El instante versus la duración. La clave del tiempo en La estación violenta de Octavio Paz

Piedra de Sol

En el siguiente ensayo inédito Evodio Escalante (México, 1946) proporciona una lectura lúcida y esclarecedora sobre La estación violenta de Octavio Paz, al desentrañar la concepción del tiempo que el poeta formuló a partir de Novalis, Breton, Heidegger, Bachelard, María Zambrano, Eliot o Pound.

 

El instante versus la duración.

La clave del tiempo en La estación violenta de Octavio Paz

 

                                                       

                                  

Los años cincuenta son de una radiante madurez lo mismo en la vida que en el pensamiento de Octavio Paz. Las dos cumbres señeras de esta época son de modo indiscutible su libro ensayístico El arco y la lira (1956) y la colección de poemas que hoy celebramos, La estación violenta (1958). El poeta y el intelectual a la vez apasionado y cerebral, el creador y el filósofo ecléctico, en el caso de Paz, están trabados desde su raíz y no es posible disociarlos. Para entender los logros de La estación violenta resulta indispensable, me parece, remitirse a lo que de manera explícita ha conquistado el pensador que da a las prensas un libro con un título heracliteano: El arco y la lira. Me atrevería a decir que la originalidad de este texto, extraordinaria en muchos sentidos, no ha sido apreciada todavía en su justa medida por los críticos literarios ni por los filósofos que se han ocupado de la obra de Paz. Para los fines de mi exposición, me gustaría indicar que el aspecto sobresaliente de este texto estriba en la manera en que Paz hace frente al conflicto que le representa asumirse como un abanderado del movimiento surrealista, encabezado por André Breton, y considerarse a sí mismo sin desmedro como un avanzado lector de las ideas expuestas por Martin Heidegger en su famoso tratado sobre El ser y el tiempo. Octavio Paz resuelve este conflicto proponiendo un audaz movimiento de mestizaje o de conciliación, que sería inimaginable en un intelectual europeo: funde a Breton con Heidegger, entrelaza al surrealismo francés con la fenomenología alemana entonces en boga entre nosotros gracias al magisterio fecundo de José Gaos. Dicho en otras palabras: mezcla el agua con el aceite. Los resultados de esta hibridación, empero, son en verdad notables, y exhiben a la vez el rigor y la capacidad inventiva que ha alcanzado en estos años su pensamiento.

            El asunto central que se le presenta a Paz es cómo mantener vigente, en una época que ha prescindido de la idea de Dios, como lo es la época moderna, la noción de inspiración que es a todas luces una antigualla que proviene de los tiempos teológicos y que está asociada de manera irremediable a lo numinoso y lo irracional. Lo señala con toda franqueza Paz: “La inspiración se nos ha vuelto un problema.” Abunda ahí mismo con un diagnóstico a todas luces elocuente: “La historia de la poesía moderna es la del continuo desgarramiento del poeta, dividido entre la moderna concepción del mundo y la presencia a veces intolerable de la inspiración.”[1]

            A manera de una respuesta al individualismo y el exacerbado racionalismo de la cultura europea, los surrealistas habrían subrayado el carácter inconsciente, involuntario y hasta colectivo de toda creación artística. Según Paz, gracias a la aclimatación estratégica de los descubrimientos de Freud emprendida por los surrealistas: “Inspiración y dictado del inconsciente se vuelven sinónimos: lo propiamente poético reside en los elementos inconscientes que, sin quererlo el poeta, se revelan en su poema.”[2] Lo problemático aquí es que la poesía sería, si hacemos caso a lo anterior, un pensamiento no-dirigido, un tanteo a ciegas, errático en esencia, y por lo tanto, un recaer en los dominios de lo irracional. El pensador que hay en Paz se revela contra esta reincidencia en los terrenos de lo inefable, y atreve por ello mismo una interesante crítica a la posición de Breton, con lo que obliga a reformular el asunto en nuevos términos. Lo plantea de la siguiente forma: “Para romper el dualismo de sujeto y objeto, Breton acude a Freud: lo poético es revelación del inconsciente y, por tanto, no es nunca deliberado. Pero el problema que desvela a Breton es un falso problema, según ya lo había visto Novalis: abandonarse al murmullo del inconsciente exige un acto voluntario; la pasividad entraña una actividad sobre la que la primera se apoya.”[3] La referencia a Novalis, un poeta que lo ha influido desde su primera juventud, y quien le descubre lo que hay de esencialmente activo en la pasividad del poeta, le sirve de palanca efectiva para subsumir el aspecto racional que estaría jugándose en la propuesta de Heidegger. Por eso agrega Paz a continuación este pasaje que estimo decisivo. Sostiene: “No me parece abusivo descomponer la palabra pre-meditación para mostrar que se trata de un acto anterior a toda meditación en el que interviene algo que también podríamos llamar pre-reflexión. La crítica de Heidegger al maquinal e irreflexivo ‘ocuparse de útiles’  –en el que la referencia última, la pre-ocupación radical del hombre: la muerte, no desaparece sino que, encubierta, sigue siendo el fundamento de toda ocupación–  es perfectamente aplicable a la doctrina surrealista de la inspiración. Las revelaciones del inconsciente implican una suerte de conciencia de esas revelaciones. Sólo por un acto libre y voluntario salen a la luz esas revelaciones, del mismo modo que la censura del ego entraña un saber previo de lo que va a ser censurado.”[4]

