Iván Junqueira: ¿Quién teme a Lêdo Ivo?

Lêdo IvoEn esta breve memoria que hemos hecho del poeta Lêdo Ivo, presentamos el día de hoy el ensayo de Ivan Junqueira (Rio de Janeiro, 1934) “¿Quién teme a Lêdo Ivo?” que sirve de introducción a la Poesía completa. La traducción es de Jorge Mendoza Romero.

Para que se pueda entender la poesía de Lêdo Ivo como ella debe (y urge) ser entendida, conviene que la leamos a la luz de algunas consideraciones que me parecen cruciales y que se vinculan al hecho de que el autor no sólo es poeta, sino también narrador (bastaría nombrar aquí la novela Ninho de cobras o alguno de sus cuentos para consagrarlo como tal), ensayista (O preto no branco, O universo poético de Raul Pompéia o Teoria e celebração son, en principio, estudios ejemplares) y memorialista (Confissões de um poeta es una obra fundamental y casi solitaria en nuestra literatura). Y hay que tomar en cuenta su condición de portavoz -o incluso de principal fundador y más legítimo representante- de la Generación del 45, que reaccionó contra las demandas y los equívocos del movimiento modernista de 1922 y que no constituye, necesariamente, como la caracterizan ciertos sectores de la crítica, una especie de tercera etapa del Modernismo, y sí una oposición a éste. Si me refiero aquí a esa filiación que por otro lado fue efímera, lo hago sólo porque nos deja algunos indicios en lo que toca a una búsqueda estética por parte del autor. Finalmente, no se puede entender la riqueza y la diversidad de la poesía de Lêdo Ivo si no la enfrentamos al hombre cambiante e inquieto que se mueve sin cesar detrás de cada uno de sus versos.

Sería bueno advertir, por otro lado, que la época en que Lêdo Ivo se forma como escritor coincide con el periodo inmediatamente posterior al que emergieron los principales herederos del Modernismo -Carlos Drummond de Andrade, Murilo Mendes, Cecília Meireles, Vinicius de Moraes y Jorge de Lima-, esto es, los que escaparon a la clasificación literaria de la década de 1920. El desafío del poeta, como también el de la generación a la que perteneció, consistió en aquella época en buscar una identidad personal que lo alejara del área de influencia de aquellos grandes poetas de los años treinta, los cuales, es justo decirlo, ya encontraron un terreno limpio del hieratismo parnasiano y de la evanescente música simbolista, que nada tenía que ver con aquella “music of poetry” de la que nos habla T. S. Eliot.

Se advierte entonces que la tarea de los poetas que comenzaron a escribir y publicar en la década de 1940 -entre otros, Lédo Ivo, João Cabral de Melo Neto y Ferreira Gullar- fue más ardua que la que realizaron sus antecesores. Lo que habría prevalecido en esa época -y lo digo en condicional porque a ella no pertenecí como autor- podrá incluso sugerir una tierra desolada de un agotamiento de matrices literarias. Y la sensación que me asalta en lo que concierne al papel de esos poetas remite un poco a la situación en que se encontraba Baudelaire respecto a sus antecesores y que así fue definida por Valéry en el célebre ensayo sobre el autor de Les fleurs du mal: “El problema de Baudelaire podía entonces -debía entonces- plantearse así: ser un gran poeta, pero no ser ni Lamartine ni Hugo ni Musset.” Mutatis mutandis: no ser, para los poetas de la década de 1940, ni Drummond ni Vinicius ni Murilo…

En el caso específico de Lêdo Ivo hay otras consideraciones que caben ser hechas. En primer lugar, como ocurre con Jorge de Lima, viene del noreste, más precisamente de Alagoas, así como el autor de la Inventação de Orfeu. Es decir, viene de una región, cuyos autores, cuando son transplantados a los grandes centros urbanos del país, jamás se olvidan de sus orígenes, incluso de la memoria histórica y cultural en la que están enraizados. Por eso mismo, con raras excepciones, sus obras tienen mucho de memoria y regionalismo. Y así fue, entre otros, con Graciliano Ramos, José Lins do Rego, Rachel de Queiroz y João Cabral de Melo Neto. El nordestino no olvida su tierra y, más que a ésta, a su infancia. Y todavía hay que pensar en lo siguiente: fue en el noreste, sobre todo gracias a la novela que allá se escribió durante los años treinta, donde más ferozmente se manifestó la reacción al ideario modernista acuñado por los jóvenes de São Paulo. Por lo tanto regístrese esta distinción seminal: mientras que los teóricos del movimiento modernista estaban mucho más próximos a lo que podríamos entender como espíritu, los escritores nordestinos eran, por encima de todo, alma, comenzando por ese “humilde” homo qualunque que fue Manuel Bandeira, sombra tutelar de toda nuestra poesía moderna, y no exactamente modernista, como después se vería.

