Escapar de la urbe: los personajes de Onetti en busca de una identidad

Alejandra Amatto

Conciliando la sociocrítica y la filosofía, la ensayista mexicana Alejandra Amatto (Montevideo, 1979), estudiante del Doctorado en Literatura Hispánica en el Colegio de México, nos ofrece en este ensayo una nueva mirada a la narrativa de Juan Carlos Onetti a partir del espacio ficcional de Santa María.

Con el paso del tiempo y la llegada de la era moderna, el hombre se ha visto cada vez más inserto en un entramado complejo de relaciones sociales; todas ellas determinadas no sólo por el vínculo con otros seres humanos, sino también con su medio. Así, el ambiente en el que se desarrollan sus acciones ha cobrado significativa importancia para determinar ciertos aspectos de su conducta. Los cambios en su estado anímico y en su formación intelectual se encuentran fuertemente emparentados con el lugar en el que viven y la manera en que lo hacen. Contrariamente a los innumerables beneficios que esta modernidad aportó: la idea de progreso, de bienestar, el encumbramiento del pensamiento crítico- racional, etc., también trajo consigo otros aspectos menos favorables. La imposibilidad de incorporar al individuo de manera plena al ámbito urbano fue uno de ellos.

Tras el acelerado desarrollo industrial y las subsecuentes fundaciones de las urbes latinoamericanas, el fenómeno migratorio del campo a la metrópoli se ostenta como uno de los hechos más connotados a principios del siglo XX. Sumado a esto, los habitantes que ya se encontraban desde su nacimiento en las ciudades vieron cómo, de manera acelerada, sus pequeñas capitales se iban convirtiendo, en muchos casos, en grandes conglomerados humanos que tenían a los suburbios como centro de la pauperización y el hacinamiento.

Ante esta problemática, la constitución de un individuo como ser autónomo capaz de expresar emociones, de interactuar con el medio que lo rodea -elementos que le posibilitarían entablar un diálogo con el resto de sus semejantes- se ve opacada por un profundo sentimiento de anomia, que no hace más que reforzar la individualización, el desconocimiento del “otro” y, finalmente, la paulatina desintegración de una sociedad que, paradójicamente, a pesar de haber mejorado de forma radical sus comunicaciones, se ve inmersa en el absoluto encierro y en muchos casos en un total aislamiento.

Uno de los primeros visionarios en percibir las profundas crisis que en este sentido comenzaban a sumir al hombre moderno fue Georg Simmel (Berlín, 1858- 1918), quien a través de la observación de las relaciones individuo-ciudad pudo establecer sus múltiples categorías. Sus dos profesiones complementarias (la psicología y la filosofía) fueron armas útiles que asistieron a este investigador alemán en su afán por descubrir las diversas y complejas relaciones que las nuevas formaciones urbanas habían traído consigo.

En este sentido, es fundamental para Simmel la nueva ubicación que el individuo posee en la urbe y su capacidad de adaptación que, en muchos de los casos, anula de forma dramática su sentido de individualidad. Este fenómeno no se presenta de manera pasiva en la vida del hombre ya que, nuestra propia naturaleza, nos impulsa a establecer un combate con esta nueva representación de la organización social. Como señala el filósofo alemán, “los problemas fundamentales de la vida moderna provienen del hecho de que el individuo anhela a cualquier precio -ante las fuerzas aplastantes de la sociedad, de la herencia histórica, de la civilización y de las técnicas- preservar la autonomía y la originalidad de su existencia” (Simmel 5). Algo que, sistemáticamente, la vida urbana tratará de impedir.

Otro elemento sustancial para la comprensión de este fenómeno, es la división que Simmel entabla entre los distintos tipos de urbes. Es importante recalcar que la vida en las ciudades no se desarrolla de la misma manera si atendemos a su constitución. Si bien se presentan puntos de contacto similares, las urbes y sus individuos tenderán a variar sus comportamientos en relación a por lo menos dos categorizaciones que identifica el sociólogo alemán: las grandes ciudades y las ciudades pequeñas.

