dos cazuelitas de las rodillas. Obra de Dios que las puras llantas chiquitas fueron las que me pasaron por encima. Las grandes le tocaron a la bicicleta, que, por cierto, todavía estoy pagando. No sé por qué no se escuchó el ruido del motor. ¿Sería porque en esos momentos el aire estaba soplando hacia el rumbo del rancho de una señora llamada doña Meche Guzmán, pero a la que en Pozo Ademado todos conocemos con el sobrenombre de La Merecida? Vaya usted a saber.

 

 

 

4

 

Dice que tiene cáncer, pero lo que tiene son ideas. Candelaria está equivocada. El cáncer no es enfermedad de los pobres. En nuestros ranchos pegan otros males, no estos achaques de la gente rica. Yo soy del Toronjo y ella de Las Cruces. Así que no puede ser lo que ella tanto tesonea. Lo que pasó fue que se le pudrió el pecho porque el niño chiquito le mamó de lado. No más. Yo la curé a mis aires, con matagusanos y un chorro de orines, pero le seguían los escurrimientos apestosos. Por eso la trajimos para acá, a ver si de casualidad los doctores me le salvan la vida. No le hace que me la entreguen con una sola pelota. Ya veremos qué hacer para acabalar al muchachillo ése… Primero Dios no ha de faltar por ahí alguna chiva o alma amorosa que quiera hacerse cargo de él… Hoy por la mañana le pusieron una pomada verde. Yo creo que sí se va a aliviar. Ahora ya está buena a comparación del otro sábado. Ya nada más que le cierren una llave de sangre que se le abrió en las narices, y listo. Es lo que digo yo. Pero quién sabe.

 

 

 

5

 

Una de mujer está bien suata. Imagínese si no: le platiqué a una comadre mía que a mi muchacho no se le pegaban las tablas de multiplicar y ella me aconsejó que le diera en ayunas un plato de resistol. Y así lo hice. Lo garrotié primero bien garrotiado para que no me dejara nada. Únicamente le puse tantita azúcar para que no le supiera tan feo, y lo seguí garrotiando hasta que lo vi lamer el fondo del plato. Pero también aquí están los resultados. Nada más se arqueó y me dijo: “¡Ay, mamá, me muero!”. Es el mayor de los cinco que Agustín y yo tenemos. Nadie más para ayudar al sostenimiento de la casa. Él ya sabe desquelitar la tierra y hasta arrear la yunta. Mi marido ahora no trabaja, porque dice que le debe a la vida tres meses de sueño y que le está pagando antes de que ésta le suba los intereses. Nada más se asoma al corral o entra a la cocina a ver qué encuentra de comer, para enseguida regresar a la cama a seguir pagando su deuda. Otro hijo, el que le sigue a éste, está también bien malo. Es una tos horrible, que allá, en el rancho de donde somos, conocemos como “la tos de fierro”, porque al oírla, parece que estuvieran apedreando una campana. Hay tiempos en que se le calma tantito y otros en que le pega tan fuerte, que el pobre se pone morado y arroja unas flemas verdes que ni los perros se tragan.
Acá nos trajo un lechero. ¡Ánimas benditas que pronto me den esperanzas!, porque el dinero de los guajolotes ya se acabó Y las señoritas de la oficina me dijeron que aquí no dan nada gratis. Que voy a tener qué pagar quién sabe cuántos miles. A uno de pobre nadie le presta, así sea un lazo para ahorcarse lo que ande uno pidiendo. Esa es otra apuración que traigo aquí clavada.

 

 

 

6

 

Yo nada más entré a comprar cigarros a una tienda que le dicen de Archundia. Ahí estaban varios, oyendo canciones en un radio de pilas. No me acuerdo de todos: eran unos Mondragón, otros López, otros Tovar. Y es que yo también ya andaba hasta las cachas de servido. Me salí y luego luego se me pegó uno. No sentí ni a qué horas me dejó ir la hoja, en este vacío que tenemos todos en la mera boca del estómago. Yo no le debo nada a nadie, ni lo negro de una uña. Entonces, ¿por qué? Pienso que el piquete fue porque no quise aceptarle una copa. Aunque de nacimiento soy de ojos chiquitos, descubrí cómo iba venadeándome. Un hermano mío, al verme atravesado en la banqueta, fue quien me sacó el cuchillo, sólo que me lo volvió a meter porque le dijeron que le iba a ir mal con el gobierno. Por esa razón llegué aquí con él todavía clavado. Se siente horrible. Antes no me morí. Son cosas del vicio, más que de la mala voluntad. Por esa razón yo no le guardo ningún rencor a ese hombre, ni ahora que estoy en mis cabales pido nada contra él.