Lêdo Ivo es fruto de ese ambiente nordestino, de ese melting pot [así en el original, melting pot: olla para fundir] cuyas más remotas raíces nos remiten a la sangre que corría por las venas de los indios caetés. Es por eso que escribe en Confissões de um poeta: “Y por un momento me siento vivo y completo, fruto consumado del arcadismo portugués con la antropofagia de los caetés alagoanos que, al comer al obispo Dom Pero Fernandes Sardinha, realmente querían asimilar a toda Europa.” Y esto nos lleva a comprender un poco mejor la nostalgia telúrica que atraviesa buena parte de su poesía, como también ocurre con la que escribió João Cabral de Melo Neto, aunque sobre una veta enteramente distinta, ya que Lêdo Ivo es, por encima de todo, un lírico elegíaco, mientras que el autor de Morte e vida severina sería un realista antilírico. Si comparo a ambos, es porque debutan como poetas casi al mismo tiempo: Lêdo Ivo, en 1944, con As imaginações, y João Cabral, dos años antes, con Pedra do sono. Y también porque, cada uno a su modo, trascienden los límites escolásticos de la generación en la que se encuentran históricamente insertos.

Todo lo anteriormente afirmado nos conduce a otra cuestión seminal: la formación intelectual y literaria de Lêdo Ivo que, como en el caso de João Cabral, poco debe a la pedantería erudita de los círculos universitarios. Ambos son autodidactos y de constitución algo asimétrica. Buena parte de esa formación puede ser rastreada en las páginas de las Confissões de um poeta, donde conocemos que Lêdo Ivo fue un lector voraz y obstinado, condición a la que jamás renunció por la vida pública y que le confiere el status de uno de los dos últimos y más auténticos hombres de letras de este país en que poco se lee. Lêdo Ivo leía todo lo que llegaba a sus manos, desde las historias de piratas y tesoros escondidos de Emilio Salgari hasta los Essais de Montaigne.

Es claro que no se trata del caso de una lectura orientada por ningún maestro, y llego a pensar que si hubiera sido impuesta por alguien, quizá arbitrariamente, se habría opuesto a las vertientes más profundas e irreductibles de su alma. Si me detengo un poco sobre esa formación, es porque me aferro a la convicción de que un verdadero poeta nace poeta, pero no nace pronto como tal. Largo es el aprendizaje de cualquier escritor, y largo fue el de Lêdo Ivo, dilatado, aunque su aparición como poeta sea precoz, exactamente a los veinte años, pero con una obra que ya prefigura las singularidades del poeta en que se convertiría. Un poeta que, aunque nos diga: “Dios no perdonará a los que escriban mal -los que, en la Tierra, ofendieron al Lenguaje”, será capaz de afirmar, en su último volumen de versos, Plenilúnio, que ninguna lengua puede aspirar a la condición de ser su patria, porque

Ella sirve sólo para que celebre a mi grande y pobre patria muda,
mi patria disentérica y desdentada, sin gramática y sin diccionario,
mi patria sin lengua y sin palabras.

Aunque viniera a ser más conocido como un poeta de la medida y de una aguda conciencia métrica, Lêdo Ivo se estrena en 1944 con una poesía versolibrista, torrencial y de ritmos casi bíblicos. Estamos en el reino de las “imaginaciones”, de las fantasmagorías y las iluminaciones rimbaudianas, del tributo a la respiración elegiaca de Rilke, al surrealismo de Murilo Mendes y al lirismo coloquial de aquellas espléndidas Cinco elegias que Vinicius de Moraes escribió en 1943. Pero las Cinco elegias son, en rigor, contemporáneas de las dos primeras obras de Lêdo Ivo, de modo que no cabría situarlo aquí bajo la influencia directa de la gran lamentación de Vinicius. Resulta que la poesía que en ellas se encuentra en acto ya está latente en Forma e exegese (1935) y Ariana, la mulher (1936), que seguramente habrán ejercido cierta fascinación sobre el autor de As imaginações, como lo atestiguan los poemas “Adriana e a poesia”, “Justificação do poeta” y “Decoberta de Adriana”.