Para el estudioso europeo, las variantes radican en la composición demográfica de estos espacios. No sólo desde el punto de vista numérico sino desde la diversa constitución étnica que las ciudades poseen. Por tal motivo, los fenómenos que se presentan en la primera categoría distan esencialmente de la segunda, ya que “la gran ciudad introduce en los fundamentos sensitivos mismos de nuestra vida moral, dada la cantidad de conciencia que reclama, una diferencia profunda respecto de la ciudad pequeña y el campo cuya vida, lo mismo sensitiva que intelectual, transcurre con un ritmo más lento, más habitual, más regular” (6) Continuando con el razonamiento anterior, para Simmel esto “nos permite empezar a comprender por qué, en una gran ciudad, la vida es más intelectual que en una ciudad pequeña, donde la existencia se funda más bien sobre los sentimientos y los lazos afectivos, los cuales se arraigan en las capas menos conscientes de nuestra alma y crecen de preferencia en la calma regularidad de las costumbres” (6). Elemento que agudizará aún más una conciencia activa del individuo de la gran ciudad que le permite problematizar de forma incisiva el entorno que lo rodea, al contrario del individuo que habita la pequeña, sumido en un medio que no se cuestiona tan a menudo y que responde a una inercia propia. Lo que no quiere decir que, tras este razonamiento, se esconda la falsa y simple premisa de pensar que en las ciudades pequeñas el nivel intelectual sea inferior. Sino que, la propia dinámica de la metrópoli, muy distinta a la ciudad pequeña, genera una forma diferente de conflicto entre el hombre y el medio en el que se desenvuelve. La vida se problematiza desde un punto de vista ontológico- existencial, porque la propia urbe así lo impone.

Tomando en cuenta las afirmaciones de este filósofo, podemos ubicar de manera precisa a Santa María, el espacio metaficcional creado por el escritor uruguayo Juan Carlos Onetti y a sus personajes, en la categoría de ciudad pequeña que nos proporciona esta acertada clasificación. A las observaciones antes citadas, se suman las de otro uruguayo, Ángel Rama quien describe a Santa María como “un marco enteramente imaginario (y persuasivo) situado a mitad de camino: hay un río, un embarcadero, llega una línea de ferrocarril, se supone que de allí se pasa a otros pueblos y que se puede llegar a tumultuosas urbes capitalinas […]”, lo que implica “escenarios ilusorios que vuelven a permitir la conjugación de los dos orbes: el cercano, tradicionalista, y el lejano, metropolitano, moderno” (Rama, “Juan Carlos Onetti: El discurso enmascarado de la Modernidad” 52). Una descripción que se relaciona de manera adecuada a lo expuesto por Simmel.

Más aún, no sólo podemos establecer un paralelismo entre los elementos que a su parecer constituyen dicha conformación urbana con la propia Santa María, sino que Larsen, el personaje central de dos de las novelas más importantes y mejor logradas de la saga sanmariana -me refiero a El astillero (1961) y a Juntacadáveres (1964)- está sometido a procesos similares que conforman de manera definitiva su personalidad; lo que Simmel llama el blasé citadino. Según este autor no existe “fenómeno más exclusivamente propio de la gran ciudad que el hombre blasé, el hastiado” (Simmel 7). Desde su perspectiva, lo que define a este individuo “es que se ha vuelto insensible a las diferencias entre las cosas; no que no las perciba, ni que sea estúpido, sino que la significación y el valor de esas diferencias, y por tanto de las cosas mismas, él los percibe como negligibles. Los objetos se le aparecen en una tonalidad uniformemente sosa y gris; ninguno se juzga digno de preferencia” (7).

La intrincada relación de sentimientos, costumbres, hábitos preestablecidos y la propia idiosincrasia de sus habitantes encierran a Santa María en una negativa de carácter casi gestacional que permita el desarrollo de costumbres, pensamientos y formas de vida que no estén emparentadas con la cotidianidad imperante. Un ejemplo claro de esto, se expone como motivo central en la novela Juntacadáveres. La instalación de un prostíbulo (la casita celeste) a instancias de Larsen se convertirá en un elemento revolucionario que trastornará la falsa y aparente moral de los habitantes de Santa María. Y Larsen, un personaje auto exiliado de la gran urbe, será expulsado de este nuevo territorio, comprobando otra vez su condición de auténtico paria. Éste no es un elemento menor ya que, Junta (como también es apodado) está perseguido por esta constante sensación de desadaptación de la que paradójicamente no puede escapar, por tratarse de un individuo netamente urbano.

