Tres ensayos de Leopoldo Lezama

Leopoldo Lezama

El poeta Leopoldo Lezama (D.F., 1981) nos presenta tres ensayos, muy cercanos al poema en prosa, en torno a temas fundamentales como la muerte, la angustia y la tristeza.

 

De la Muerte

Al atardecer, cuando el ritmo del horizonte disminuye y el cielo comienza a diluirse en un sopor grisáceo, los pájaros van a gritar a la copa de los árboles. No hay tumulto, las casas encienden sus luces amarillas, la calle despeja sus ruidos cansados.

Un ánimo lúcido, una raíz creando luces hacia arriba, la muerte es el pedazo de agua sin descanso; silencio virtuoso, interminable, largo pasillo cubierto de ásperos ramajes.

La muerte será una mirada fija avanzando ya sin presión, con la entereza suficiente para delinear un camino. En las últimas visiones se esclarecerá el sentido, habrá una respiración más tranquila bajo la luz que alcanza las sábanas. Una mano dulce nos acariciará como agua tibia, la puerta se abrirá y nos mostrará jardines nuevos. Se extenderá la tarde hacia una región de blancos arenales; desde ahí se verá el mar, un mar inmenso y tranquilo, como cuerpo dormido. Se verán nubes violetas, no habrá barcos ni veleros, y conforme vayamos avanzando, llegará la espuma fría como una red de vidrio hasta nuestros pies descalzos. La marea cantará despacio su tonada triste y el cielo dejará caer un aire inerte. Más allá, habrá lagos nocturnos donde se verán volar desesperadas las gaviotas.

Llegaremos vacíos, hambrientos de ser y fatigados, nos recostaremos sobre la tierra y miraremos cómo nuestro cuerpo se aleja como una nube rápida. Una ola devastará las vestiduras del alba con su humedad celeste, una voz nos guiará, la piel palpitará con la lentitud del sueño, el alma dormirá entre tañidos de luz seca.

El lindero ha estado siempre ahí, pero hasta ahora se muestra. Una nueva potencia pone de pie a la realidad y la delinea. El mar se aleja tenso, queda únicamente la amplitud, la radiación inquieta.

La muerte tendrá que ser una rotura grande, un rígido lamento que venía de siglos.

Sobre los arenales solitarios la realidad se abrirá la espalda, caminará unos pasos y caerá para ya no levantarse. Vendrá otro tiempo avanzando ciego, ávido de tocarlo todo. Habrá un lugar desprovisto de forma, un páramo hecho sin materia en donde el espacio no crece y el tiempo no camina. Ahí el alma irá debilitando sus latidos, se irá desintegrando. Unos segundos antes la luz del día se mece como ahorcada, los bosques sienten angustia, tratan de dormir.

Del mar crecerán espinas y de la espuma se arrastrarán ciervos azules.

Intranquilos, respirando rápido, abriremos los ojos: acaso la muerte nos regalará una lumbre, acaso nos regalará un corcel y una estrella moribunda.

Al atardecer, cuando el cielo deje de respirara sus altas fumarolas, saldremos por fin a caminar…

 

 

 

De la angustia

Atenta siempre, llena de una sabiduría por conformarse, batalla toda la noche para desatar un racimo de luces. Algo anda por ahí sin pronunciarse, desborda ríos, derrumba murallas, crea poblaciones de palomas ciegas. Estamos esperando a que caiga la marea, escuchamos la explosión profunda, el subir de la ola enfurecida, pero alzamos la vista y nada.

Toda la mañana el pecho estuvo agitado, el oído contó cada uno de sus violentos golpes, la sensibilidad se agazapó sin haber percibido.

Hay sensaciones para las cuales no existe un origen: puentes rotos a la mitad de la laguna, voces sin cuerpo, imágenes diversas reclamando un tiempo y un espacio. Hierbas mezquinas trepan en la oscuridad, y una resequedad agresiva ha comenzado a enturbiar la sangre; el oxígeno se ha vuelto tierra, el aire una letanía temerosa.

La angustia crea una inflamación en el espíritu que nunca ha de estallar, rompe los músculos con su voz apagada y hace que los dedos, ávidos por destrozar, se muevan solos con el paso de su veneno duro.

La tarde abre su pasmo grisáceo como decorado maligno, la ropa en el armario destila una armonía parecida a la voz de los ancianos que están prontos a morir. La mujer muerta no llega, ha dejado que sus manos se adelanten hasta acariciar la espalda, ha arrastrado su vestido deshecho como pierna rota.

No hace ruido, no tiene piel…

Aparece a ratos para decirnos que volverá después.

 

 

  

De la tristeza

Sin embargo el alma está tranquila, pero se siente débil, tiene un sueño extraño en las pupilas y quisiera hablar pero no puede. Cuando alguien está triste platica con un fantasma niño, no percibe el tiempo, no mira que la tarde se evapora a paso tardo; camina como desasido de su cuerpo y siente que el cielo se viene abajo con todo y sus estrellas.

Tras el pecho corren palomas asustadas, los músculos han ido a descansar a un bosque marchito; bajo el abdomen se ha cavado una tumba líquida.

Debajo de los puentes hay un pedazo de río que nadie mira, sobre las azoteas, el viento arrastra plantas muertas. El alma es buena, pero eso no es suficiente para que esté contenta: entre sueños, apenas ve que alguien ha trazado en su corazón hermosas figuritas de ceniza.

El ánimo espera un momento que no llegará nunca; aguardará mirando el mar, entornará la puerta.

Hincha los ojos, ensordece la voz, hace que los instantes sean siglos que pasan en muletas. Es una filosofía de grillos, una religión solitaria y nocturna.

La tristeza tiene su ingeniería precisa, sus paredes son altas, sus estancias frías, y cuando el alma la padece pierde fuerzas, respira profundo, se desintegra.   

 

 

Datos vitales

 Leopoldo Lezama Contreras (México D.F, 1980) es poeta, ensayista y editor. Ha colaborado con numerosas revistas, suplementos culturales y antologías al interior y exterior del país. Ha trabajado en el Fondo de Cultura Económica y en Random House Mondadori. Es coordinador del libro Perduración de la palabra, Antología de poetas de la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM, México, UNAM, 2008.  Actualmente está a cargo del taller de creación literaria de la Asociación de Escritores de México y es colaborador de la Gaceta del Fondo de Cultura Económica.

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