Sin embargo, este primer libro ya traza, bien o mal, el timbre personalísimo de la dicción de Lêdo Ivo, visible en dos poemas de profunda emoción: “Poema em memória de Éber Ivo” y “Valsa fúnebre de Hermengarda”. Y aquí ya sería el caso, pues se trata de un anuncio que el correr del tiempo confirmaría, de alertar al lector sobre un procedimiento característico del poeta: Lêdo Ivo debe ser comprendido, también, a la luz del exceso, de una prestidigitación retórica y de un lenguaje encantatorio que son única y singularmente suyos. Si no lo hiciéramos, considerables fragmentos de su vasta y polifónica producción poética corren el riesgo de permanecer indescifrados y, lo que es más grave, lejanos de la estima de que son merecedores.

La amplitud del aliento lírico, todavía bajo la influencia de la solemnidad celebratoria de Rilke e incluso del coloquialismo de Vinicius, se acentúa aún más en Ode e elegia (1945). El poeta parece contenerse en los endecasílabos blancos de “Ode”, pero en seguida se distiende en los versos sin medida de la “Elegia” y de los demás poemas del volumen. Es honda la preocupación metafísica que impregna el tejido de casi todas esas composiciones, en las cuales, a la par del lirismo cotidiano, aflora el anhelo de un alma que busca la disolución cósmica. El autor confirma en esos poemas su dominio sobre el verso largo, un verso casi claudeliano, inclusive por el inequívoco sentido de religiosidad, a los cuales evocará en Ode ao crepúsculo (1946) y Ode equatorial (1950).

Toda esa producción inicial de la poesía de Lêdo Ivo apunta, sin embargo, hacia un enigma. Porque no atiende, como sería de suponer, las exigencias formales -y, mucho menos, doctrinales- del ideario de la Generación del 45, cuyos presupuestos estéticos nos remiten a la necesidad de regresar a los cánones de un cierto y moderado clasicismo, del rescate de las formas fijas y de las medidas métrico-rítmicas contra las cuales se enfrentó el Modernismo, y hasta incluso de la recuperación de un comportamiento que sería antes apolíneo que dionisíaco. Y nada tiene que recuerde tales presupuestos la poesía que Lêdo Ivo escribió entre 1944 y 1950, a excepción de Acontecimento do soneto (1946). La mayor parte de esos poemas es antes tributaria de la intuición surrealista, del lirismo coloquial, del desgarramiento ontológico y metafísico, del experimentalismo formal de los nuevos ritmos e incluso hasta de un redescubrimiento del catolicismo que caracterizan la poesía que se escribió entre nosotros durante la década de 1930 y en el inicio de la de 1940.

Meditemos ahora sobre la excepción a la regla, es decir, sobre Acontecimento do soneto, esa adhesión fugaz a los presupuestos estético-doctrinales de la Generación del 45. El primer poema del libro es, de hecho, casi una profesión de fe y un conmovido elogio a la lírica camoniana:

Sobre los ríos que cantando van
la lírica mortal del desterrado
que, estando en Babilonia, quiera Sión,

una mujer conmigo iré llevando
y seré, sumergido en el pasado,
cada vez más moderno y más antiguo.

No obstante, es curioso que en este libro no sea donde se encuentren las mayores realizaciones de Lêdo Ivo en el ámbito del soneto. Éstas vendrían más tarde, con la maduración del gusto y del propio estilo del autor. No obstante, no pueden ser olvidados por lo menos dos ejemplos que comprueban la pericia del poeta en lo que toca al difícil y traicionero ejercicio de esa forma literaria: “Soneto da grande lua branca” y “Soneto da aurora”. La candencia del endecasílabo y los esquemas rítmicos de Ode á noite, de ese mismo periodo, tampoco deben ser vistos, en rigor, como un procedimiento característico de la Generación del 45 porque, mucho más que un compromiso de adhesión de escuela, el poema puede ser entendido en los términos de una meditación sobre los fundamentos del ser.

