Un ensayo de Claudia Posadas.
A Pedro Lastra, quien me procurase la joya bibliográfica chileno-velardeana
La siguiente exposición, que busca entramar ciertos hilos invisibles que unen la escritura del poeta mexicano Ramón López Velarde y de los chilenos Pablo Neruda y Jorge Teillier, fue leída el 14 de junio de 2008 en el marco de las “Jornadas Lópezvelardeanas” celebradas anualmente en Zacatecas, ciudad natal del autor mexicano, para conmemorar su natalicio, que en esta ocasión, llega a 120 años. Sirvan también estas palabras para congratularnos del nacimiento hace 73 años, el 24 de junio de 1935, de otro poeta ausente, Jorge Teillier.
En 1943 salía de México Pablo Neruda, después de haber dejado su cargo de Cónsul General de Chile (agosto de 1940, agosto de 1943) con el corazón ameritado, pero con cierta dosis de ultraje. Su ideario político, en algunas ocasiones, se había opuesto con su calidad diplomática. Sin embargo ninguna eventualidad desmedró su relación con México sino al contrario, ya que ésta, a través del tiempo, se fortaleció. Además, si bien se fue con el corazón leal un poco herido, éste se anegaba en otras ávidas mareas: en México se había gestado su acrecentada carrera logarítmica hacia el sentido latinoamericano con Rivera y Siqueiros como compañeros de viaje, y en México había nacido la visión fundacional americana del Canto general.
Pero también, en secreto, otro corazón leal, la poesía y la impronta de Ramón López Velarde, poeta nacido en Jerez, Zacatecas, México (15 de junio de 1888-19 de junio de 1921) se le había entretejido.
Es memoriosa su devoción por Velarde. Ha contado Hugo Gutiérrez Vega, poeta mexicano, que el de Parral se sabía poemas completos del de Jerez, y es una anécdota que ha entrado en el ideario histórico de esos tiempos, el hecho de que Neruda señalase la casona donde vivió en México durante su gestión, “La Quinta Rosa María”, como él la llamara, como la villa de los López Velarde donde, por supuesto, había vivido el autor de la Suave patria. Nada más alejado de la realidad, puesto que, como afirma Rafael Vargas, ex agregado cultural de México en Chile, la familia del poeta nunca salió de Jerez y el poeta vivió sólo en la capital mexicana, en una casa ubicada en la colonia Roma, hoy llamada “Casa del Poeta Ramón López Velarde”. Todo era parte de las ficciones de Neruda, aunque la casa imaginaria de los Velarde, ubicada en el barrio de Mixcoac, no necesitaba de esas leyendas para trascender puesto que fue la pasarela de las personalidades de la época.
Veinte años más tarde, Neruda retoma el minutero secreto que consumía su corazón y tiene la oportunidad de darle cauce al inaugurar en Chile, el 17 de septiembre de 1963, junto con el entonces presidente de la Sociedad Escritores de Chile, Sech, Guillermo Atías, y con el embajador de México en ese país, el escritor Gustavo Ortíz Hernán, amigo del poeta, el Refugio Ramón López Velarde.
El lugar fue la ampliación de un inmueble que había sido donado a la Sech en 1960 por el presidente Jorge Alessandri Rodríguez (1958-1964), y que fuera bautizado como La Casa del Escritor. La dirección, legendaria: Almirante Simpson núm. 7, glorieta Baquedano. La casa: todavía existe, con su aire de otra época, y continúa albergando a una Sech muy participante de la vida cultural de su país. El refugio, también perdura, aunque no con el esplendor ni el mito que vivió en su momento.
El recinto fue resultado de un deseo largamente madurado por anteriores directivas de la Sech, y respondía a la necesidad de levantar, en plena dictadura, un ambiente de bohemia propio de los escritores. Ya lo dijo un anterior directivo de la Sech: “un lugar donde la tertulia encontrara la atmósfera algo estrecha y viciada, que por una malsana tradición, gusta a los escritores, como a ciertas violáceas el rincón sombrío”.
Finalmente se logró el espacio gracias a la intermediación de Neruda con su amigo Ortiz Hernán, a través de quien, anteriormente, en 1960, el poeta había buscado el apoyo del gobierno mexicano para ayudar a las víctimas de un terremoto que había destruido Valdivia y otras ciudades de Chile ese año. El resultado de esa gestión, fue la configuración, en palabras de Rafael Vargas, “de un plan de auxilio que significó el aporte de un millón de dólares de la época por parte del Gobierno Mexicano de Adolfo López Mateos: el Plan Chileno-Mexicano de Cooperación Fraternal 1960-1964. Con esos fondos se auxilió a Puerto Montt, Osorno y Santiago, y con una mínima porción de ellos se patrocinó la creación del Refugio y la edición del libro conmemorativo del acto inaugural”.
