Rodrigo Blanco Calderón (Caracas, 1981), ganador del Concurso de autores inéditos de la editorial Monte Ávila, mención narrativa 2005, con Una larga fila de hombres. Es profesor de la Escuela de Letras de la UCV.
Calle Sarandí
Para Aníbal Vecindais,
allá en Montevideo
Lisandro bordeó con un dedo el corte elegante de su bigote y entonces desistió de enderezar la espada. Devolverle su línea recta era como retroceder en el tiempo y desandar el camino de la rabia, la vergüenza y el dolor.
Intentó hacerlo con la propia mano, presionando en la media luna donde el arma se había curvado. Una extraña sensación de blandura y calor le hizo retirarla al instante, casi con asco. El coágulo a media asta parecía retener en su pequeña cuenca el recuerdo físico del cuerpo del niño. O, por lo menos, el de su hombro. Lisandro trató de tranquilizarse pensando que aquello debía de ser producto de los nervios y se obligó a repetir la maniobra. Esta vez la sensación fue completamente distinta. La frialdad y el rigor apenas filoso que esperaba encontrar lo recibieron. Sin embargo, ese contacto volvió a escurrirse del presente arrastrándolo de nuevo a la tarde del día anterior: la dureza del metal, el no poder enderezarlo con sus propias fuerzas, le confirmó que el golpe había sido verdadero.
Javier, que venía de remontar la calle, se lo había dicho. Pero la confusión de verlo justo allí, en ese instante y en aquellas circunstancias y después de tantos años, pudo más que sus palabras. Quizás el disfraz reforzaba la impresión de irrealidad de aquella escena. O el grito del niño, instintivo, rápido y seco, parecido al graznido de uno de esos pájaros que abandonan el tramo final de la calle Sarandí para acompañar a las palomas de la Plaza Independencia.
-Sí –pensó Lisandro–, el hijo de puta chilló como un pájaro.
La imagen que acompañó el pensamiento fue la de una paloma de cristal que explotaba en el aire, a poca altura, un segundo después de alzar el vuelo. Un pájaro de aire, súbitamente endurecido, que se quebraba y esparcía su breve ceniza transparente sobre las personas que deambulaban distraídas por la calle. Lisandro volvió a sentirse como un embudo vergonzoso donde desembocaban todas las miradas. Hombres y mujeres aburridos, saturados de vitrinas y adoquines, que ahora observaban con gran curiosidad la extraña postal que les regalaba la Ciudad Vieja a la hora mortecina de un lunes de carnaval a las dos de la tarde: El Zorro, espada en mano, castigando la ofensa de un pobre y maldito niño de la calle.
La señora sentada en el banquillo les había advertido.
-Dejen al hombre, que está tratando de ganarse el dinero –dijo.
-Usted se calla y no se meta –le respondió el más grande, que debía de tener unos once o doce años. El más pequeño, de sólo siete u ocho años, contemplaba todo, entre temeroso y divertido, un paso atrás de su amigo.
-Pará de hinchar las pelotas –dijo Lisandro. -¿No ven que estoy laburando? –Y al decir esto, acomodó en el piso, innecesariamente, la caja para las monedas y se dispuso a asumir otra vez su posición de ataque. La pierna izquierda debía ir un poco flexionada y hacia adelante, mientras la pierna derecha acompañaba el movimiento de esgrima con un elegante y perfecto estiramiento. El brazo armado, por supuesto, apuntando tembloroso a la indiferencia de la tarde.
Justo cuando Lisandro había alcanzado otra vez la inmovilidad absoluta, la categoría siempre fascinante de estampa viviente, el niño lo amenazó de nuevo con arrojarle el listón de madera que tenía en las manos.
El niño lo amenazaba y se reía a carcajadas. Parecía disfrutar viendo cómo esa versión eternizada de El Zorro hacía aquel gesto defensivo, triste y automático, que lo transformaba en un pobre diablo disfrazado de El Zorro.
-Dejen al pobre hombre, que está tratando de ganarse el dinero –repitió la vieja, actualizando con el adjetivo el coro y el patetismo de aquella pieza.
-Que se calle le dije –repitió el niño, esta vez alzando más la voz y apuntando a la señora con el pedazo de madera.