Es bueno apuntar, a propósito, que la rima y el endecasílabo no son exclusivos de ninguna escuela o movimiento literario, sino sólo recursos de que se servirán los poetas mientras la poesía exista. Además, no sería aconsejable que, en nombre de la transgresión estética, se creara un anticonvencionalismo que acabaría por convertirse, a fin de cuentas, en otro convencionalismo. No es en el puro cambio de signos que se concibe algo nuevo, esa novedad que es, como sabemos, a veces más vieja que lo propio viejo. Quiero creer que la poesía que Lêdo Ivo escribió en esa época es sólo generacional en lo que respecta a ciertas preocupaciones, pero no a todas, del grupo literario al que perteneció, y aquí me refiero a la reacción contra el clima de descuido de la forma que dominó la primera fase modernista, la búsqueda del equilibrio y la reflexión sobre lo humano y lo universal, en oposición a aquella obsesión nacionalista de que se nutrían los poetas de la década de 1920. Y restaría aún ponderar, en lo que concierne al empleo de metros tradicionales de que se valió Lêdo Ivo, que hay en todos los grandes poetas un elemento vestigial de aquello que se puede definir como la “idea parnasiana”, a pesar de lo que suponen los espíritus simplistas de limitaciones escolares.

No obstante ya en la Ode ecuatorial (1950) y en Cántico (1951), el poeta retornará al verso libre de larga respiración y de tono celebratorio. Como Rilke, a propósito, Lêdo Ivo es un poeta de la celebración dionisiaca, aunque el dios del primero no sea propiamente Dionisio, sino Orfeo, que comienza a cantar a partir de la experiencia de la muerte. Para ese tiempo, Lêdo Ivo ya es un poeta maduro, señor absoluto de sus recursos y de todos los medios que le ofrece el reino ambiguo de la poesía. No sorprende, por tanto, que el título de la recopilación siguiente, Linguagem (1951), nos sugiera una vivencia metalingüística. Pero no lo es tanto. Todavía aquí lo que le interesa es la vida, con sus inmundicias y podredumbres, con su ácido carácter de corrosión, que se intensificará en la poesía posterior. Y en Linguagem se profundiza, también, su sentido de la eternidad, aunque esté dialécticamente relacionado con la convicción que tiene el poeta sobre la naturaleza transitoria del hombre. Esta tensión entre los opuestos, ya glosada por Heráclito de Éfeso en el siglo VII a. de C., aflora en los primeros cuatro versos del soberbio “Soneto da comparsaria”:

La mano de la muerte sobre mi hombro
donde una cicatriz de luz desborda.
Y yo, que soy fugaz, vivo el asombro
de la rutina eterna que me aborda.

Y también en Linguagem, a pesar de los anuncios que se insinúan en obras anteriores del autor, comienzan a ganar cuerpo ciertos temas recurrentes de la poesía de Lêdo Ivo, como los del mar, la corrosión y la descomposición de todas las matrices de la vida, la fugacidad del tiempo, la memoria que todo incorpora y metaboliza, la sordidez de la existencia y de sus aspectos más crudos y repugnantes, el amor físico y siempre llevado a los límites del erotismo, la soledad y el silencio que reinan en las profundidades del cielo y del mar. En fin, es casi infinita la constelación temática que inerva la poesía polifónica de Lêdo Ivo.

Los poemas de Um brasileiro em Paris (1955) atestiguan, de forma cabal, hasta que punto el autor, contrariando su tendencia natural al exceso, fue capaz de contenerse dentro de las austeras medidas métricas regulares pero, aquí mismo, es grande la diversidad de esa práctica, ya que ella abarca los versos de cinco, seis, siete, ocho, diez y once pies, revelando el ilimitado dominio que tiene Lêdo Ivo sobre sus medios de expresión. Prueba de eso son los espléndidos hexasílabos de “Honfleur”, los eneasílabos de “Um brasileiro em Paris”, los heptasílabos de “Primavera em Londres”, “Alfabeto”, “Ópera” e “Riviera”, las redondillas de “O rei da Europa”, los eneasílabos de “Constelação” y “O sol dos amantes”, los endecasílabos de “Sentimento europeu”, “A visão” e “Jorrar” (ambos en tercetos blancos, forma de la que se servirá el poeta en innumerables ocasiones y que revela dominar con precisión), “Mapa da cólera”, “Soneto de verão”, “Homenagem a Lorca” y “Guadalquivir”, los dodecasílabos de “O colóquio entre plátanos” y, al final, los alejandrinos de “Domingo no postal”.