La edición de Presencia de Ramón López Velarde en Chile. El mejor poeta del siglo XX mexicano, constó 5 mil ejemplares que fueron impresos, según el colofón original, en los talleres de la prestigiada editorial Universitaria, del 10 al 17 de septiembre de 1963, justo en el furor de las fiestas patrias de ambas naciones, lo cual explicaría ciertas erratas, y estuvo al cuidado nada más y nada menos que de Thiago de Mello. Incluye un “Postludio tipográfico” para enmendar las mencionadas erratas, un texto de Atías titulado “Un sencillo voto de gracias”, otro de Ortíz Hernán, “El hogar de la flor y el canto”, y el texto “RLV”, escrito por Neruda en torno a Velarde, el cual precede a una selección de prosa y poesía del jerezano hecha por el chileno.
El libro, a decir de Vargas, “una rareza bibliográfica”, es poco conocido en Chile, y en México no se tiene mucha noticia de él. Prácticamente, ha sido referido como tal por muy pocos especialistas, entre ellos el maestro José Luis Martínez en el libro Ramón López Velarde. Obra Poética. Edición Crítica, 1998, 1ª ed., Universitaria, porque en general, en las diversas bibliografías y fuentes sólo se cita el texto de Neruda, y se omite lo demás. Sin embargo, en 2005, el investigador chileno Alejandro Jiménez Escobar rescata del abandono el libro, y anima su reedición íntegra, más con el fin de volver a situar a la luz el tema del Plan Chileno-Mexicano de Cooperación y sus destinos. Este hecho editorial es relevante por el valor de un testimonio que registra las circunstancias en que se abrió el mencionado refugio velardeano, aunque para nuestro ánimo, es fundamental por la trascendencia de los juicios que sobre Velarde anota Neruda, y que deben ser tomados en cuenta para una reinterpretación del canon de la modernidad poética no sólo en México, sino en Latinoamérica.
Pero volvamos a la inauguración del recinto. Todo confluyó en el nombre de un poeta quizá ajeno para muchos escritores de Chile, no así para Neruda ni Atías. El nombre de Velarde tuvo sentido, puesto que, como relata Atías en el libro mencionado, se insistió, como agradecimiento a México, que el lugar tuviera un motivo mexicano, y qué mejor que en ánimos patrios evocar al poeta de la suave patria mexicana. “Y aquí están los resultados, este Refugio Ramón López Velarde, el poeta nacional de México, que estará presente en toda la vida literaria chilena del futuro”, dice Atías.
Y ahí estaban todas aquellas “ciertas violáceas en su rincón umbrío”, y también los versos de Velarde, “Mi corazón, leal, se amerita en la sombra“, escritos en la pared de puño y letra de Neruda, versos que actualmente se han perdido, pero que en su momento fueron cauterio para los habitués, en tiempos de la dictadura, de ese refugio vivido como un bastión de resistencia y de vida. Como dice el poeta Manuel Silva, uno de estos concurrentes al refugio, al igual que Rolando Cárdenas, Jorge Teillier, Juan Cámeron, Ivan Teillier, Poli Délano, Stella Díaz Varin: “López Velarde estaba de nuestro lado, su palabra nos protegía y amparaba en esa hora oscura y feroz, incitándonos a buscar refugio en lo más íntimo del corazón”.
Ameritados todos de corazón, “en la hora de prueba que la historia nos forzaba vivir”, dice Silva, Neruda y Teillier estaban ameritados, además, en “la íntima tristeza reaccionaria” de Velarde, aunque cada quien bajo distintos derroteros. Neruda ameritado en una tristeza de su provincia natal y querida, soterrada, con una melancolía más por evocación que por naturaleza, y Jorge Teillier, nacido en Lautaro, en una tristeza y una nostalgia como materia de un espíritu que celebró el dominio extraviado. Las mismas “células amarillas de la melancolía”, dice Silva, aunque en distintas densidades, corrían por estas sangres, y he aquí el hilo secreto que, tejido por Velarde, unió estas tres voces no sólo en un espacio concreto, sino en el tiempo sin tiempo de la historia.