Ese fue el único momento en que Lisandro estuvo de acuerdo con el niño. Mejor era que se callara y no dijera nada más. Mejor que se quedara sentada tranquila en su banquillo. Mejor que se metiera por el culo su asquerosa moneda, la miserable palabra compasiva que le había arrojado en el sombrero roto de su pecho.
-Pará te dije –le advirtió Lisandro al mayor. –Seguí que te voy a dar ¿eh? –y subrayó la contradictoria amenaza señalándolo con el dedo. Luego colocó la espada en el piso y se agachó como buscando algo en la caja. Allí, ya lo sabía, no iba a encontrar nada. Sólo tres monedas de un peso (que él mismo había sacado de su bolsillo al llegar y que luego arrojó tímidamente) y el paño húmedo que el viejo Luciano le había prestado.
-Si querés ser El Zorro –le había dicho –precisás una espada.
El viejo Luciano fue el único que no se desarmó de risa al escuchar la idea de Lisandro. Desde el principio supo que hablaba en serio y lo ayudó. Le dio la espada y el paño para limpiar el hierro y la hermosa empuñadura que, según él, era de bronce. También le recomendó que no se ubicara allí, en plena feria, porque en la Tristán Narvaja se forma un quilombo de gente los fines de semana, entre los que venden frutas, ropa y antigüedades y los que van a ver y a comprar cosas. Lo mejor era esperar el lunes de carnaval y probar suerte en Ciudad Vieja. Esa parte de la ciudad estaba agarrando un segundo aire y allí podía ganarse unos cuantos pesos sin muchos problemas. Dicen que la calle Sarandí, por ejemplo, le había dicho Luciano, desde que la transformaron en peatonal está muy bonita. Al menos eso le había comentado un turista chileno cuando se detuvo a contemplar su puesto de reliquias. Llevaba un buen tiempo viviendo en Dinamarca y ahora estaba de visita por el Sur. Lo de Dinamarca lo supo, comentó Luciano, porque el hombre quedó fascinado al saber que la inscripción hebrea del platillo de porcelana que le llamó la atención celebraba, en el año de su manufactura, la creación del estado judío. Le pareció el regalo perfecto para su novio, con quien compartía un apartamento en Copenhague desde hacía varios años, porque éste, al parecer, era un espía israelita al servicio de su gobierno. Un tipo rarísimo, muy simpático, resumió Luciano con una sonrisa en el rostro.
-Cuando le entregué el platillo envuelto en el papel de seda, ¿sabés lo que me pidió? –le preguntó, mirándolo con sus ojos claros y serenos, con esa fijeza en la mirada que delataba una sinceridad y una confianza absolutas y que Lisandro no podía dejar de interpretar como una expectativa incierta que en el fondo lo angustiaba.
-Me pidió –continuó el viejo, al ver que Lisandro callaba –que por favor no le comentara a nadie sobre las actividades clandestinas de su novio. ¿Vos te das cuenta? Todo un caso el tipo. Rarísimo. Muy simpático.
A Lisandro le pareció que el viejo estaba de muy buen humor esa mañana. Le contó que esa misma mañana, poco después de vender el platillo de porcelana, otra persona se acercó y se interesó por la Polaroid. Una chica hermosa, de ojos grandes como los de una ardilla, que no dudó un segundo en comprarla al saber que todavía funcionaba y que además traía un rollo completo, nuevo, ya listo para tomar fotografías.
-Tenías que haberla visto, Lisandro –le dijo. –Un sueño esa chica. Vos veías esos ojos y era como meterse en otro mundo. Mientras la veía me sucedió una cosa muy extraña. Por un segundo tuve la impresión de que al regresar de esos ojos yo ya no sería yo mismo. O quizás sí, pero joven, mucho más joven, y no anciano como estoy ahora. Por un segundo pensé que esa mirada se encargaría de darme todo lo necesario para poder amar a esa chica.
Luciano terminó de hablar y miró a Lisandro. La limpidez de su mirada volvió a incomodarlo. Por decir algo y por romper el silencio le preguntó que de dónde era la chica, que si era uruguaya.
-No –respondió el viejo.-Era de Venezuela.
Lisandro no supo qué hacer con la información que él mismo había pedido y prefirió guardar silencio.
-En todo caso –agregó Luciano –lo cierto es que en apenas una hora, entre el chileno y la venezolana, he hecho setecientos pesos. Y precisamente, vendiendo el platillo de porcelana y la Polaroid. Y ahora venís vos y me entero de que necesitás la espada. Es perfecto, ¿eh?
