Presentamos un texto del poeta y narrador José Luis Prado (Puebla, 1981).
Luis Gondo entra al cuarto. No reconoce. Una intensa luz le molesta al abrir la puerta. Empieza a mover la manija del agua caliente, cree que una ducha será suficiente para calmar la ansiedad de pensarla, como si con el agua se fueran los recuerdos, como si corrieran a través del caño cada uno de los momentos que acechan su mente. Gondo se acerca a la regadera, observa el reflejo plateado y piensa en la condensación del instante, en si acaso el tiempo se puede detener en un reflejo; mira, intenta por un momento encontrar algo que ya no está ahí: Ella no habita más ese espacio, pero insiste en buscarla, encontrar su reflejo en el brillo opaco del óxido en las manijas. Decía que intenta buscarla.
Una mañana la encontró frente a la regadera. Pulía delicadamente el color plata de las llaves, los espacios que parecían no poder ser abarcados; Ella estaba ahí con una franela limpia y el líquido que la ayudaría a verse más hermosa en ese reflejo pequeño, diminuto. Ese instante se convirtió en absoluto al momento en que Luis Gondo contuvo la estampilla plateada en su memoria, reflejada, limpia, contenta en la más pura de las acciones.
El agua cae a chorros sobre la cabeza y moja cada partícula de su ropa. Luis ha olvidado desvestirse. Gondo observa las gotas multiplicándose; como su mente, recrea destellos de la vida que llevó. Cada átomo se multiplica en su cabeza, creando un transtorno (H2O+ H2O + H2O…) que ya parece inabarcable; espera limpiar la memoria como quien lava un espacio blanco, como el personal de intendencia que desmancha con cloro las marcas más sucias en un baño de estación de autobuses; sin embargo, se queda ahí, con un recuerdo oxidado en su memoria mojada.