Neruda y Velarde, tejidos invisibles
La pregunta que cabe hacerse es por qué, de entre todos los poetas conocidos en su estancia mexicana, Neruda tomó a Velarde como corazón, al grado de plasmar metafóricamente esa admiración en el nombre de un recinto. Tal vez Henestrosa lo sabría pero, como dice Ortiz Hernán en el texto del libro mencionado y leído en la apertura del Refugio, “¿por qué Velarde? Ha de explicarlo el dueño del escogimiento. Que hable Pablo Neruda con su voz de piedra lisa y de levantisca ola”.
Definitivamente hay que remontarse a su estancia diplomática en México y recordar esa idea que dejó sembrada al grado que muchos la toman como verdad, de que habitó la villa de López Velarde. Si llegando a México tuvo esa idea, quiere decir que ya lo conocía. Sin embargo, es muy posible que su amor se haya acendrado como miel, al desandar la casona y arreglarla, con ese sentido del detalle que tenía para decorar sus casas, y haber creado todo un imaginario velardeano en torno a estas expediciones. Los ahuehuetes, la “piscina barroca”, “las náyades de 1910” lo observaban, mientras él evocaba al poeta. Dice Neruda, en el texto del citado libro: “Alguno de mis amigos recordará aquella inmensa casa, plantel en que todos los salones estaban invadidos de alacranes, se desprendían las vigas atacadas por eficaces insectos y se hundían las tablas de los pisos como si se caminara por una selva humedecida. Logré poner al día dos o tres habitaciones y allí me puse a vivir a plena atmósfera de López Velarde, cuya poesía comenzó a traspasarme”.
Y así, en esta ruta metafísica, maduraron los procesos secretos en que las fibras de la materia se entretejen con las fibras sutiles del pensamiento y del sueño, de tal modo que forjaron para siempre este corazón leal y secreto de Neruda. Continúa el poeta: “Entonces sentí con ansiedad no haber llegado a tiempo en la vida para haber conocido al poeta. No sé por qué me parece que le hubiera ayudado yo a vivir, no sé cuánto más, tal vez sólo algunos versos más. Sentí como pocas veces he sentido la amistad de esa sombra que aún impregnaba los ahuehuetes. Y fui también descifrando su breve escritura, las escasas páginas que escribiera en su breve vida y que hasta ahora, como muy pocas, resplandecen”.
Hasta ahora, nuestro por qué está resuelto a medias. ¿Por qué un poeta con un sentido de arraigo tocó a un espíritu continental? Aquí cabrá recordar que Velarde fue señalado por Paz en la antología de poesía mexicana por excelencia, Poesía en movimiento, como uno de los padres de la modernidad mexicana. En estos dos aspectos está la respuesta, pues, y de modo más visible, en el último.
Hernán Lavín Cerda, poeta chileno instalado en México, anota que en su país se ha mencionado que Neruda se interesaba mucho por los aspectos innovadores en el lenguaje de Velarde, es decir, las tan celebradas e insólitas adjetivaciones, y su sentido moderno. En efecto, Neruda tenía en muy alta posición a Velarde en el orbe de la literatura hispanoamericana, al grado de que, en el texto mencionado, lo sitúa entre “la gran trilogía del modernismo”, y no sólo como uno de tres, sino como “el maestro final, el que pone el punto sin coma” y cierra esta triada compuesta nada menos que por el nicaragüense Rubén Darío y el uruguayo Julio Herrerea y Reissing. Dice Neruda: “Pero esta revolución no es completa si no consideramos este arcángel final que dio a la poesía americana un sabor y una fragancia que durará para siempre”.
Esto hay que destacarlo porque si bien Velarde es el fundador de la modernidad mexicana, no se le ha dado la altura hispanoamericana que en 1963 le diera Neruda, y de ahí la importancia de que este texto sea estudiado con el fin de ampliar o replantear el canon de la modernidad poética americana. Hagamos suave patria de la mano nada de Neruda, y aboguemos por Velarde como uno de los padres de la modernidad en América Latina.
Al mismo tiempo, este juicio de Neruda se basa en la rareza de Velarde, la que es descrita en el texto dicho como una modernidad provinciana, como un elíxir decantado en una redoma, y como una sustancia delicada, dulce, pero que aún con el tiempo conserva su fragancia y es eterna. Afirma Neruda: “Pero bajo esta fragilidad hay agua y piedra eterna. Cuidado con superjuzgar este atildamiento y esta exquisita exactitud. Pocos poetas con tan breves palabras nos han dicho tanto, y tan eternamente, de su propia tierra”.