Alguien podría argüir que, aquí sí, Lêdo Ivo sucumbió a las exigencias formalistas de la Generación del 45. Pero prefiero decir que él sólo se sometió al rigor, y no a la rigidez del corsé métrico. Es en este libro que también el poeta comienza a abrirse hacia los paisajes del mundo, en una peregrinación andariega, a la que jamás renunciará. Su poesía se torna casi visual y cada uno de esos poemas retrata más bien una escena. Ese “brasileño en París”, que a sí mismo se coronó “rey de Europa”, se encamina entonces por las vertientes del cromatismo y de la fanopea. Y bastaría en este libro un solo verso para declararlo altísimo poeta:

Desciendo en ti como un bando de pájaros

Rimbaud podría firmarlo. Y tal vez firmara también los tres últimos versos del poema que a él pertenece y que lleva el sintomático título de “As iluminações”:

Cambia la noche en día porque existes,
femenina y completa entre mis brazos
en un solo astro dos mundos gemelos.

De Magias (1960) en adelante lo que se advierte es la plena cristalización de todos los procedimientos y recursos de que el poeta siempre dispuso y de los que se vale con notable eficacia, porque se trata de un artista que, como pocos, sabe instrumentarse para llevar a cabo su oficio. Y no cabría exaltarle tamaño dominio técnico, y sí una ambición aún mayor: la que desde siempre alimentó en lo que toca a la señoría del feudo literario. Pero algo comienza a cambiar: su visión del mundo. Es en Magias que aparecen en escena, ahora de manera irrecusable, sus preocupaciones por la muerte, por el sentido más profundo de la eternidad y por los aspectos finitos, raramente nauseabundos y corrosivos, de la existencia de todas las cosas y de todas las criaturas. El primer cuarteto del “Soneto de los treinta y cinco años” puede ser visto como un indicio de esa metamorfosis:

La muerte desbordé, como los muertos.
En este absurdo viaje sin sentido
que es la vida, su viento desvivido,
soy menos de las naves que, los puertos.

Esa convivencia con la muerte puede ser percibida en poemas como “Oficio da mortalha”, “Notícia do sábado magro”, “O homem e a chuva” e “A Eustáquio Duarte”. El cromatismo visual al que ya aludimos regresa en las pinceladas gauguinianas de “O navio cheio de bananas”. Y es también en Magias que se constela en la poesía de Lêdo Ivo el rastrero elenco de esos animales, sobretodo reptiles e insectos, que están asociados a la putrefacción y a todas las formas de envenenamiento de aquello que podríamos llamar el “doucer de la vie” , como arañas, alacranes, cangrejos y algunos otros que, como se verá adelante, tienen pase libre en la poesía del autor.

Siempre que se detiene en el análisis de los aspectos más hipócritas de la sociedad, Lêdo Ivo revela una mordacidad cáustica y lacerante, y quien lo conoce más de cerca podrá avalar cuan excelso usuario se hace de esa práctica deleitosa, que se observa en la poesía de lengua portuguesa, tano así que nos remontan al siglo XIV aquellas deliciosas cantigas de escarnio y maldecir. Sorprende así que, en Estação central (1964), el poeta, fuera de ese ámbito, se (nos) conceda una tregua al deplorar, en algunos poemas, las vicisitudes a las que el pueblo brasileño siempre está sometido. Recuérdese, muy a propósito, que tales poemas fueron escritos en la época anterior al golpe militar de 1964. En el primero de ellos, se lee:

En un muro un día
Ivo deletreó
la lección del pueblo.

Y aprendió a mirar
¿Ivo vio al ave?
¿Ivo vio los huevos?

En el nuevo curso
Ivo vio la huelga
Ivo vio a la gente.