Como un paréntesis aclaratorio, es importante recordar que la primera aparición de Larsen en la literatura de Onetti se registra en la novela Tierra de nadie, publicada por primera vez en Buenos Aires en 1941, en la que no pasa de tener un rol secundario. En el texto, la acción narrativa se desarrolla en la ciudad porteña -la cual se circunscribiría dentro de la clasificación simmeliana como gran urbe. En Tierra de nadie, este personaje del mundo onettiano desempeña una tarea similar a la encabezada en Juntacadáveres, la de micró o proxeneta. La experiencia narrada en la novela del 41, nos sirve como precedente para poder comprender qué motivos lo impulsan a dar el paso de la gran ciudad a la pequeña. Como el mismo Onetti lo expresa en el prólogo, en esta novela se pinta:

un grupo de gentes [sic] que aunque puedan parecer exóticas en Buenos Aires son, en realidad, representativas de una generación […]. Los viejos valores morales fueron abandonados por ella y todavía no han aparecido otros que puedan sustituirlos. El caso es que en el país más importante de Sudamérica, de la joven América crece el tipo del indiferente moral, del hombre sin fe ni interés por su destino. (Citado en Rama “Origen de un novelista y de una generación literaria” 145-146)

Al comentar las reflexiones que realiza el autor, Rocío Antúnez constata que “la indiferencia del urbanita apasiona a Onetti, más allá y aún antes de la justificación racionalizadora que expone en el prólogo. Así mismo, le apasiona las circunstancias que la producen: la metrópolis y sus múltiples tiempos simultáneos”. (Antúnez Olivera 540) A este grupo de urbanitas perfectamente descrito por Onetti pertenece Larsen. En Tierra de nadie, la existencia de este personaje se ve cercada por la multiplicidad de variantes que la propia ciudad impone. De esta manera, es imposible desde la perspectiva de Simmel no “imaginar en absoluto la técnica de la vida urbana sin que todas las actividades y todas las relaciones queden encerradas de la manera más precisa dentro de un esquema rígido e impersonal. Aun cuando las existencias autónomas no son para nada imposibles en una gran ciudad, son sin embargo opuestas al tipo que la ciudad crea […]” (Simmel 7).

Esta especie de incompatibilidad con la gran urbe que experimenta Larsen, lo llevará a un desplazamiento físico e intelectual en la obra del escritor uruguayo. En el final de Tierra de nadie, se negará a acompañar a Aránzuru -el protagonista de la novela- a la isla de Faruru, que más que un sitio espacial concreto parecería ser producto de la imaginación del anciano embalsamador Pablo Num, emigrado español que vive en la ciudad porteña. Un breve diálogo entre Larsen y Aránzuru nos remite en cierto modo a los planes futuros del protagonista de El astillero y Juntacadáveres; abandonar la ciudad para dirigirse a otro sitio aún desconocido para él:

-Oiga, Larsen. ¿Por qué no se viene conmigo a la isla?
-Déjeme de embromar. Más vale irse a pudrir a cualquier parte.
-Me gustaría verlo con un taparrabo y la caña de pescar al hombro.
-Me voy a hacer humo. (Onetti 172)

A pesar de representar una posibilidad fehaciente -aunque remota y un poco disparatada- de escapar del mundo agobiante de Buenos Aires y, de los problemas que en esa ciudad ambos han contraído, esta opción casi demencial y alucinatoria no logra seducirlo. Se va ir a pudrir a cualquier parte, se va a pudrir a Santa María. Se hará humo, como el mismo dice, en un lugar que limita entre lo imaginario y lo absurdo. En un lugar inexistente. Larsen necesita de la ciudad -y no del aislamiento completo que la vida insular representaría- para poder alimentar los peligros necesarios en la existencia de un citadino como él, porque como bien señala Simmel: “las grandes ciudades otorgan al individuo una forma y un grado de libertad que no tienen ejemplo en otras partes” (Simmel 8).

El traslado de Larsen a Santa María sólo lo aleja parcialmente del mundo citadino. Mundo que, paradójicamente, ha constituido gran parte de su esencia; le ha proporcionado esa libertad a la que tanto aspira pero que, contradictoriamente, parece ser insuficiente y, que sin lugar a dudas, lo llevará nuevamente a entrar en conflicto, aunque esta vez con el universo asfixiante de la ciudad pequeña.

Todo esto posee una explicación lógica si retomamos lo expuesto por Simmel. A pesar de tener a su alcance la libertad que la gran urbe proporciona, el blasé no se siente satisfecho con la vida que lleva. En realidad, como menciona Erich Fromm, la conquista de este bien tan preciado universalmente por el hombre, no siempre implica la felicidad ni mucho menos el comienzo de una vida sin sobresaltos ni dificultades.* Esta adquisición envuelve una dura experiencia vital que debemos sortear día a día.