            Dicho en términos muy groseros: Paz no excluye ni le pone tache al concepto del inconsciente freudiano, simplemente reintroduce el elemento de lo consciente en su principio y en su final. La supuesta inconsciencia del inconsciente sería sólo un velo de alguna manera mentiroso; el inconsciente no es sino una clarividencia que ha quedado de momento extraviada gracias al trabajo tenaz de la represión o de la censura. Esta censura implica, como explica Paz, un saber previo de lo que va a ser censurado. Un saber previo que sigue siendo, en todo momento, un saber, y que continúa produciendo efectos en la oscuridad.

             La conciencia, dicho de otro modo, está trabajando siempre, es eficaz en todo momento, así se disfrace de lapsus, de accidente o de acto gratuito e irracional. Las anunciadas nupcias de Breton con Heidegger se consuman en este pasaje que revela, incluso en el nivel de la terminología, hasta qué punto la interpretación de Paz depende de manera muy inmediata de la traducción de El ser y el tiempo publicada por Gaos. Concluye Paz: “Sin pre-meditación no hay inspiración o revelación de la ‘otredad’. Pero la pre-meditación es anterior a la voluntad, al querer o a cualquiera otra inclinación, consciente o inconsciente, del ánimo. Pues todo querer y desear, según ha mostrado Heidegger, tiene su raíz y fundamento en el ser mismo del hombre, que es ya y desde que nace un querer ser, una avidez permanente de ser, un continuo pre-ser-se.”[5]

            Movido por su afán de preservar una noción cara a los surrealistas y a la tradición poética de Occidente, Paz consigue la hazaña de encontrar el componente intelectual, o también podría decirse, el “núcleo racional” de la inspiración. Pero este componente implica un cierto tipo de referencia a la temporalidad. La pre-comprensión enfatiza el hilo perdurable de una anticipación que no ha dejado nunca de producir efectos. Invoca una suerte de anterioridad futura, si lo puedo decir con un oxímoron. El eficaz neologismo acuñado por Paz no vendría a ser, en dado caso, sino el equivalente poetológico del famoso “pre-ser-se” de la ontología heideggeriana, que a su vez no es sino la forma peculiar en que el Dasein existencialista adviene o anticipa su propio ser.   

            Todo esto tiene un nombre más preciso en el terreno de la creación artística. Lo que Paz ha encontrado, en realidad, y en términos muy precisos, es lo que podríamos llamar el apriori estético, un apriori que, como ya lo vio el propio Heidegger, ha de tener en su base una cierta manipulación de la temporalidad que no deja de arrojar frutos. Señala Heidegger: “El a priori es aquello que siempre es ya lo anterior, lo previo en algo. (…) Apriori es un término en el que está implicada una suerte de secuencia temporal, aun cuando ésta aparezca bastante borrada, indefinida y vacía.”[6]

            Todo indica que el impacto de la lectura de El ser y el tiempo, de Heidegger, es lo que incita a Paz a encontrar en nociones temporales una clave para salir de la “selva oscura” en que se había convertido la existencia contemporánea. El impulso para remontar un cierto nihilismo decadentista o desesperado, que llega a expresarse muy bien en algunos poemas de Eliot, bien podría tener un sustento no sólo en el incendio surrealista sino de modo todavía más terminante en la ontología heideggeriana que, como se sabe, hace depender su “gigantomaquia” en busca del ser, de una reformulación del problema del tiempo, por lo que se empeña en desarticular los encubrimientos dominantes para ir en busca de una temporación originaria que permitiría un auténtico acceso fenomenológico. La tarea de la filosofía, según Heidegger, consistiría en “preservar la fuerza de las palabras más elementales en que se expresa el ‘ser ahí’”.[7]

            Estimo que este énfasis en la temporalidad originaria es lo que lleva a Paz a descubrir las posibilidades utópicas y a la vez subversivas del instante, que habrá de convertirse a mi modo de ver en el verdadero héroe o protagonista de La estación violenta. Por supuesto que sería desproporcionado cargarle todas las tintas al tratado traducido por Gaos. Si Heidegger proporciona el impulso y el marco general que orienta su pensamiento en busca de una temporalidad originaria, si Heidegger lo lleva de la mano a urdir el concepto de pre-meditación, el peculiar énfasis en el instante es muy probable que provenga de la lectura de un par de libros de María Zambrano y acaso del breve ensayo de Gaston Bachelard que se titula La intuición del instante.