Esa preocupación por la descomposición social se hace visible, incluso, en poemas como “As olarias de Satuba”, “É preciso mudar a vida”, “Meu nome é multidão”, “Aula no domingo”, “Segunda lição”, “Perguntas”, “A marmita”, “Terceira lição”, “Quarta lição” y, hasta cierto punto, “O rei Midas”. Sin embargo esa adhesión es breve y no vale la pena especular sobre las razones que luego lo alejaran de esa poesía socialmente comprometida de la cual Ferreira Gullar y Moacyr Félix se tornaron los grandes portavoces. Incluso en Estação central, Lêdo Ivo vuelve al esbozo de aquellas escenas urbanas que son como vívidas impresiones de viaje, como lo prueban, entre otros, los poemas “Outono em Washington”, “Ohio”, “Chicago”, “Em San Francisco da Califórnia”, “Nova Iorque”, “Os cemitérios”, “Ode à sucata” (uno de los temas más recurrentes de la poesía que Lêdo Ivo escribió a partir de entonces es, justamente, el de la basura que el hombre deja como herencia de su paso por el mundo) y, más que éstos, el estupendo “As velhinhas de Chicago”, de las cuales también iría a ocuparse el atento y deambulante Teseu do Carmo en Confissões de um poeta y O navio adormecido no bosque. Y no se puede olvidar, al final del volumen, el admirable poema que lleva el título de “O montepio”, en el que, por medio de sucesivas operaciones de exclusión, se sabe que un padre no deja a su hijo ninguna especie de herencia pecuniaria. Le deja, quizá sin sirvienta: “Le deja palabras.”

Y he aquí que llegamos a Finisterra (1972), una de las obras más importantes de toda la poesía brasileña que se escribió en la segunda mitad del siglo XX. Es por así decirlo, el libro que marca el regreso definitivo del autor a sus orígenes y, tal vez, el más conmovido de entre los que nos ha dado hasta ahora. Y ese regreso al paraíso perdido de la infancia estará presente, en mayor o menor grado, en todas las demás recopilaciones poéticas que aún iría a publicar. Esta Alagoa Australis, recuerda un poco aquel adagio francés que, con el sentido contrario, figura en la divisa heráldica que María Estuardo, reina de Escocia, mando inscribir en sus estandartes y que después fue glosado por T. S. Eliot en East Coker, el segundo de los Cuatro cuartetos: “En mi final está mi principio”. Y diría esto mismo Eliot: “La patria es de donde se viene”:

Mi patria es el agua negra
-la dulce agua inundada de miasmas-
del astillero podrido.

(…)

Viniendo de las islas sin término
nunca aprendo a separar
lo que es de la tierra y lo que es del agua.

Y hasta la “sangre oscura de la raposa” que muere en el primer capítulo de Ninho de cobras, sin tener la conciencia de que llegará a su fin, pertenece a esa patria, como a ella también pertenecen aquellos animales que parecen haberse fugado de un bestiario armorial y que, como ya dijimos, irán a poblar, de aquí en adelante, muchos de los poemas de Lêdo Ivo, uno de los cuales, “Os morcegos”, aún en Finisterra, es excepcional en los detalles. Dicen los últimos versos:

Pero el murciélago, durmiendo como un péndulo, sólo espera al día ofendido.

Al morir, nuestro padre nos dejó (a mí y a mis ocho hermanos)
Su casa donde la noche llovía por las tejas rotas.
Pagamos la hipoteca y conservamos los murciélagos.
Y entre nuestras paredes ellos se debaten: ciegos como nosotros.

El caracol, la lechuza, la hormiga, la cucaracha, la tarántula, el cangrejo, el escorpión, el escarabajo, y todo aquel elenco de pequeñas criaturas que serpean la que arriba aludimos son los emblemas de esa infancia que yace perdida en los mangues, en los trapiches, en los barcos sin brújula y astrolabio y en los astilleros podridos. Paralelamente a la emergencia de esa extraña y rastrera alimaña, la misma con que nos topamos en los “Encuentros de un caracol aventurero”, de García Lorca, y que pueden hasta ser definidos como emisarios de la ruina, comienza a recorrer la poesía de Lêdo Ivo una aguda noción de decrepitud y de corrosión de la vida. Tienen aquí pase libre las palabras “podrido” y “herrumbre”, que aparecen con notable frecuencia en los poemas de Finisterra y en las recopilaciones que le suceden. Y persiste también aquel cromatismo visual del que ya hablamos insistentemente. El poema “A uma goiaba”, por ejemplo, es casi una naturaleza muerta. A esa visión de una realidad decrépita y corroída se asoma ahora el timbre del sarcasmo y de la náusea, de una especie de repugnancia delante de la existencia que se deteriora y se degrada a los niveles más extremos de la miseria del cuerpo y del espíritu, del que dan prueba poemas como “Numa ruela da Cinelândia”, “O fim de um domingo”, “O jogo de bilhar” y “Só para cavalherios”.

