La derrota de la palabra, ensayo de Ramón López Velarde

Presentamos a continuación un texto luminoso del poeta y ensayista de 28 años, Ramón López Velarde. “La derrota de la palabra” es un ensayo que desde hace algunos años ha vuelto a ser modelo e ideal de la poesía mexicana. Originalmente, este texto fue una conferencia pronunciada en la Universidad Popular, el domingo 26 de marzo de 1916.

 

 

 

 

 

La derrota de la palabra

 

 

YO QUIERO hablaros esta mañana de la derrota de la palabra. Es decir, del retorno del lenguaje a la edad primitiva en que fue instrumento del hombre y no su déspota. Pienso, a las veces, que los barbaros artistas que crearon la rueda y el hacha y los vocablos para designarlas fueron espíritus menos toscos que el ciudadano del hoy, aguja de fonógrafo, aguja muerta. Me complacería despertar el horror al industrialismo de la palabra; mas protesto que se halla lejos de mí cualquier intención de propaganda, y que hasta preferiré que se opine diversamente de mi criterio. La igualdad de las ideas, uniformadas como soldados rasos, me produce el mismo malestar que me causaría ver un rostro idéntico en todas las mujeres.

           Pocas cosas habrá más vanas que hablar por hablar. Y pocas cosas son tan del gusto de los mexicanos como hablar por hablar. Nos encanta el lenguaje como fin último, y todos nos difundimos en huecas tiradas, desde la tierna mecanógrafa hasta el poeta de ínfulas. En los círculos propiamente literarios, el abuso de la palabra ha sido fomentado, en ocasiones, por la hojarasca de la prosa peninsular, y en ocasiones por la inhumana tendencia de los parnasianos. Fuera de los círculos literarios, los factores que contribuyen a sostener la palabrería son menos técnicos, pero no menos efectivos. Desde luego, la vulgaridad de espíritu lleva a las gentes a declamar. Quien carece de vida interior, natural es que simule tenerla, mareando con discursos teatrales. Así, para fingir personalidad médica, gastan saliva los merolicos, recitando aparatosamente las excelencias curativas de la víbora que exhiben enroscada en un brazo. Aquí viene a pelo referirme también a la comodidad que representa, en una sociedad que no lee ni medita, repetir por boca de ganso, tercamente y profusamente, la opinión preestablecida. Siempre constituirá una facilidad democrática la compra de ropa hecha. Bien vista la cuestión, es útil el charlatán que soba y soba lo que otros han pensado; como es útil el sastre que vende ropa hecha. Y no concibo que se tolere al sastre y al mismo tiempo se deteste al periodista que, por diez centavos, nos sirve todas las mañanas poesía hecha, política hecha, reportazgo como corbata roja y editorial como falda pantalón.

                La palabra se ha convertido de esclava en ama cruel. Ya no acude con docilidad cuando la llamamos. Hoy por hoy, la palabra tiraniza al hombre y pretende cabalgar a toda hora sobre él, y espolearlo, e infundirle una locuacidad cómica. Las víctimas de la palabra se cuentan por millares, he de citar una, una en quien España cifró muy grande esperanza. Todos habéis advertido, sin duda, la degeneración verbal de Villaespesa, que edita un libro cada dos meses.

                La palabra, que en la niñez del mundo se plegó tan mansamente a traducir la vibración de los hijos de Adán, parece haber imitado el empleo de esas señoritas que, sumisas y blandas en el noviazgo, después de firmadas las actas se cambian en epidemia o en ley marcial. No hay quien no conozca a más de algún marido golpeado. Y si la palabra es la mujer del literato, yo os aseguro que a casi todos nuestros literatos los golpean sus mujeres.

                ¿Los literatos célibes? A éstos cabe mayor desventura, porque son arañados, prematuramente, por la novia.

                La inversión, en el arte literario, del procedimiento racional, del procedimiento vital, ha colmado la medida de lo absurdo. Ya el espíritu no dicta a la palabra; ahora la palabra dicta al espíritu. ¡Infeliz dictado el de una esclava a su señor! Hoy se dice: Tengo esta frase que suena bien; pero ¿Qué voy a pensar o a sentir, para expresarlo, y encajar, al expresarlo, esta frase que suena bien? El académico tiene su bodega atestada de frases; el modernista ha abarrotado frases; 0pero ¿Qué pensaran o sentirán el académico y el modernista para poner en juego sus frases? He aquí el campo en que ha vencido la palabra y en que convendría su derrota.