            Doy por descontado que Paz estaba obligado a conocer a María Zambrano. No sólo sabemos que el primer capítulo del libro de Zambrano, Filosofía y poesía (1939), se publicó en un número de la revista Taller, dirigida por Paz; también sabemos que menciona este texto en una nota al pie de página de la primera edición de El arco y la lira que fue suprimida de manera inexplicable en las subsecuentes impresiones de la obra. En algunos pasajes de Filosofía y poesía, Zambrano no sólo documenta, partiendo de Baudelaire, el creciente predominio de la conciencia en el poeta moderno (“…la poesía ha ido adquiriendo conciencia en esta época de la conciencia”), sino que menciona así sea de paso la atención prestada al instante como bastión de una nueva temporalidad: “La poesía se aferra al instante y no admite la esperanza, el consuelo de la razón.”[8]

           Paz se aferra al instante pero por la vía de una compleja elaboración previa que le permite oponerlo en términos enfáticos a la duración, siguiendo en esto quizás el impulso de Bachelard, aunque agregándole una tonalidad moral que no aparece en éste. La duración, en efecto, se convierte en el emblema de un tiempo degradado, venido a menos, signado por la decadencia y la corrupción. Duración y tiempo cronológico –lo que Bachelard llamaba el “tiempo común que corre horizontalmente”– se convierten en índices de la condición “caída” del hombre, condición en la que de nuevo resuenan acentos provenientes de Heidegger. En contraste, el instante se convierte en una fuerza salvífica, epifánica, que trabaja verticalmente, y que conjura los estragos del “tiempo carnicero”, como llega a leerse en los versos de Piedra de sol. [9]

            En uno de sus múltiples ensayos en torno a la poesía de Paz, Anthony Stanton ha señalado: “En poemas como Himno entre ruinas y Piedra de sol se da una asimilación personal de las innovaciones radicales de Eliot y Pound: el poema como texto fragmentario y discontinuo que yuxtapone violentamente diferentes tiempos y espacios, distintos estilos y lenguajes; la obra como un palimpsesto donde coexisten pasado y presente.”[10] No sería difícil añadir que los tiempos que se yuxtaponen de manera violenta en Himno entre ruinas, el poema más antiguo de La estación violenta, ostentan los nombres que antes invoqué: el instante versus la duración, y de modo correlativo, para que la dialéctica esté completa, la duración versus el instante. Aunque concuerdo con Stanton cuando afirma que en los poemas de Paz pueden coexistir el pasado y el presente, lo mismo que espacios encontrados, estimo que la dinámica más reveladora se da entre los términos que acabo de mencionar. Himno entre ruinas, por lo demás, exhibe indubitables rastros de la presencia de Eliot. Estos rastros llevan un sello de época, y se vinculan de modo irremediable a un cierto pesimismo generalizado en el que se trasluce lo que podríamos llamar, con un título vuelto lugar común, la decadencia de Occidente.

           A diferencia de otros textos recogidos en Libertad bajo palabra, en los que sería posible detectar una relativa simbiosis con modos y atmósferas que llevan la impronta del primer Eliot, como podrían ser “Conscriptos USA”, “Cuarto de hotel” y “Soliloquio de medianoche”, en Himno entre ruinas Eliot se convierte en una suerte de subsuelo referencial. Versos que son reliquias de “The Hollow Men”, sirven para indicar aquello que está siendo sepultado por una poetización que canta la plenitud de un mediodía vital. Donde Eliot escribe “Luz de sol sobre una columna rota”, Paz repone: “¡Estatua rota, / columnas comidas por la luz…!” Donde Eliot escribe “Ésta es la tierra yerma / Esta es la tierra del cacto”, Paz abunda, reforzando la nota oscura: “Sabe la tierra a tierra envejecida”. Donde Eliot condensa: “Como viento en pasto seco / O uñas de ratas sobre vidrios rotos / En nuestro seco sótano”, Paz puede ser un poco más explícito y general: “La sombra cubre el llano con su yedra fantasma, / con su vacilante vegetación de escalofrío, / su vello ralo, su tropel de ratas”. Donde Eliot señala: “Fuerza paralizada, gesto sin movimiento”, e insiste: “Bajo el parpadeo de una estrella evanescente”, Paz encuentra una sugerente metáfora: “A trechos tirita un sol anémico”. Donde el decadentismo de Eliot discurre: “Entre la idea / Y la realidad / Entre el movimiento / Y el acto / Cae la sombra”, Paz puede en cambio concluir con un broche de luz: “Palabras que son flores que son frutos que son actos”. En síntesis: donde el poema de Eliot anuncia el final irremediable del mundo: “No con una explosión sino con un vagido”, Paz cierra con una gloriosa anulación de los contrarios donde la inteligencia por fin encarnaría, la dualidad de la conciencia caería por los suelos, y la razón ardiente se manifestaría como un manantial de fábulas tan prodigioso como paradisiaco.[11]