 

 

 

7

 

Nada más dijo: “Con permiso. Voy a ahorcarme”, y se colgó del mezquite. Quién sabe qué pensaría para dar ese mal paso… Tenemos once años de casados, cinco hijas y un muerto. Él es chacharero. Compra y vende, según la demanda. Ese es su negocio. Si uno quisiera, podría ser más feliz, pero ya ve, no faltan los pesares. Nunca antes hizo cosa igual. Ha de haber sido el demonio, ¿o quién más? Nosotros somos de San Nicolás del Eco. Mucho más allá de la carretera. Nuestra hija mayor le decía que se bajara del mezquite, y él, necio, necio, que se hiciera a un lado, porque iba a matarse. Andaba borracho, claro. No quiso oírnos. Nos mandó quién sabe a dónde antes de saltar con la reata amarrada al pescuezo. Quedó todo morado, echando espuma por la boca y con unos ojos que daban terror. Inmediatamente traté de ayudarlo, pero no pude, porque ya estaba suelto del cuerpo. Y ni la niña, que se subió a la rama con el fin de trozar la cuerda con un machete, logró hacer algo. Entonces me salí corriendo a ver quién pasaba por el callejón y fue cuando miré al joven que me hizo el favor de descolgarlo. “¡Ay, Manuel! ¡No te mueras! ¡No nos dejes!”. Le lloraba. Le pedía. La Cruz Roja lo trasladó a este hospital, donde, desde un principio, no me lo aseguraron. Así me lo dijo ese doctor que anda para allá y para acá pelando unos ojos que parecen de lumbre. Nada más que yo me fui voladita a la escalera donde tienen un santo lleno de flores, a pedir, a rogar por él: “¡Ay, san Martincito de Porres! -le dije-. A ver en qué palo te trepas, pero me salvas a mi esposo. ¡No lo quiero difunto! ¿Me oyes? Lo quiero vivo y entero. En la casa somos puras mujeres, date cuenta, santo de mi vida. Te lo pide una madre. Te lo suplica una esposa”. Y me escuchó. Para la noche Manuel ya estaba resollando recio y hoy amaneció pidiendo de comer. Él no se acuerda de nada, pero tampoco quiere imaginarse a sus muchachas ni a mí, arrastrando el carro de fierros viejos por esos terregales de Dios guarde la hora. Dice que qué chulas nos íbamos a ver en ese oficio, con un tambache a la espalda y otro al hombro, en los calorones de mayo, recorriendo las rancherías. Que ni lo mande Dios. Que mejor ahora que salga de aquí va a ir a jurar ante un obispo no volver a tomar en esta vida. Nosotros, por lo pronto, ya le conseguimos los polvos de las tripas del diablo, que dicen que son re buenos para tenerle asco a la botella. Ojalá y sea cierto.

 

 

 

8

 

“¿Qué hay, viejito?”. “Puro sufrir, doctor”. “¡Qué sufrir ni qué sufrir! Usted está más bueno que yo, hombre”. “Hágamela buena”. “Claro que sí, ¿dónde más le duele?”. “Así, bocarriba, todo este lado, desde la ingle hasta el ombligo. Y bocabajo toda la rabadilla. ¿Qué será esta bola, doctor?”. “Es una hernia”. “Yo pensaba que era el huevo del juicio…”. “No, hombre. Lo que sale es la muela del juicio, y ésa, por lo que veo, a usted ya hasta se le habrá caído”. “¿Qué me van a hacer, entonces?”. “Abrirlo. Ahora que se desocupe el quirófano. ¿Desde cuándo le molesta?”. “¡Uh! Quién sabe. Andábamos haciendo un camino para que pasara el candidato a la presidencia de la república. Me echaron tres piedras grandes en el lomo y sentí que algo me tronó por dentro, como si un leño seco se me hubiera quebrado en la barriga. De ahí en adelante fui malo y malo. Apenas me agachaba a matar algún alacrán de un huarachazo, luego luego se me prendía el dolor”. “Pronto lo dejaremos como nuevo, va a ver. ¿Qué tan lejos queda Soledad del Monte?”. “Quién sabe. De aquí para allá cobran cinco pesos, y del Rejalgar tres cincuenta”. “¿Llueve mucho por allá?”. “Ya casi no”. “¿Entonces de qué vive la gente? Mueva esta mano y suelte la pierna, toda, así”. “Del puro jornal. A pura patacua. Ahí nacemos con el azadón en la mano”. “Pues aquí lo vamos a tener unos días”. “Hagan lo que ustedes dispongan”. “Al rato van a venir por usted”. “¿Quiénes?”. “Unas señoritas”. “¿A cobrarme?”. “No. A prepararlo para la operación”. “Hagan lo que quieran. Estoy en sus manos, nada más procuren que éstas, al último, no me vayan a salir tan caras, porque con qué les pago”. “No se preocupe. Lo vamos a operar”.