Decir algo de la propia tierra. Ésa es la pieza que faltaba. No hay que olvidar que tras ese cosmopolita hay un Neruda que nació en Parral, propia tierra del poeta al inicio del Sur de Chile, ese sur que tan bien retrataran Neruda y Teillier.
Aquí es importante destacar que el sur de Chile no es una geografía como tal para los chilenos, sino un espíritu, una melancolía, una manera de ser y estar. Es la Cruz del Sur, las casas de madera y techos de zinc de los pueblos, las leyendas, la araucanía, la chicha (shisha) de manzana, la lluvia, los trenes de la noche. Nadie como Neruda y Teillier para hablar de este espacio. Neruda en busca de la continentalidad e identidad, Teillier desde esa melancolía, ese espíritu sureño. Dos poetas unidos secretamente por el amor a la tierra, como el amor que tenía por la suya Velarde, aspecto que explica el cariño y consideración que tuvo Neruda con un Teillier jovencísimo, nada consciente de la leyenda que ahora es. Ya lo dijo Jorge Edwards, en su texto de presentación a un libro de Teillier importante para estos argumentos, Cartas para reinas de otras primaveras (1985): “En la poesía de Teillier existe un Sur mítico, la misma frontera lluviosa y boscosa de Pablo Neruda, pero en este caso desrealizada, convertida en pretexto de una creación verbal”.
La propia tierra. A decir de Juan Loveluck, investigador de la Universidad de Michigan (Ann Arbor, EEUU), Neruda nunca abandonó esa provincia, en el fondo de sí. Dice el investigador: “Neruda no quiso desprenderse él mismo de su aura provinciana, de su menuda ciudadanía de Cautín y Temuco. Pocos días antes de su muerte confidenció a Margarita Aguirre (para Crisis, un medio de Buenos Aires), algo que explica por qué se sentía cómodo con el mundo imaginario de López Velarde: ´Yo soy un hombre local, provinciano de América, soy un pueblerino de Buenos Aires, soy un pueblerino de Santiago de Chile, soy un pueblerino de Temuco y de Parral, de donde vengo, del sur de Chile´”.
La propia tierra, llevada como equipaje secreto, quizá en una cajita en la que se lleva tierra del natal Valle de Elqui, como Gabriela Mistral. A la luz de estas concepciones es significativo pensar que Neruda llega a la urbe en 1921, el año de la muerte de Velarde, y que el texto tan citado inicie contando su “viaje bautismal de hollín de los trenes de entonces a Santiago”, como dijera Teillier. Dice Neruda “Casi por los mismos días del año 1921 en que yo llegaba a Santiago de Chile desde mi pueblo, se moría en México el poeta Ramón López Velarde. Por supuesto yo no supe que se moría ni que hubiera existido. Por entonces nos llenábamos la cabeza de lo último que llegaba de los trasatlánticos”.
Así, en México, con Velarde, moría el sentido de la tierra natal y una modernidad posteriormente descubierta, y en Chile, con Neruda, nacía un trasatlántico hacia la vanguardia. Sin embargo, en el corazón del trasatlántico, no solo brillarían las luces de la ciudad, sino los cristales de la tierra contenida en la cajita. Y esto también sedujo al chileno: “Velarde es también el más provinciano de los poetas, y conserva hasta el último de sus versos inconclusos el silencio, la pátina de jardín oculto de aquellas casas con muros blancos de adobe de las cuales sólo emergen puntiagudas cimas de árbol. De allí viene también el líquido erotismo de su poesía que circula en toda su obra como soterrado, envuelto por el largo verano, por la castidad dirigida al pecado, por los letárgicos abandonos de alcobas de techo alto en que algún insecto sonoro interrumpe con sus élitros la siesta del soñador”.
Entonces, no es de extrañar la selección que Neruda hiciera para aquella Presencia de Ramón… Dicha selección destaca este sentido provinciano, las fuentes catecúmenas de la modernidad, y también, la evocación, aspecto fundamental para la concepción poética de Neruda, de la patria, del nacionalismo, de los héroes, de la lucha por la libertad y la tierra, aspectos que muchos especialistas han hallado en el Canto General del Chileno, y establecido un símil en la poesía de Velarde. La muestra es una mini antología muy acertada, e incluye los poemas “La suave patria”, “Jerezanas”, “El retorno maléfico”, “Tierra Mojada”, “Mi corazón se amerita”, “Corrido de la muerte de Emiliano Zapata”, “La Cigüeña”, “Noviembre”, “Oración fúnebre” y “Mi pecado”.