            Armado a partir de estrofas contrastantes, el poema exhibe el antagonismo entre un mundo natural radiante de fuerza y una civilización agotada y en decadencia que ya ha durado demasiado. La primera estrofa, con su gloriosa invocación del sol como un “alto grito amarillo”, contrapone unas ruinas que resplandecen y están vivas, a un mundo de muertos en vida. La segunda estrofa entraña un diagnóstico casi mortuorio en torno a la mexicanidad: no es sólo que “El canto mexicano estalla en un carajo”, al grado de ser “estrella de colores que se apaga”, sino que el poeta lo concibe como una piedra que imposibilita la comunicación y el contacto humano. Por eso concluye Paz la estrofa con un verso escalofriante: Sabe la tierra a tierra envejecida. La tercera estrofa vuelve a exaltar la viveza natural. La cuarta insiste en la decadencia civilizatoria. Aparecen Nueva York, Londres, Moscú… Bloques de tiempo congelado. El tono mortecino, y algunas de las imágenes, ya lo insinué, se derivan de Eliot. La contundente respuesta del poeta mexicano a este decadentismo viene en la quinta estrofa: “Como un coral sus ramas en el agua / extiendo mis sentidos en la hora viva: / el instante se cumple en una concordancia amarilla, / ¡oh mediodía, espiga henchida de minutos, / copa de eternidad.” Esta es la estrofa axial para mí. La potencia poética de Paz no sólo ha puesto en el primer plano al instante, del que se afirma que es ejecutoria del tiempo y acorde musical de resonancias solares, en el que resplandece una simultaneidad amarilla. Agrega en seguida, para culminar su visión, que este instante es en realidad una copa de eternidad.

            A partir de aquí, el instante se convierte en la llave maestra que le permitirá a Paz abrir a voluntad las puertas de la plenitud y hasta de ese tiempo sin tiempo (o que resume todos los tiempos) que es la eternidad. De manera simultánea, esgrimiendo esta clave, podrá marcar su distancia frente al declive generalizado de una civilización que ya habría agotado todas sus reservas vitales. Es cierto que todavía la penúltima estrofa parece reintroducir una duda, cuando el poeta, sin duda angustiado,  pregunta: “¿Y todo ha de parar en este chapoteo de aguas negras?” La respuesta definitiva no se deja esperar, y es una profecía realizada en la que la luz se instala soberana en su reino, sin veladuras, sombras, nebulosidades ni parpadeos: “Día, redondo día, / luminosa naranja de veinticuatro gajos, / todos atravesados por una misma y amarilla dulzura.”

            Si se me permite una exageración, diré que el instante es el protagonista, a veces embozado, otras al descubierto, de los nueve poemas que conforman La estación violenta. En Máscaras del alba, por ejemplo, los caballos de bronce de la plaza de San Marcos, antes de echarse al mar, merecen una repentina meditación donde el instante pareciera jugar el papel de una espada de Damocles que apresurara la sorpresiva solución de la escena. En la sombría atmósfera de Repaso nocturno, el instante parece desempeñar un papel análogo: “¡Noche en entredicho, / instante que balbucea y no acaba de decir lo que quiere!” El papel ejecutorio y realizativo del instante empieza a ser más patente en el poema ¿No hay salida?, del que destaco estos versos: “…somos el ojo que nunca parpadea y la fijeza del instante ensimismado en su esplendor”. De hecho, como se comprueba unas líneas más adelante, el poeta ha empezado a identificarse con esta porción de tiempo, de la que afirma ha extraído su esencia y su personalidad. El instante saca de sí al sujeto, como extraviándolo, pero esta alienación es la condición de un nuevo encuentro con el ser: “poco a poco me he ido cerrando y no encuentro salida que no dé a este instante, / este instante soy yo, salí de pronto de mí mismo, no tengo nombre ni rostro, / yo está aquí, echado a mis pies, mirándome mirándose mirarme mirado.” La extrañeza del yo es otro de Rimbaud y la feroz autoconsciencia de algún poema de Villaurrutia (“me estoy mirando mirarme por mil Argos, / por mí largos segundos”)[12] se conjugan aquí en una circularidad sin término.