                Estos falsos artistas, que pretenden extraer de la palabra el jugo de la vida, mantienen un paralelo, no sé si lamentable o risible, con los sabios caducos que, en la abolición de su sexo, se desvelan por engendrar una sucesión plasmogénica. ¡Pobres Faustos, a cuyos hombros ningún poder diabólico ni celeste ceñirá el jubón de las fiestas viriles! ¡Pobres Faustos, que en siglos y siglos de reseca vigilia no lograrán levantar en infolios ni probetas los surtidores mágicos, los surtidores que la espada ardiente de la juventud provoca en la pena!

                Tanto el escritor que sigue la tradición como el que va con la caravana actual poseen recetas dignas de envidiarse en cualquiera cocina. El escritor de actualidad posee, por ejemplo, esta receta:

 Patos heroicos. Después de cocidos, se parten en cuartos, se untan de salsa de Marquina, se les cubre con una capa de versos de la “Marcha triunfal” de Darío; se dejan sazonar, y ya fuera de la lumbre, se adornan con picos de cóndores de Chocano. El tradicionalista no sabrá preparar los patos heroicos; pero es dueño de la receta que sigue, para el estofado clásico: Se corta un lomo de cerdo en trozos delgados; se pone en una sartén de las bodas de Camacho; se le mezclan perejil de don José María de Pereda y vinagre de don Juan Valera; se pone al fuego manso de una redacción de notario público, cuidado que no se queme; y se sirve adornado con arcaísmos del Cid.

                Nuestros hombres de pluma aderezan párrafos y estrofas como guisotes. Así es como el ejercicio de las letras se ha vuelto industria de chalanes y filón de trapaceros.

                La palabra se ha divorciado del espíritu. Apenas se toca con el por un solo punto. Se ha creído que el lujo de la expresión y, en general, el ornato retorico, deben buscarse lejos del temblor de las alas de Psiquis. Yo me inclino a juzgar que, por el contrario, para conseguir la más aquilatada elegancia de la expresión, nada hay mejor que contar la seda de la palabra sobre el talle viviente de la deidad que nos anima. Si un preciosismo artificial o una fría corrección purista nos inducen a cortar purpuras y brocados sobre patrones de gramática o de retórica, para vestir el alma, corremos el riesgo de que la armoniosa y recóndita deidad deseche el brocado y la púrpura, porque no los ajustamos previamente a su talle de mariposa. Antes de borrajear el papel, hay que consultar cada matiz fugaz del ala de mariposa. Yo pienso que el alma del hombre más rudo atesora, en sus alas, matices fugitivos y múltiples. Quien sea capaz de mirar estos matices, uno por uno, y capaz también de trasladarlos, por una adaptación fiel y total de la palabra al matiz, conseguirá el esplendor auténtico del lenguaje, y lo domeñará. Por eso resulta formidable el poder de los meditativos, desde el príncipe Góngora hasta Darío y hasta Lugones: porque ellos en su cuarto de hora de oración mental han descendido a repliegues de la conciencia no sospechados por los que, al ras del barbecho, se emboban en un parloteo fútil. Ya lo ha dicho el doctor González Martínez, con la felicidad con que él dice todo: El alma se agita con sus goces exclusivos, con su instinto propio y con su dolor particular. La traducción de esta individualidad no se consigue con proclamas de los dientes para fuera, ni con manifiestos a flor de piel.

En más de una ocasión he querido convencerme de que la actitud mejor del literato es la actitud de un conversador. La literatura conversable reposa en la sinceridad. Quienes conversan se despojan de todo propósito estéril. En la mesa de los banquetes rige la cordialidad; los vinos y los manjares, en su eficacia expansiva, consolidan la mutua confianza; los invitados procuran mostrarse unos a otros sus interiores, exactamente, naturalmente; pero al filo de los brindis, los comensales se cohíben y una rígida expectación señorea al concurso. Es que ha llegado el momento de la alocución tiesa. La vida ha dejado de vivirse y va a recitarse.