Por esta razón, no es de extrañar que el individuo urbano no encuentre todas sus necesidades colmadas en las grandes ciudades ya que, carece de otros factores de satisfacción como la comunicación con sus pares, el desarrollo pleno de sus expectativas individuales y colectivas y, fundamentalmente, de una adecuada inserción en el medio que lo rodea. Siempre estará en busca de algo que, paradójicamente, quizá nunca halle -como es el caso de Larsen en la ciudad pequeña, en Santa María. Este sentimiento de spleen citadino tan acuñado por los poetas decimonónicos, comienza a calar hondo en las sociedades latinoamericanas de posguerra. Como hemos expuesto más arriba y, el propio autor señalaba en Tierra de nadie, sus personajes no escapan de esta crisis que los sumerge en un profundo hastío.

En este sentido, podemos establecer diversos puntos de contacto entre los personajes de Onetti y, este nuevo hombre que la ciudad estaba gestando. Desde la aparición de Eladio Linacero en El pozo (1939), obra primigenia del escritor uruguayo, hasta por lo menos la que sería su última novela Cuando ya no importe (1993), el universo onettiano se ha distinguido por la presencia permanente de este tipo de individuos. Pero desde mi punto de vista, es en Larsen en quien recaen la gran mayoría de las características que representan la crisis del hombre citadino en la literatura de Onetti. Por eso, su entrada en Santa María, en la vida misma de esa pequeña ciudad que había sido declarada como tal apenas cinco años antes de su llegada, implica una transición profunda pero a la vez permanente de sí mismo y de la propia localidad.

Su actitud establece de manera explícita el abandono total de la gran ciudad que, posiblemente conocía sin problemas; ahora le toca el turno de enfrentarse a otro tipo de espacio urbano, que también le será hostil, pero de otro modo. Esta hostilidad se expresa desde los primeros pasajes de la novela El astillero cuando, como si se tratara de una aparición fantasmal, los habitantes de Santa María no se creen capaces de reconocerlo. Larsen es un mito en la ciudad, su presencia la inmoviliza. Esto nos muestra la fuerza de su figura, el mito que personifica y las consecuencias de su desplazamiento hacia Santa María. Su retorno a este pequeño microcosmos literario simbolizará una instalación práctica y definitiva del mundo moderno en oposición al mundo tradicional y estancado que la vida sanmariana representaba. Modernidad que, como afirma Ángel Rama:

siempre es un cataclismo que sobreviene inesperadamente en la vida de los hombres y de las sociedades que, por definición, no eran modernos […]. No se vive, entonces, ni uno ni otro sistema, sino su pugna, un desgarrado combate pone a los seres humanos en carne viva. Este trance agónico es el registrado en las obras de los llamados modernizadores, de cualquier tiempo o de cualquier lugar de la periferia de las metrópolis avanzadas que sean. (Rama “Juan Carlos Onetti: El discurso enmascarado de la Modernidad” 47)

Su presencia, que en Buenos Aires, en la Capital, o en tantas otras ciudades podía pasar casi desapercibida, aquí viene a trastornarlo todo. Porque detrás de sí, de este blasé citadino hay una historia que inquieta y moviliza a los habitantes de Santa María. Una historia que el lector de El astillero hasta este momento desconoce y que, hábilmente, Onetti presentará en su siguiente novela: Juntacadáveres, en la cual se narrará la primera llegada de Larsen a la ciudad y sus diversas repercusiones.

Más allá de la anécdota, para Onetti y para sus lectores, la tarea está cumplida. Ha logrado, como pocos escritores, representar la vida monótona, transculturada y tediosa que sufre día con día el hombre de la gran urbe latinoamericana y, sobre todo, le ha dado la posibilidad de escapar parcialmente de la misma, ya sea para adentrarse en una isla desierta como Faruru o a todo un nuevo mundo de posibilidades y sucesos llamado: Santa María.

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* Para ampliar este concepto cfr. Erich Fromm, El miedo a la libertad, Paidós, México, 1984

Bibliografía

Antúnez Olivera, Rocío, “Metrópolis, tierra de nadie”, Río de la Plata, Actas del IX Congreso Internacional del CELCIRP, Universidad de Alicante, Alicante, 2004.

Onetti, Juan Carlos, Tierra de nadie, Debate, Madrid, 1992.

Rama, Ángel “Origen de un novelista y de una generación literaria”, en: Juan Carlos Onetti, El pozo. Para una tumba sin nombre, Calicanto/ Arca, Montevideo, 1977.

_____, “Juan Carlos Onetti: El discurso enmascarado de la Modernidad”, Cuadernos de Marcha, 4 (núm. 20), jul- ago, 1982.

Simmel, Georg, “Las grandes ciudades y la vida del espíritu”, Cuadernos políticos, núm. 45, 1986.

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