Por alguna razón, el viejo llevaba varias semanas encariñado con esos tres objetos. Cada sábado y domingo de feria en la Tristán Narvaja había sentido el escindido temor de llegar a venderlos. De entregarlos, a pesar de la posible ganancia, a personas que no los necesitaran y quisieran realmente. Sin embargo, esa mañana, de forma sucesiva, aquellas reliquias habían encontrado a sus verdaderos dueños. Luciano creía que las antigüedades eran como fantasmas en el mundo de los objetos. Cosas que persistían en su ser y que transitaban a través del tiempo en la búsqueda constante de sí mismos. El chileno con su platillo, la venezolana con su cámara y vos, Lisandro, le dijo, con tu espada.
-Porque estoy seguro de que te irá bien –le dijo. –Tanto que te quedarás con ella porque pronto vos mismo me la podrás pagar.
Una vez en el piso, ya agachado y atrapado en la encrucijada de la caja con las tres monedas y el paño húmedo, Lisandro se dio cuenta de que debía hacer algo. Escuchó las carcajadas del niño y al levantar la vista observó cómo el más pequeño también se animaba y comenzaba a desanudar la cuerda mugrienta de su risa. Desde su posición, y de nuevo con la vista clavada en la maldita simpleza de la caja, pudo entrever mitades de cuerpos de personas que detenían la marcha para tratar de ver qué pasaba. Entonces se dijo a sí mismo, al calor de las gotas de sudor que comenzaban a humedecer su rostro, Lisandro, tenés que hacer algo.
Tomó el paño, se puso finalmente de pie y con una tranquilidad imprevista comenzó a pulir la espada. Desde la empuñadura bronceada hasta la redondez final de la punta de hierro. Repitió el movimiento varias veces, con la lentitud y la paciencia de mil batallas, una y otra y otra vez. Y a medida que frotaba la espada, Lisandro no pudo dejar de notar que las carcajadas de los niños se iban apagando. El cascabel de las serpientes se fue mitigando y ahora contemplaban hipnotizadas la maniobra.
El propio Lisandro se encargó de romper el hechizo con la última advertencia.
-Seguís con lo mismo –dijo apuntando con la reluciente espada al mayor de los niños –y te vuelvo mierda.
Justo cuando Lisandro había alcanzado, por tercera vez, la inmovilidad absoluta, la categoría siempre fascinante de estampa viviente, de fuego detenido, el niño volvió a amenazarlo por tercera y última vez con el listón de madera. Lisandro repitió automáticamente el gesto defensivo y sin dar tiempo a que las carcajadas de los niños se desbordaran del cerco de sus dientes, rasgó su crisálida rencorosa y saltó, convertido en El Zorro, a castigar la ofensa.
El más pequeño apenas se movió de donde estaba, petrificado por el miedo, anclado involuntariamente en la certeza de que el asunto no era con él. El mayor, en cambio, atinó a moverse. Logró replegarse contra la fachada de una tienda y escabullirse por escasos centímetros del segundo salto de El Zorro. Luego corrió un par de metros, tropezó con la base de cemento de uno de los postes de luz, cayó al suelo y entonces recibió en su hombro izquierdo el azote instantáneo y certero de la espada.
El grito fue rápido, desgarrado y seco. Apenas distinto del ruido insípido que puede producir un pájaro. Allí estaban, sin embargo, los cuerpos encontrados convocando en la brevedad de ese vuelo sonoro las miradas atónitas de los que transitaban por la calle. El Zorro levantó la vista y al ver que todos lo observaban volvió a transformarse, sin tiempo y sin umbrales, en una figura penosa e incomprensible. Lisandro sintió que había pasado, sin transición ni lucidez, de la humillación a la vergüenza, como quien despierta de una pesadilla para entrar en otra.
Javier ya había cruzado el antiguo portón de la Ciudadela, en dirección hacia lo que por esa entrada no era el final sino el principio de la Sarandí y donde, a fin de cuentas, estaba ubicado el restaurante italiano en el que trabajaba, cuando vio a lo lejos el apogeo de la pelea. A la altura del Museo Torres García pudo confirmar, con la boca abierta, que lo que se anunciaba allá abajo como un montaje absurdo era cierto: El Zorro estaba allí, en Montevideo, en la Ciudad Vieja, a pocos metros de distancia (como quien dice, la distancia que puede haber de la puerta de un almacén de la infancia al televisor, el único del barrio, que está del otro lado del mostrador, en lo alto de una esquina), castigando al hombre del mal. Castigando, justo frente a sus ojos, ya disuelta en el aire y en el tiempo la pantalla, a los niños del mal. A esos hijos de nadie que se la pasaban jodiendo a la gente en las horas muertas del día.