            El conflicto radical entre la duración y el instante, como formas antitéticas de la temporalidad, empero, no se torna del todo explícito sino en ese magnífico poema-manifiesto que es El cántaro roto. Sostener que el poema constituye una atrevida fusión de Breton con  Marx y con Heidegger… es quedarse en el estrato ideológico del texto. Por su estructura y su contenido, El cántaro roto remite de manera doble a lo que Gerard Genette nombra intratexto. Por un lado, al Himno entre ruinas, el poema con el que se abre La estación violenta; por el otro, a ese magnífico poema de protesta que se llama Entre la piedra y la flor. Sólo quisiera recordar que este último texto, rabioso y anarquizante, hermosamente colérico y esperanzador, es el testimonio más alto del compromiso socialista de su joven autor, quien se había trasladado a Mérida, Yucatán, con el objeto de participar en una escuela para obreros y campesinos fundada durante el apogeo del gobierno izquierdista de Lázaro Cárdenas.[13]

            El cántaro roto reinstala la exitosa estructura de estrofas contrastantes que caracteriza a Himno entre ruinas. Magistral alternancia de sol y sombra, de elevación y caída. El verso inicial del poema, hasta donde interpreto, contiene ya una evocación del instante como fuerza ruptora y a la vez plenificadora en la conciencia del sujeto: “La mirada interior se despliega y un mundo de vértigo y llama nace bajo la frente del que sueña.” (El subrayado es mío.) No es casual que este instante de plena iluminación suscite de inmediato una asociación con las famosas “correspondencias” baudelerianas, que se explicitan en el texto: “bosques de ecos y respuestas… diálogo de transparencias”. Ni que al voltear al cielo, el poeta encuentre un racimo de joyas ardientes que respiran: “Abrí los ojos, los alcé hasta el cielo y vi cómo la noche se cubría de estrellas. / ¡Islas vivas, brazaletes de islas llameantes, piedras ardiendo, respirando, racimos de piedras vivas…!”

            El adversativo de la segunda estrofa rompe de golpe la evocación plenificadora. Regresamos de lleno a las atmósferas sombrías de los textos de Eliot: “Pero a mi lado no había nadie. / Sólo el llano: cactus, huizaches, piedras enormes que estallan bajo el sol.” La evocación de un páramo espantoso, erizado de negativismo, se indica muy bien cuando el poeta asegura que “el aire se habría roto en mil pedazos si alguien hubiese gritado: ¿quién vive?” El cántaro roto, más allá de evocar el título de la obra de un dramaturgo alemán, y más allá de mostrarse igual como una audaz reescritura y puesta al día de Entre la piedra y la flor, es la imagen sintética con la que el autor evoca la ruina de una cultura indígena y mestiza que habría sido aplastada por la civilización racional. El tiempo coagulado de la duración histórica nos mantiene a todos en la opresión. Lo ilustro con otro verso de Paz: “Hay siglos de piedras, años de losas, minutos espesores sobre la frente humana.” Esta opresión que contiene racimos espesos de tiempo es la que impide el canto de la especie.

            El urgente y hasta desesperado apóstrofe de la tercera estrofa, respuesta a la desolación antes mencionada, recuerda un procedimiento que Paz ya había empleado con excelentes resultados en el mencionado poema Entre la piedra y la flor:

  

Dime, sequía, dime, tierra quemada, tierra de huesos remolidos, dime,

          luna agónica,

¿no hay agua,

hay sólo sangre, sólo hay polvo, sólo pisadas de pies desnudo sobre

          la espina,

sólo andrajos y comida de insectos y sopor bajo el mediodía impío como

          un cacique de oro?

  

            Lo que Paz denuncia en este pasaje es la perduración infinita de la miseria, lo mismo física que espiritual, y el agobiante dominio que no cesa de ese “cacique de oro” que muy pronto reaparecerá, unos versos más adelante, como uno de los símbolos de la nefasta duración histórica que nos mantiene a todos aherrojados en el país. El “cacique de oro” adquiere una ubicación: es “el cacique gordo de Zempoala”, pero también una estricta connotación temporal: es eterno, es indestructible. Por eso la pregunta que se escalona de manera tripartita, casi como en un crescendo beethoveniano: “¿Sólo está vivo el sapo, / sólo reluce y brilla en la noche de México el sapo verduzco, / sólo el cacique gordo de Zempoala es inmortal?”