 

 

 

9

 

Yo no tuve escuela. Nada más trabajo. ¿O para qué otra cosa nace un pobre, si no? Soy de Yuriria, la tierra de los generales Pantoja. De allá mero soy, para servirle. ¿Que por qué estoy cojo? Tenía una pelotita en el tobillo; así, del tamaño de una bolena de chiva, sólo que se me cayó una piedra en el pie y se me infectaron los tendones. Entonces fui a curarme y me cortaron un pedazo de pata. Esto sucedió hace años. Estuve bien unos meses, pero al poco tiempo me volvió a retoñar la dolencia y fui otra vez a ver al doctor, quien con siete rociadas de insecticida me mató la gusanera que ya me hervía entre la carne. Pensó que con eso me curaría, nada más que no. Apenas llegué a la casa, comencé a sentir nuevamente el cosquilleo de los gusanos. Y en el segundo corte que me hicieron me volaron toda la pierna, dejándome el puro garrotito.
Yo nunca me casé, es lo bueno. Si no, quién sabe. Es cierto que me gusta el trago, por algo estoy aquí, pero tampoco ando de metiche. Lo que me sobra es paz. Paz y alegría cuando estoy contento. A nadie le hago mal cuando se burlan de mí, llamándome cojo o escondiéndome alguna de mis muletas. Uno se acostumbra a ser atento con toda la gente, hasta con ésa que, de tanto preguntar, cae gorda.

 

 

 

 

Datos vitales

Nació en Cañada de Caracheo, Guanajuato, en 1949. Es poeta y narrador. Ha sido profesor investigador en el Centro de Investigaciones Humanísticas de la Universidad de Guanajuato. Miembro de la Academia Mexicana de la Lengua. Premio Internacional de Poesía Pablo Neruda 1974 por Agua paloma, Buenos Aires. Premio Sor Juana Inés de la Cruz 1977 por Detalles acerca de la musa que fue diez veces mujer. Premio Internacional de Cuento Tonatiuh Quinto Sol 1977 por La sequía, Berkeley. Premio Ramón López Velarde de Cuento 1977 por El hombre de la barba florida. Premio Punto de Partida 1978 por El estornudo de un etcétera. Premio Leonel Rugama 1979, Nicaragua. Premio Manuel Torre Iglesias 1979, La Paz, Baja California Sur. Premio Rosario Castellanos 1979. Premio de El Nacional 1980. Premio Sor Juana Inés de la Cruz 1982. Premio Genaro Guzmán Mayer 1983, Hidalgo. Premio de Cuento Infantil Yurindia 1984 del IMSS. Premio Efraín Huerta 1985 por El planeta de tu cuerpo. Juegos Florales de Ciudad del Carmen 1985 por Cosas de hombres, Campeche. Premio Clemencia Isaura de Poesía 1985 por Ruido de hombres (compartido con Octavio Paz), Mazatlán. Premio de Poesía Ciudad de Mérida 1992 por Mérida la luz. Premio Nacional de Novela José Rubén Romero 1996 por El regreso. Premio Internacional de Novela Corta Ciudad de Barbastro 1998, Aragón, España. Premio Nacional de Cuento, Editorial Planeta y Lotería Nacional por Atínele al negro. Premio Internacional de Poesía Cáceres Patrimonio de la Humanidad 2000 por Animales de amor. Premio Internacional de Poesía Hermanos Argensola (Aragón) España 2000 por Música para desventura y orquesta. Premio Nacional de Poesía Amado Nervo 2002 por Monólogo del habitante. Ha publicado novelas magníficas como Diario maldito de Nuño de Guzmán, Invasores del paraíso, El regreso y poemarios como Ruido de hombres, Cantos de Machigua, Música para desventura y orquesta, Animales de amor, Monólogo del habitante, etc.

 

 

 

 

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