Javier permaneció inmóvil ante la entrada del museo, mientras veía descender y pasar a su lado a los dos niños. El más pequeño, con una mirada fría, se lamentaba tardíamente de que el otro se hubiera caído en plena huida. El mayor no decía nada y solo se enjugaba las lágrimas con la manga derecha de su remera. Se secaba el rostro y en ese único y repetido gesto todo el odio concentrado en los ojos se le disolvía en rápidos espasmos de dolor. La manga izquierda la tenía recogida, instintivamente, para que el aire comenzara a sanar la herida.
-Le abriste una raja de este tamaño –le dijo Javier a El Zorro, ya parado frente al restaurante, separando el dedo índice del pulgar un par de centímetros. –Ese no vuelve por acá a romper los huevos durante un tiempo.
El Zorro se limitó a mirarlo, como un alucinado, directamente a los ojos. Luego le dio la espalda y se fue hasta uno de los teléfonos públicos a hacer una llamada. Javier vio cómo sacaba una tarjeta de uno de sus bolsillos y la insertaba en el aparato. Después lo observó marcar unos números y esperar mientras caía la llamada. En esos segundos de espera, todavía con la sombra familiar de aquellos ojos en su mirada, se fijó en la manera elegante y nerviosa en que El Zorro bordeaba una y otra vez la cuidada línea de su bigote. Entonces reconoció a Lisandro.
De la última vez que lo vio ya habían pasado más de diez años. Recordaba que ambos tenían la misma edad, dieciocho, y ambos la misma mirada divertida a cada lado del cristal. Como si el lanzarse a la vida con la extraña certeza de no volver a verse no fuera algo tan malo después de todo. Él había hecho un gesto de despedida con la mano y Lisandro también. Cuando ya el autobús arrancaba lo vio dibujar varias veces con sus dedos la tersura contenida de sus recién estrenados bigotes. De modo que al verlo en esa situación su sorpresa fue grande e ingenua. Le causó una alegría repentina saber que, después de tantos años, su amigo, (con el que había compartido la fascinación por el héroe de la espada, el antifaz y el caballo, el mismo que lo acompañaba siempre a la puerta del almacén para seguir sus aventuras por la televisión, el mismo Lisandro que descubrió un día maravillado que sus bigotes eran igual de nutridos y elegantes que los del espadachín justiciero), el Lisandro de su infancia había logrado, por fin, convertirse en El Zorro.
Inmediatamente después la realidad desarmó su sorpresa. Entonces detalló su muy delgada figura al colgar el teléfono, sus pantalones raídos y su sombrero roto al tomar la espada, la ridícula capa de fieltro negro que apenas le cubría la espalda y que ondeaba torpemente en el aire al marcharse. Javier observó todo aquello y pensó que además de la trama inflexible de la pobreza, que ambos sabían tenían asegurada desde siempre, a Lisandro se le sumaba ahora, en medio de la monotonía gris de su destino, la sombra negra de la locura.
Lisandro colgó el teléfono, recogió la torcida espada del piso y se marchó calle abajo. A medida que descendía por la Sarandí y se acercaba al antiguo portón de la ciudad colonial, le daba vueltas a la cabeza para tratar de entender algo de lo que había sucedido. Cuando se refugió en el teléfono, justo después de golpear al niño, no supo a quién llamar. Por eso marcó el número de la Pata Delgado, porque era la única persona, aparte del viejo Luciano, que conocía en la ciudad. La Pata, al igual que Javier, nació y vivió en la misma calle, del mismo barrio, de la misma provincia donde había nacido y vivido él. Ella lo encontró un día pidiendo plata en la terminal Tres Cruces y cuando supo que estaba en la calle dejó que se quedara en su casa del barrio La Unión. Por lo menos hasta que encontrara un trabajo y pudiera mudarse a una habitación.