            A partir de aquí queda muy claro que en la cosmovisión de Octavio Paz la duración es una forma nefasta del encadenamiento a la temporalidad. Como queda muy claro que el único antídoto posible ante sus estragos históricos, está representada por el abismamiento en el instante, entendido como un signo de la autenticidad personal. Después de arduas interrogantes que aluden al posible recurso a la violencia como vía de liberación (“¿la luz nace frotando hueso contra hueso, hombre contra hombre, hambre contra hambre?”), el poema concluye con una clara exhortación a la opción por la vida: “Hay que dormir con los ojos abiertos, hay que soñar con las manos…” Este es sin duda uno de los versos más estremecedores del libro. Si bien se ve, la conciencia por la que apuesta aquí Paz no excluye los sueños de Breton ni la acción revolucionaria de Marx, al revés, los conjunta en una síntesis superior que muy bien podría tener su base en la peculiar pre-meditación que le inspiró la lectura de Heidegger. No es extraño que unos versos más adelante, el poeta sostenga, siempre en plan exhortativo:

  

hay que desenterrar la palabra perdida, soñar hacia adentro y también

          hacia fuera,

descifrar el tatuaje de la noche y mirar cara a cara al mediodía

          y arrancarle su máscara….

(…)

Ni adentro ni afuera, ni arriba ni abajo, al cruce de caminos, adonde

          empiezan los caminos,

(…)

Hacia allá, al centro vivo del origen, más allá de fin y comienzo.

 

            Esta amalgama de Breton con Marx y con Heidegger está sostenida en todo momento por el instante, cuya apoteosis será clave para abrir las puertas del ser y de la existencia social, tal y como alcanza a discernirse en el poema Piedra de sol. A propósito del hermoso título del poema, quisiera decir que desde mi punto de vista éste resulta un tanto desorientador en tanto que podría dirigir la lectura hacia el tiempo sucesivo de la duración. Se sabe que el título remite de modo directo a un famoso monolito en el que se halla inscrito el calendario azteca. Se trata, pues, de una referencia temporal, pero por mucho que se quiera tener en mente el carácter cíclico del calendario, éste no deja por ningún motivo de ser un despliegue de lo que Bachelard llamaría “tiempo horizontal”. Denota, de tal suerte, glifo por glifo, inscripción tras inscripción, una sucesión de días que todos juntos constituyen una unidad. Si, como propongo, el protagonista absoluto del poema es el instante, la expresión Piedra de sol tendría que tomarse por un nombre metafórico del mismo. El instante sería una “piedra de sol” o una “roca solar” que caería por sorpresa sobre la mesa de nuestro banquete civilizatorio. Sería, como escribe el propio Paz en El cántaro roto, un “ojo de oro girando en el centro de una explanada calcinada”.

             En efecto, fuera de los ocho primeros versos, que funcionan al modo de un “preludio” o de un oasis al margen de la temporalidad, al modo de una suerte de locus amoenus colocado fuera del tiempo, o al menos, en una nebulosa que desdibuja la sensación del transcurrir temporal, muy pronto el poema se puebla de referencias explícitas o implícitas a esa forma privilegiada de la temporación que conocemos como el instante. El instante sería, si atrevo una definición, un complejo a la vez intensivo e intencional que tendría la doble cualidad de concentrar el tiempo a la vez que coloca al sujeto que lo experimenta en un tiempo fuera del tiempo. Es una forma del arrobo que niega o remonta el indeclinable transcurso del tiempo cronológico. Un antídoto contra el devenir que, sin embargo, por más que suene paradójico, no es ajeno al devenir mismo.

            “Una presencia como un canto súbito”, “roca solar”, “la hora centellea y tiene cuerpo”, ¿no podríamos asimilar estas frases al reconcentrado irrumpir del instante? Las fanfarrias de la temporalidad originaria se escuchan casi desde los primeros versos del poema. Esta temporalidad es una búsqueda, y esta búsqueda es la que pone en movimiento a la maquinaria toda de la composición poética: “a la salida de mi frente busco, / busco sin encontrar, busco un instante.” Las fanfarrias no pueden ocultar un toque de angustia, de ansiedad procelosa, como si hubiera una suerte de premura por escapar de la premura:

  

busco sin encontrar, escribo a solas,

no hay nadie, cae el día, cae el año,

caigo en el instante, caigo a fondo,

invisible camino sobre espejos

que repiten mi imagen destrozada,

piso días, instantes caminados,

piso los pensamientos de mi sombra,

piso mi sombra en busca de un instante

       

            ¿Puede haber algo más mercurial que el instante? ¿Más inaprehensible que él? Y sin embargo él constituye el fin final del sujeto en arrobo, el objetivo central de esta máquina que enfila en contra del tiempo sucesivo con la intención de recuperar ese tiempo más auténtico y primigenio que a su vez anula al tiempo. Por eso escribe el poeta: “busco una fecha viva como un pájaro”. En el muro de angustia. Ahí. Un pájaro. El alto contraste entre el carácter auténtico del instante y el tiempo mundano o de la cronología sucesiva, lo podríamos ubicar en la estrofa siguiente que me es imposible no citar completa:

 

 no hay nada frente a mí, sólo un instante

rescatado esta noche, contra un sueño

de ayuntadas imágenes soñado,

duramente esculpido contra el sueño,

arrancado a la nada de esta noche,

a pulso levantado letra a letra,

mientras afuera el tiempo se desboca

y golpea las puertas de mi alma

el mundo con su horario carnicero

 

           Se repare o no en las resonancias barrocas del texto, que hacen pensar en Quevedo,  o en la imponente presencia de esa “nada” que habría tematizado Heidegger en su conferencia ¿Qué es metafísica? (1929), lo crucial de este pasaje tendría que ser la ardua lucha de Jacob por capturar al ángel del instante dentro del marco de un tiempo mundano que el poeta no duda en calificar como “carnicero”, como si algo anticipara acerca del carácter maligno y antropófago de la historia.

            ¿Será que “la historia es el error”, como llega a escribir el Paz muy posterior del Nocturno de San Ildefonso? No lo creo necesariamente así. Lo cierto es que el inspirado pasaje del bombardeo sobre la ciudad de Madrid se focaliza en unos personajes que en lugar de salir a combatir rifle en mano, o bien a ayudar en las labores de salvamento, se abisman en un abrazo amoroso que tiene en el texto un verdadero carácter epifánico y que es uno de los pasajes más célebres de nuestra tradición literaria. La protesta contra los “ladrones de vida hace mil siglos” se articula en el lecho de los amantes, y desde ahí se consuma. Epifanía, o quizás sería mejor anotar, ontofanía, manifestación portentosa del ser: “porque las desnudeces enlazadas / saltan el tiempo y son invulnerables, / nada las toca, vuelven al principio, / no hay tú ni yo, mañana, ayer ni nombres, / verdad de dos en sólo un cuerpo y alma, / oh ser total…”

            Ya podemos decirlo: el instante es la herramienta que tiene el hombre para transfigurar la realidad y para acceder al ser, pero no a cualquier ser, sino el ser total, aquel que puede confundirse con una revelación de lo divino. El instante es autotélico, y en algo recuerda el automovimiento del concepto. Por eso señala Paz, refractando su atenta lectura de Muerte sin fin de José Gorostiza: “el instante se abisma y se penetra, / como un puño se cierra, como un fruto / que madura hacia dentro de sí mismo / y a sí mismo se bebe y se derrama / el instante translúcido se cierra, y madura hacia dentro…”[14]

            Los pasajes finales de Piedra de sol subrayan la búsqueda ontológica del personaje que lleva la voz poética. La palabra “instante”, que acumula más de media docena de apariciones en el texto, quizás se disimula para proliferar mejor bajo otras expresiones. De tal suerte, cuando leemos: “puerta del ser, despiértame, amanece”, quizás nos sería lícito pensar que esa puerta del ser no es otra cosa que uno de los nombres que el poema le da al instante. El texto insiste, eufónico y eufórico en pos de la anhelada esencia: “puerta del ser: abre tu ser, despierta”. La esencia es presencia, tiene que ser presencia, de otro modo no sirve. Por eso agrega Paz en un verso peligrosamente proclive a la filosofía, y por lo mismo, muy cercano al silencio y en franca tautología: “indecible presencia de presencias…” Asistimos de súbito al derrumbe del mundo: las paredes ceden, el cielo nos levanta desde las plantas de los pies, quizás estamos de cabeza, abandonamos nuestra piel: “se despeñó el instante en otro y otro”. En efecto: es el vértigo. Desgarramiento y transfiguración, bodas del ser y de la nada, todo junto, como en un sueño o un delirio apocalíptico y a la vez perfectamente consumatorio: “una a una cedían las murallas, / todas las puertas se desmoronaban / y el sol entraba a saco por mi frente, / despegaba mis párpados cerrados, / desprendía mi ser de su envoltura, / me arrancaba de mí, me separaba / de mi bruto dormir siglos de piedra / y su magia de espejos revivía…    

          Ya sabemos lo que revive: la visión del jardín de la tranquilidad con que se había iniciado el poema, con su sauce de cristal y su chopo de agua. En cursivas, el lugar, la fecha: México, 1957 y el resto de la página en blanco. Como si desde ahí otro instante, unn instante sin nombre, al mismo tiempo persistente y atroz, empezara a hacernos señales. 

 


[1] Octavio Paz, El arco y la lira. México, Fondo de Cultura Económica, 1967, pp. 161y 165

[2] Ibid., p. 174

[3] Ibidem. Los énfasis son míos.