Íntimamente asociada a esa celebración de la ruina y de la caducidad de la criatura humana, que recuerda mucho la poesía que Eliot reunió en Prufrock and Other Observations y en los Poems, se encuentra el descontento que revela el poeta, como anteriormente ya señalamos, delante de los destrozos del mundo, de la basura en que él nos deja bajo la forma de la chatarra y el desperdicio, como se ve en “Lixo doméstico” y “Aproveitamiento da sucata”. Y el poemario se cierra con dos altísimos poemas “cementerios”: en el primero de ellos, “O cemitério dos navios”, se regristra un curioso proceso de antropomorfización de los barcos que “se esconden para morir”, en cuanto la “noche canina lame / las cuerdas desgarradas”; en el segundo, “Finisterra”, el poeta, cuyo “nombre es Nadie”, deambula entre los espectros de esa vasta y anónima necrópolis que se yergue, a la rebeldía nuestra, en una “ciudad que huele a pescado podrido” y “donde el odio pasa a galope, esparciendo la muerte”.

A excepción de la publicación de los libros en que reunió su poesía (O sinal semafórico, de 1974, y Central poética, de 1976), entre 1973 y 1982 el poeta se recoge en el silencio, regresando en ese último año con A noite misteriosa, un bello conjunto de poemas que se dirían bucólicos, pero cuya secuencia es de súbito interrumpida por el escarnio virulento de “Os pobres na estação rodoviária”, en el cual son descritos los aspectos más repulsivos en la vida cotidiana de las personas de baja extracción social. Es un poema que nos perturba con su ostensivo y contundente verismo, a merced del cual el poeta será capaz de escribir:

El dedo sucio de nicotina restriega el ojo irritado
que del sueño retuvo sólo la lagaña.

Y se reiteran, en la segunda parte del poemario, aquellos flashes de una vida que ya bajó al último escalón de la decadencia. Las criaturas que el poeta bosqueja nos recuerdan aquellas siluetas de los grabados de Goya, como se ve en el dístico al que se reduce el poema “Lapa”:

Esta noche el amor del mundo se mira en el espejo
de una puta desdentada con un vestido bermejo .

Ese mismo clima se repite en “Num hotel a Lapa”, en el cual una mancha de esperma sobre la sábana era “como si un ejército por allí hubiera pasado”. Pero ni por eso el lirismo está del todo ausente en A noite misteriosa. Bastaría recordar, entre otros ejemplos, el del segundo terceto del bello “Soneto erradio”:

No sé si ya soy viejo o si, pequeño,
desperté pronto, al oír la campana
al cantar en la sombra, era la muerte.

Y hay aun, en la tercera sección, una singular pensata acerca del problema de la existencia de Dios, que puede ser entrevisto a partir de estos “símbolos”:

Saben cuantos habitan
en este mundo inmenso
que Dios no huele a incienso.
Es en el fresco estiércol
y en el alga viscosa
que debemos mirar
los símbolos divinos
con los ojos de cuando
aún éramos niños.

Quien se dio el deleite de abrir las Confissões de um poeta tendrá que haber percibido que en Lêdo Ivo hay también la pasión del epigrama y de un procedimiento que me arriesgo a definir como de la concisión aforística. Esa es la tónica de O soldado raso (1988), en el cual, en las primeras páginas hay un poema “Zona industrial”, cuyos versos nos dicen:

Oculta entre las púas
la fábrica de piel
esparce por el barrio
perfumes de la tarde.

El aforismo, como todos sabemos, se nutre de la parsimonia de una contracción extrema. Pero no sólo, porque se alimenta, también, de una sorpresa final que a menudo invierte el enunciado verbal que le antecede. Eso es lo que se ve en los Cadernos de João, en el ABC das catástrofes y en la Topografia da inônia, de Aníbal Machado. Es eso, asimismo, lo que ocurre en buena parte de los poema de O soldado raso, donde el relampagueo de la gema lírica brilla en medio de las acepciones de un lenguaje que se quiere pedestre sólo porque espera la pulsión de la luz de un pensamiento que lo ilumine. La prueba de eso está aquí:

En el vaso de agua
la dentadura postiza:
la risa en el acuario.

Y aquí:

El espejo plagia
el paisaje que entra
por la ventana abierta.

O incluso aquí:

Cautivo en el pedestal
entre el cielo y la hierba
el león de mármol
reclama la selva.

Y en fin aquí:

¡Amor silencioso!
sólo la cama gemía,
compañera insaciable.