Afortunadamente, nadie contestó. Sin embargo, simuló como si ella hubiera atendido y en la seguridad del rotundo silencio al otro lado de la línea le contó lo que acababa de ocurrir. Le tranquilizó sentir que por lo menos en esta oportunidad la Pata no se burlaba de él. Con lágrimas de pura risa ella le había confeccionado con un pedazo de fieltro la capa. El sombrero y el antifaz eran los que había utilizado su hijo en algún carnaval de años anteriores.
-Pero, ¿vos estás segura, Patricia?, ¿no los necesitás? –le preguntó Lisandro, con ojos agradecidos, cuando ella le dijo que se los regalaba.
-Segura –le dijo. –Ya Fabio creció –y en seguida soltó la carcajada.
Buena persona, la Pata. También Javier, según recordaba. Pero, ¿qué hacía allí? ¿Por qué, maldita sea, tenía que haberlo visto, después de tanto tiempo, justo allí?
-Quizás no me reconoció –pensó Lisandro, mientras continuaba por la calle en descenso y se acercaba al viejo portón de la Ciudadela. Antes de cruzarlo sintió que se levantaba un viento rancio, como de otra época, y tuvo ganas de que el tiempo, mágicamente, retrocediera, de que todo empezara de nuevo y así lograr que esta vez las cosas salieran bien. Deseó con todas sus fuerzas que al atravesar el portón, las murallas de la antigua ciudad colonial reaparecieran, y que la Plaza Independencia estuviera abarrotada de la gente del pueblo, que esperaba, temerosa, a que los ataques cesaran. Así, él saldría, con una verdadera capa y una verdadera espada, a defender el puerto del acoso de los piratas.
Al llegar a casa de la Pata Delgado, Lisandro dejó escapar un suspiro al ver que no había nadie. No quería que vieran la espada porque entonces tendría que detenerse en explicaciones y terminaría contando toda la historia. En la nevera encontró una nota indicándole que había algo de comida en el horno y que ella y Fabio llegarían tarde esa noche porque había conseguido entradas para ver las murgas en el Teatro de Verano. Lisandro calentó la comida, devoró el tardío almuerzo y se fue a los cercanos fondos de la casa, donde estaba su habitación. Allí se quedó toda la tarde y toda la noche. Poco antes de caer dormido se acordó de esconder la espada debajo de la cama.
Al día siguiente, poco después del mediodía, cuando se aseguró de que estaba de nuevo en absoluta soledad, sacó el arma de su escondite. Debía enderezarla. El Zorro no podía presentarse así. Él podía sacrificar la calidad y la autenticidad de la capa, del sombrero y del antifaz. Pero no la espada. En ella reposaba toda su fuerza y su estática dignidad. Quiso hacerlo presionando la abolladura con sus propias manos. Una extraña sensación de asco impregnó sus palmas y sus dedos, como si el cuerpo tibio y sucio del niño estuviera allí acunado. Ensayó una segunda vez y el frío y la inflexible dureza del metal le provocaron un ligero vértigo. Lisandro vio que le temblaban las manos. Imaginó la carne abierta del niño en el espacio vacío delimitado por el pulgar y el índice de Javier y se confesó a sí mismo que no podía enderezar la espada. Acarició nerviosamente su bigote y aceptó con resignación la idea de plantarse como una estatua lastimosa, disfrazado de El Zorro, en plena calle Sarandí, empuñando aquel espagueti oxidado.
A las dos en punto de la tarde, después de atravesar el gastado portón de los tiempos, Lisandro pisaba de nuevo la arena de combate. Le pareció que había más movimiento que el día anterior. La tarde de aquel martes de carnaval arrastraba consigo un aire de premura y anonimato que envolvía a la gente y la empujaba sin distracciones hacia sus precisos destinos. El ambiente era alentador y parecía propicio para la limosna rápida y despreocupada. Por eso Lisandro sintió una fuerte desilusión cuando reconoció a la misma señora, sentada en el mismo banquillo, con la misma expresión de vaca aburrida que aguarda la caída de la tarde. Al verla prefirió seguir de largo por la Sarandí y no se detuvo hasta llegar a la Plaza Constitución. Allí buscó un banco que estuviera desocupado, se sentó, acomodó entre sus piernas la enorme bolsa plástica donde guardaba la caja para las monedas y todos sus implementos, y dejó pasar el tiempo. Una hora después Lisandro escuchó los cuatro redobles de las campanas de la iglesia y luego acompañó mentalmente el tañido simple y poderoso que indicaba con exactitud que ya eran las tres de la tarde.