El edén subvertido: El retorno maléfico de Teillier y Velarde
Y entonces Neruda quiso mucho a Velarde, y también a Teillier, por el amor compartido por el sur chileno, y porque a decir de Pedro Lastra, “Teillier siempre mantuvo su identidad poética pese a la gran influencia y presencia de Huidobro, Parra y Neruda”, y Teillier, no se sabe si por el influjo de los versos escritos en la pared del refugio velardeano al que solía asistir, también se ameritaba en Velarde.
Jorge Teillier es una rara avis dentro de la herencia poética chilena. Como se dijo, en él confluye la tradición milenaria de la poesía del sur, una tradición que él moderniza. Como dice Edwards en el citado texto, “es el que logra la mejor síntesis del orden literario y de la aventura, después de largas décadas de experimentación formal”.
En este rubro hay un aspecto técnico que hermana a los poetas. Ambos, son poetas de transición, cuya escritura se alimenta de una herencia, pero que a la vez significa la innovación de ésta y su apertura. Ahora bien, la modernidad en Teillier no se encuentra a nivel del lenguaje, como en Velarde, sino en esa “desrelización del paisaje del sur” dicha por Edwards, como metáfora de un reino perdido al que se evoca y se desea regresar, un dominio que no existe sino en la memoria y sólo será posible habitarlo en la isla de los muertos, por lo que el poeta escribe desde una conciencia muy profunda de la muerte, aspecto presente en el sur chileno, por cierto.
Además, para reiterar esta conciencia, Teillier ha escrito una serie de versos muy extraños en los que pareciera como si vivo, estuviese escribiendo desde la muerte, “de pronto vida y muerte se confunden”, dice el lauterino. En ese sentido el suyo es un discurso metafísico, un meditación sobre la terredad y la finitud cuyo referente es su amado sur, y de ahí su permanencia y universalidad.
Así las cosas, si bien a Velarde se le reconoce su carácter de puente hacia lo moderno, a Tellier le es negado. En una tradición de vanguardia, no es posible clasificar a Teillier y leerlo con el sentido moderno que se ha dicho y es más, como dice Pedro Lastra, “se le encasilla como un poeta ´lárico´, de provincia”. Acostumbrados que estamos a ver vanguardia en los grandes gestos del lenguaje y las formas, no es posible percibirla en un tratamiento diferente de la referencialidad, en las transformaciones intimas y paulatinas de un discurso poético, aspecto en México sí es posible percibir porque precisamente, “afirmo y denuncio”, como dijera el gran cuentista mexicano Juan José Arreola, nuestras aperturas y vanguardias se encuentran precisamente en esos gestos sutiles del lenguaje, la forma y las temáticas que van tejiendo un discurso amplio y gran riqueza.
En otro orden, pero como el aspecto principal que hermana a estos poetas, es que su arraigo de la provincia es el mismo pero como se vio, distinto. Comparten referencias: el tren, la muchacha, el pueblo, las atmósferas, la añoranza de casa natal. Comparten una misma nostalgia de que todo tiempo pasado, el tiempo del recuerdo en Velarde, y el tiempo desrealizado en Teiller, fue mejor. Es posible que esto haya sido observado por el lauterino al grado que llegó a mencionar a Velarde en su famosa poética “Sobre el mundo donde verdaderamente habito”, escrita en 1971: “Mi mundo poético era el mismo donde también ahora suelo habitar, y que tal vez un día deba destruir para que se conserve: aquel atravesado por la locomotora 245, por las nubes que en noviembre hacen llover en pleno verano y son las sombras de los muertos que nos visitan, según decía una vieja tía; aquel poblado donde tocan las campanas de la parroquia y donde aún se narran historias sobre la fundación del pueblo. Y también aparecían los poetas; el primero de todos Paul Verlaine, cuyos versos rimaban con las campanas y los pájaros y cuya poesía fue la primera que aprendí a ver viva sin necesitar otra cosa que el sonido, y luego Rubén Darío, López Velarde y Luis Carlos López, provincianos cursis y universales”.
La misma nostalgia, la misma “tristeza reaccionaria”, no en un sentido político, en absoluto, sino en un sentido nostálgico del pasado, como se dijo . Qué capacidad de comprensión la de Teillier al “cachar”, en esa sola frase de Velarde, “la íntima tristeza reaccionaria”, el drama de la melancolía propio y la del vate jerezano, al grado que la utilizó en un poema, “Adios al Fûrer”, incluido en Cartas para reinas… aunque con una connotación muy distinta, más propicia a la atmósfera de la novela homónima de Enrique Lafourcade, en cuyo homenaje, pero no como una paráfrasis, escribió el texto en 1981. Dice Teillier: “Adiós al Führer, adiós a todo Führer/ habido o por haber. / Adiós a todo Führer verdadero o falso, / buenas noches, le digo, buenas noches / con una íntima tristeza reaccionaria”.