[4] Ibid., pp. 174-5

[5] Ibid., p. 175 Los acentos ontológicos, por supuesto, provienen de Heidegger. Véase Martin Heidegger, El ser y el tiempo. México, Fondo de Cultura Económica, 1974. No está por demás recordar que la primera edición de este texto, que incluía un amplio prólogo explicativo a cargo del traductor, eliminado en las ediciones subsiguientes, es de 1951. La idiosincrática expresión “pre-ser-se”, que Gaos articula para trasladar el término alemán “Sichvorweg”, aparece en el § 46 correspondiente a la segunda sección del libro titulada “El ‘ser ahí’ y la temporalidad.” 

[6] Martin Heidegger, Prolegómenos para una historia del concepto de tiempo. Trad. de Jaime Aspiunza. Madrid, Alianza Editorial, 2006, p. 100

[7] Martin Heidegger, El ser y el tiempo,  § 44, p. 240

[8] María Zambrano, Filosofía y poesía. México, Fondo de Cultura Económica, 1998 (1ª. ed. 1939), pp. 82 y 34 En un libro posterior, Zambrano habrá de anotar: “La manifestación de lo divino es siempre instantánea. Y es más, diríamos que la noción del ‘instante’ viene de lo divino o de su subsecuencia en la vida más moderna (…) El instante no podría aparecer si no fuera la manifestación de lo divino; algo que borra la inmediatez, cualquiera que ésta sea, y hace surgir en su vacío otra realidad distinta en cualidad.” Todavía ahí, a la manera de un colofón, agrega esta frase notable: “Lo que aparece en el ‘instante’ es la pre-verdad.” Véase María Zambrano, El hombre y lo divino. México, Fondo de Cultura Económica, 1955, pp. 32-34

[9] Sin duda menos entusiasta, Bachelard apunta en el mismo sentido cuando sostiene: “En el instante poético, el ser sube o baja, sin aceptar el tiempo del mundo que reduciría la ambivalencia o la antítesis y lo simultáneo a lo sucesivo.” Véase Gaston Bachelard, La intuición del instante. Trad. de Jorge Ferreiro. México, Fondo de Cultura Económica, 1987 (1ª. ed. francesa, 1932), p. 95

[10] Anthony Stanton, “Octavio Paz y la poesía moderna en lengua inglesa”, en Varios Autores, Homenaje a Octavio Paz. México, Instituto Cultural Mexicano de Nueva York-Instituto Cultural Mexicano de Washington-Fundación Octavio Paz-DGE-Turner, 2001, p. 69

[11] Utilizo la traducción de Rodolfo Usigli. Véase Rodolfo Usigli, Conversación desesperada. Sel. e introd. de Antonio Deltoro. México, Seix Barral, 2000, pp. 81-84

[12] Líneas tomadas de “Poesía”. Véase Xavier Villaurrutia, Obra poética. Edición crítica de Rosa García Gutiérrez. Madrid, Ediciones Hiperión, 2006, p. 381 El asunto del “perro”, echado según esto a los pies del poeta, delata el vínculo con el poema de Villaurrutia, que nos sorprende con la imagen de Argos en el espejo, justamente un perro mitológico.

[13] “Entre la piedra y la flor” se recoge en Octavio Paz, Libertad bajo palabra. Obra poética (1935-1957). México, Fondo de Cultura Económica, 2ª. ed. 1968 Paz ha corregido y modificado posteriormente este texto. La versión que prefiero es la que he tenido presente durante mi comentario.

[14] Los versos de Paz remiten sin duda alguna a un preciso verso de José Gorostiza que habla de una “flor mineral que se abre para dentro / hacia su propia luz”. Véase José Gorostiza, Poesía y prosa. México, Siglo XXI Editores, 2007, p. 130

 

 

Datos vitales

Evodio Escalante (Durango, México, 1946) es poeta, ensayista e investigador. Es doctor en letras por la UNAM. Entre sus libros de poesía podemos mencionar:  Dominación de Nefertiti (1977), La noche de Sun Ra (1979), Todo signo es contrario (1988) y Relámpago a la izquierda(1998). En el género ensayístico ha publicado José Revueltas, una literatura del lado moridor (1990), Tercero en discordia (1982),  Francisco Monterde. Aspectos literarios de la cultura mexicana (1987), La intervención literaria (1988), Homenaje a Margit Frenk (en colaboración con José Amezcua, 1989), Alí Chumacero. Retrato crítico (en colaboración con Marco Antonio Campos, 1955), La espuma del cazador (1998), Las metáforas de la crítica (1998), José Gorostiza entre la redención y la catástrofe (2001), Nacionalismo y vanguardia en Silvestre Revueltas (2002), Elevación y caída del estridentismo (2003), La vanguardia extraviada. El poeticismo en la obra de Enrique González Rojo, Eduardo Lizalde y Marco Antonio Montes de Oca (2003). Recibió este año el Premio Iberoamericano de Poesía Ramón López Velarde.

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