Pocos minutos después, la señora del banquillo vio llegar a El Zorro, caminando con un aplomo casi parecido al sueño. Lo vio llegar y ubicarse con familiaridad en esa redoma que de pronto parecía pertenecerle desde siempre. Venía vestido y armado y, dando apenas un ligero salto, como de mantel que aterriza sobre una mesa, El Zorro asumió sin problemas su pétrea postura.
Lisandro notó de inmediato que la gente lo miraba. Su campo de vista era muy reducido. Acaso podía ver, a lo lejos, el viejo portón y hacia los lados las veredas de la calle con gente yendo y viniendo. Sin embargo, algo le decía que en la curiosidad de las miradas que poco a poco se amontonaban sobre él había un silencioso o más bien murmurante respeto. Cuando ya Lisandro se movía a sus anchas en su perfecta inmovilidad escuchó a la señora, su misma voz ahora despojada de toda cadencia compasiva, contándole a otra persona lo acontecido la tarde anterior.
-Por lo menos hay alguien que se atreva a ponerle un límite a esos chicos –respondió una voz madura y femenina, con un dejo de cansancio y admiración, cuando la señora finalizó su relato.
-Así es –convino la señora del banquillo.
Lisandro estuvo a punto de abandonar su posición y brincar de pura emoción al escuchar aquellas palabras. Tuvo que contenerse con todas sus fuerzas para escanciar su alegría en un sobrio gesto de cabeza cuando las señoras se levantaron y arrojaron varias monedas en su sombrero.
Al rato, atrapando al vuelo con su oreja derecha una cercana conversación, escuchó otra versión, todavía más heroica, de lo que había sucedido ayer. Un hombre le contaba a otro una serie de detalles y descripciones que el propio Lisandro no podía recordar. De cualquier manera, se estremeció al reconocer la voz de Javier narrando con verdadera intensidad y fantasía lo ocurrido. Pensó que el timbre cada vez más exaltado y ruidoso de la voz de Javier era una vía secreta y a la vez explícita de decirle que sí lo había reconocido y que lo apreciaba y que lo respetaba profundamente.
-Si no me creés mirá la espada –concluyó Javier, ante un silencio que Lisandro imaginó como un gesto de incredulidad del que escuchaba.
Las voces callaron y Lisandro sintió que uno de ellos se acercaba. Un hombre que no conocía, vestido con un bluejean y una camisa a cuadros, depositó en el sombrero algunas monedas y un billete que había sido doblado con cuidado. Esta vez su alegría fue aún más sobria y sólo le entregó, como agradecimiento a su contribución, la continuidad granítica de su posición de ataque. Lisandro experimentaba por primera vez en su vida el orgullo y supo en ese instante que consistía en algo muy similar al equilibrio absoluto: un dejarse contemplar, indefinidamente, por el resto del mundo.
La tarde transcurrió como un sueño. El sombrero se fue llenando de monedas y billetes a medida que la historia corrió de boca en boca. Todas las personas que relataban el enfrentamiento, los mesoneros de los restaurantes, el vigilante del estacionamiento, los artesanos que extendían en el piso de adoquines sus collares y sus adornos, la mujer que atendía la tienda de cueros, todas las personas concluían la historia señalando la abolladura elocuente de la espada. El número de los niños, al igual que su tamaño, contextura y peligrosidad, por supuesto, aumentaron con el paso de las horas y con la sucesión de las distintas versiones. Lisandro no pudo ocultar, de vez en cuando, una imperceptible sonrisa al escuchar aquellas exageraciones. En todo caso, pensó, esa misma tarde estaba forjando otra anécdota igual de maravillosa que, además de ser real, compensaba secretamente las mentiras y los rumores. Un logro que le permitía retribuir en algo la ingenuidad y la desesperanza concentradas en ese sombrero cargado de monedas. Lisandro pudo ver en el gran reloj del estacionamiento que llevaba dos horas y media en la misma posición, con las piernas ladeadas y el brazo izquierdo extendido, sin haber tomado ni un minuto de descanso. Se propuso que la gesta fuera exacta y que el orgullo le durara media hora más, hasta las seis de la tarde. Luego en casa, después de contar el dinero, tendría toda la noche para descansar.