Y toda íntima tristeza, reaccionaría o no, busca retornar al origen de sus pasiones. Ambos poetas lo sabían, y ambos cumplen el periplo en formas diferentes, pero con resultados similares. Velarde vuelve a su paraíso en el poema “El retorno maléfico” y Teillier, si bien no tiene un poema como tal del retorno, toda su poesía es una evocación a ese regreso. Sin embargo, existe un símil de este retorno maléfico no en palabras, sino en imágenes. Se trata de un video de culto, “Nostalgias del Far West”, producido por Sergio Navarro, desconocido en México, y que ahora se proyecta por primera vez*, donde Teillier regresa a Lautaro “porque se acerca el fin del mundo”. Verdaderamente es un garbanzo de a libra puesto que es la única ocasión que Teillier accedió a que lo filmaran de esta manera. Es una rareza en la que se recrea el universo del poeta, y donde Jorge Teillier sale como Jorge Teillier, y el gato Pedro (“nadie me entiende sino el gato Pedro/ le pondré unas botas para que llegue a la Ciudad que Fue) sale como el gato Pedro.
Ambos poetas, Velarde y Teillier regresan, pues, y sólo encuentran, como en los versos de Velarde, su “edén subvertido”, el orden trastocado “que se calla en el rubor de la metralla” en caso del de Jerez, y la “ciudad que fue”, en caso de Teillier. Ambos caminan por sus ruinas, por sus molinos, por su río Cautín, por su jardines, por el pozo de la infancia (dice el jerezano: “el viejo pozo de mi vieja casa/sobre cuyo brocal mi infancia tantas veces se clavaba de codos/buscando el vaticinio de la tortuga/o bien el iris de los peces”), y desaparecen en el polvo de su tristeza.
Sin embargo, a la fecha, ambos pueblos, más o menos a unos cuarenta minutos de la ciudad principal, de Zacatecas, en caso de Jerez, y de Temuco, en caso de Lautaro, conservan ese aire mítico que les diera su respectivo poeta. Ambos son muy distintos, Jerez con esa arquitectura colonial de edificios construidos en cantera rosa, cantera de la región, y Lautaro con sus casas de madera de techos de zinc en dos aguas, el tren que parte a la mitad el pueblo, la sidrería Kunz, el río y los viejos molinos.
Pero ambos, en su silencio, guardan esa íntima tristeza de otro tiempo, tiempo en el que los pasos de sus poetas resonaban en sus caminos, caminos en los que todavía se percibe la presencia de estos espíritus melancólicos.
Tres tristes tristezas
Es posible que Neruda haya vuelto a su propia tierra, aunque en un sentido metafórico. No quiso salir de Chile en el momento final. Cuenta el Embajador mexicano Martínez Corbalá en sus memorias, que siempre se preguntará si Neruda sabía sobre su muerte, y habría querido morir en su país natal, en alusión a que todo estaba dispuesto para que en los días procedentes del golpe de Estado, Neruda llegara a México, a invitación expresa del gobierno mexicano. El día preciso en que iba a ser trasladado, Neruda postergó el viaje. Después ya no sería posible, Neruda muere en tierras chilenas.
Pablo Neruda, de Parral, Ramón López Velarde, de Jerez, Zacatecas, Jorge Teillier, de Lautaro. Tres tristes tristezas íntimas y reaccionarias, por anhelar el tiempo perdido, tristura secreta en el de Parral, aunque con el corazón en el mundo que le diera la inmortalidad, tristeza como espíritu en el lauterino, aunque con el corazón en la muerte, lo que le diera la inmortalidad. Y los chilenos a la vera de Velarde, y los tres en un eterno retorno y un eterno adiós a ese espacio natal donde el corazón, leal, se amerita.
* Cabe anotar que para ilustrar “el retorno maléfico” de Teillier a Lautaro se proyectó, por primera vez que se tenga noticia en México (o por lo menos en Zacatecas), el video “Nostalgia del Far West”, producción de Sergio Navarro.
Claudia Posadas, poeta y periodista cultural mexicana, posadasclaudia@gmail.com