La poesía que Lêdo Ivo nos ha legado a partir de Mar oceano (1987) -y que se prolonga en Crepúsculo civil (1990), Curral de peixe (1995), O rumor da noite (2000) y en los textos hasta entonces inéditos de Plenilúnio (2004)- constituye no sólo la cristalización de todas sus virtudes formales y estilísticas, sino también un crecimiento en cuanto a la densidad de su problemática. Al contrario de muchos poetas cuya producción disminuye en la vejez, la de Lêdo Ivo crece todavía más, dando origen -a un concepto que sería, si existiera, el de la madurez del maduro, o sea, el sabor de la fruta seca que aún supiese al sabor fresco de la uva. Un fruto cristalizado. Casi un diamante. El diamante en que consiste ese extraño poema en prosa que lleva el título de “A Morte de Elpenor”. O los que cintilan en “A René Descartes”, “A clandestina”, “Noturno”, “A raposa”, “Os pássaros”, “O sino”, todo el espléndido “Noturno romano”, “A sombra”, “O enderezo da noite”, “O silêncio da madrugada”, “Soneto de enseada” y, entre los inéditos, el ya citado “Minha pátria”, “O porta-voz”, “Os corvos”, “Rumo à praia”, “Soneto da porta”, “Cançao de embalo” y “Recomendaçoes de Ano Novo”.

En buena parte de esos poemas resuena, como un pedale sostenuto, la temática de aquello que se busca y no se alcanza a lo largo de la existencia. En ese sentido, son ejemplares los dos tercetos del “Soneto da porta”, que nos recuerdan la queja de Mario de Sá-Carneiro que se perdió dentro de sí porque “era laberinto”:

Siempre anduve en mi busca y no me hallé.
Y a la puesta de sol, mientras espero
la luz perdida de una estrella muerta,

de lo que nunca fui siento saudades:
lo que dejé de ser, lo que soñé
y se escondió de mí tras de la puerta.

Y al lado de ese tema, tal vez porque le sea gemelo, aflora el de aquella búsqueda incesante de la eternidad, figurada ahora en el vuelo de los pájaros que, al rozar las orillas azules del espacio, parecen confundirse con la propia noción de aquello que no tiene fin. Más que en cualquier otro de estos últimos poemas, es en el conciso soneto “Os pássaros” que Lêdo Ivo nos señala el camino por el cual, aunque terrestres, podremos alcanzar un día la iluminación de la eternidad:

Pregunté a la brisa
lo que es la eternidad.
Ella me respondió:
-una simple ventisca.

(…)

Y las aves, en la ventisca,
volaban y volaban
rumbo a la eternidad.

Lêdo Ivo llega entero a los 80 años. Y entera llega también su poesía. Fueron pocos los que lo consiguieron. Hay en él la lección de aquel roble heideggeriano que, en su aparente inmovilidad, al mismo tiempo se mueve y se transforma sin cesar, como cierta vez observó el novelista Per Johns, lector de poetas. Y hay en su poesía el testimonio literario de más de medio siglo de experiencia y de constante renovación estética y estilística. Hay, asimismo, la fidelidad de quien, al margen de las generaciones y de los movimientos literarios, permaneció idéntico a sí mismo, pues la manera de ser del poeta que escribió Ode e elegia es la misma de quien, sesenta años después, nos perturba con los poemas inéditos de Plenilúnio.

Autor abundante y algunas veces desmedido, Lêdo Ivo, como ya dijimos, debe ser visto, también a la luz del exceso y de la magia retórica. Su poesía, aunque sobria desde el punto de vista del uso de la lengua, es polifónica y tiene algo de la composición heterodoxa de aquellos retablos medievales, abarcando el cultivo de todos los metros y de todas las formas. Es a un tiempo lírica, elegiaca, reflexiva, sarcástica y en ocasiones escarnecedora. Es un universo que el lector podrá no compartir, pero que jamás tendrá el derecho de ignorar, tan grandes son su riqueza y su variedad. Quien teme a Lêdo Ivo solamente teme por temer a la poesía, una poesía que descendió a las raíces del ser y al horror de la existencia. Sin embargo, el horror, como nos enseña Eliot, no es más que un paso rumbo a la gloria. No hay por qué tenerle miedo, lector, sino sólo reverenciarlo en el umbral de su eternidad.

Río, 8 de marzo de 2004

Ivan Junqueira

Traducción Jorge Mendoza Romero

 

Librería

También puedes leer