Faltando sólo cinco minutos para concretar su hazaña, Lisandro decidió mandar a la mierda su orgullo. Un segundo después de que la chica colocara con delicadeza la instantánea dentro del sombrero, Lisandro le ofreció la mejor de sus sonrisas y agradeció el detalle con una esforzada reverencia. Al levantar la cabeza se encontró con sus ojos, grandes y hermosos como los de las ardillas, y no le quedó ninguna duda de que era ella. Allí tenía, colgando de su cuello, la vieja cámara Polaroid y a la altura de la mirada, como le había advertido Luciano, estaban sus ojos.
Después de todo, el viejo tenía razón. De seguir las cosas así pronto podría comprarle la espada y ver los ojos de esa mujer era entrar en otro mundo. Mientras nadaba en ellos, Lisandro tuvo la extraña esperanza de regresar convertido en otra persona. Quiso, en todo caso, encontrarse a sí mismo envejecido y tranquilo. Despertar de aquellos ojos y verse, junto a ella, tomándola suavemente de la mano, del otro lado de la vida.
Lisandro rescató la fotografía del hueco de su sombrero y se conmovió al ver su imagen doblemente detenida en el tiempo. Se sintió escindido y tocado por una gracia única: poder ser de forma simultánea su propia realidad y su recuerdo. La chica confirmó el eco de aquella gracia tomándole una nueva fotografía a Lisandro, mientras éste todavía contemplaba la anterior. Antes de que se marchara, y a pesar del miedo y la confusión, tuvo el valor de hablarle. Le habría gustado saber su nombre, escuchar el relato intrincado de sus sueños al despertar en la mañana, ver el mundo desde la perspectiva inmensa de sus ojos. O, por lo menos, tratar de entender por qué ella se había fijado en alguien como él. Sin embargo, las palabras sólo le alcanzaron para preguntarle bruscamente para qué le había tomado dos fotografías.
-Porque una es para ti y la otra es para mí –le contestó la chica, con una sencillez y una dulzura en la voz y en la mirada que terminaron de descolocarlo.
Quizás por eso, al ver el grupo de niños en la distancia, no se alarmó. Aún aturdido por la respuesta, prefirió transformar sus cabezas mugrientas en una nube terrestre que lentamente se acercaba. Siguió con la mirada el gracioso descenso de la chica por la vereda y no le extrañó la repentina soledad de la calle Sarandí a las seis de la tarde. Le pareció natural que la ciudad, a esa hora muerta, se ausentara de sí misma y se fuera a descansar.
La silueta se perdió finalmente en la lejanía y Lisandro no tuvo otro remedio que aceptar que, en el mismo cruce por donde ella se había alejado, casi rozándola con su codo violento, venía la realidad a terminar de borrar los rastros del amor. Le bastó aguzar la vista y esperar unos instantes para reconocer en la punta de aquella nube al mismo niño de la víspera. Repasó los semblantes al vuelo, unos ocho o diez, y vio las botellas, los palos y las piedras que traían en las manos. Tomó la espada, volvió a fijarse en la curva del metal y calculó que todavía quedaba espacio en su arma para acunar a tres o cuatro de ellos.
Cuando los niños estuvieron a pocos metros de distancia, Lisandro trató de encajar en su posición de ataque. Las piernas no le respondieron. El brazo acalambrado por el esfuerzo de horas apenas se despegó del cuerpo unos cuantos centímetros y no llegó a estirarse. Le causó gracia ver que, después de todo, no hubo mentiras, ni rumores, ni cuentos.
Lisandro detalló en la cercanía final los rostros del rencor y luego esperó, inmóvil, a que se disolviera su leyenda en los colores olvidados de la última tarde.
Datos vitales
Rodrigo Blanco Calderón (Caracas, 1981) es Licenciado en Letras y Magíster en Estudios Literarios por la Universidad Central de Venezuela. Profesor de la Escuela de Letras de esa casa de estudios. Ganador del Concurso de autores inéditos de la editorial Monte Ávila, mención narrativa 2005, con el libro Una larga fila de hombres, el cual fue publicado ese mismo año. Ganador del 61 Concurso Anual de Cuentos del diario El Nacional. En 2007 formó parte del grupo de escritores del Bogotá39, en el que se reunió a una muestra representativa de nuevos narradores latinoamericanos menores de 39 años. Ese mismo año publica su segundo conjunto de cuentos titulado Los invencibles (Mondadori, 2007).