Dramaturgos y novelistas echan mano de los mismos expedientes embusteros. El dramaturgo, valiéndose de una estrategia superpuesta, calculará, como cualquier tribuno de conmemoración cívica, el pasaje en que el público debe aplaudir. No importa que el recurso traspase las lindes de lo burdo. Un marido habrá salido de casa, el seductor se habrá colado en ella, como el más aventajado discípulo de los burladores de Sevilla; la pérfida consorte acogerá al nieto de don Juan de Mañara. De pronto, el marido los sorprenderá. Habrá entonces un rugido con una variante de aquello del Drama nuevo: ¡Tiembla la esposa infiel, tiembla la ingrata! La adúltera se arrojará sobre el marido y le tapará los ojos. El seductor, aprovechando la coyuntura, se esconderá adentro de un armario. El marido, echando por tierra a su Alicia, disparará su revólver a diestra y siniestra. Uno de los tiros atravesará el armario y dará muerte al burlador. El público aplaudirá el castigo del culpable.

En la novela, se busca igualmente el efectivismo. No parece sino que todos los caballeros de pluma en ristre se proponen como modelos a esos pretendientes sin blanca que para asaltar la caja fuerte de una acaudalada, virgen o viuda, explotan la linda estampa, y discurren por ahí hechos unos brazos de mar. Hoy, como siempre, con desplantes fanfarrones, se desembarca en la isla ruidosa de la fama y en el puerto de un matrimonio cotizable. Los candidatos al laurel y al tálamo se ponen a escote.

El alma solitaria en lo más íntimo de su castillo abrupto atina a distinguir el paje sincero del pretendiente mercenario. Si yo quisiera hablar en este día con mi alma, la diría así: “Te amo por tu milagrosa facultad del silencio, porque tácitamente viertes sobre mí tu emoción, y te envuelves en la mía, recostándote sobre los minutos, como sobre esclavos sordomudos. Solitaria y orgullosa, sólo te cuelgas de mi cuello cuando somos una pareja perdida en el vacío de la soledad y en el caos del silencio. Nuestras miradas se cruzan en un efluvio teosófico y se copian como dos espejos paralelos. Mis labios terrenales no te han hablado y ya sabes el orden en que besaría yo tu boca y tu nuca y tus párpados. ¡Oh alma, sibila inseparable, ya no sé donde concluyes tú y donde comienzo yo: somos dos vueltas de un mismo nudo fulgurante, de un mismo nudo de amor! Por volcánica, me adhiero a ti; por taciturna, me espantas. Paréceme que en tu odio a la palabra llegarás a mutilarme arrancándome de cuajo la lengua, y precipitándola, desde la ojiva, sobre los perros de tu feudo. En tu boca, sedienta de placer, no se enlaza la vocal con la consonante; cuando el placer se encona como un cauterio, prorrumpes en un grito inarticulado. Ya que nos abrazamos en un vaivén de eternidad, en un columpio de tinieblas, sobre un desfiladero de tinieblas, que sea con nosotros el silencio absoluto. Que la paz de las criptas en que duermen las estatuas yacentes nos invada. Que como en las criptas, se tamice en nosotros la sonrisa de la luz. Y que nuestro beso, como el beso de mármol de las estatuas yacentes, sea insaciable y sin tregua.”

Quizá la más grave consecuencia del lenguaje postizo y pródigo consista en el abandono del alma. Bajo el despilfarro de las palabras, el alma se contrista, como una niña que quiere decirnos su emoción y que no puede, porque se lo impide el alboroto de un motín. Sabe callar el alma como una enamorada, pero la aflige que su galán sea desatento, y que por esparcirse en oratorias superficiales, la olvide neciamente. De mi parte, confieso que para recibir el mensaje lacónico de mi propia alma, me reconcentro con esa intensidad con que en el abismo de la noche sentimos el latido infatigable de nuestras sienes y estamos escuchando el roce metódico de nuestra sangre en la almohada. El alma finca sus delicias en transmitirnos su confidencia; pero exige para ello una soledad y un silencio de alcoba. Yo anhelo expulsar de mí cualquier palabra, cualquiera sílaba que no nazca de la combustión de mis huesos. Y si me urge desterrar el más borroso vestigio de cosas extrañas a mis sustancias, es porque en mi alma convulsa hay una urgencia de danza religiosa y voluptuosa de un rito asiático. Y la danzante no abatirá sobre mis labios su desnudez ni su frenesí mientras oiga mascullar una sílaba ociosa.

 

(Conferencia pronunciada en la Universidad Popular, el domingo 26 de marzo de 1916)

Vida Moderna, México, 12 de abril de 1916

 

 

 

 

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