Este sábado apareció en el suplemento Laberinto de Milenio una carta de Javier Sicilia a Evodio Escalante, en lo que podría ser el final de un debate que ha durado ya un mes. En ese mismo número se presenta también una muy interesante reflexión de Heriberto Yépez en torno al asunto.
La carta de Sicilia, después del salto.
Querido Evodio:
Leí tu contrarréplica. Creo que tienes puntos débiles que podría refutar. Pero no lo haré -en este texto ha hablado el crítico que tiene reparos a mi obra y en ese terreno no puedo meterme; es tu opinión-. La razón de esta carta tiene otro objetivo: en mi réplica a tu acusación de plagio (aunque dices que ése no era el sentido de tu primera crítica, así lo leímos muchos, así lo afirmaste tú en un texto que enviaste al Círculo de poesía al decir -no tengo conmigo la cita- que cuando un poeta de párvulos como yo hace uso de la intertextualidad es un plagiario, y así volviste a reafirmarlo en tu contrarréplica cuando me preguntas, refiriéndome a tu crítica, “¿Quiere decir que una vez que se inventó la intertextualidad ha dejado de haber plagio?” Sabes bien Evodio que esa pregunta no es asunto de gramática, sino de retórica. Es una típica pregunta que, dado el contexto de tu argumento, contiene una afirmación) dije una cosa que no sólo no debí haber dicho, sino que ni siquiera creo: compararte con un cerdo. El hecho de recordarlo me llena de vergüenza. Discúlpame. Fue una desmesura inversamente proporcional a lo mucho que te admiro y te quiero y a los insultos que tu escrito suscitó en otros contra mi persona.
Cuando me acusaste de plagio sin haberte metido al sentido metafísico y espiritual que encierra, recordé cuando siendo director de Difusión Cultural de la UAM me invitaste a trabajar contigo, recordé las conversaciones que tuvimos, las idas a la cantina a jugar dominó, las visitas al “viejo” Mallén, el apoyo que nos diste prestándonos la “Casa de la Paz” para hacer un concierto y rescatar la revista Cartapacios; el gozo de escuchar tu sax. Recordé tus poemas y tus críticas que en muchos momentos me han sido luz, y la ira se apoderó de mí. Fuera de ese exabrupto, por el que vuelvo a pedirte perdón, no me desdigo de nada de lo que allí escribí.
Creo, como en ella lo dije, que en el fondo tocaste un tema fundamental, que por desgracia se perdió en tus ganas de denostarme: ¿hasta dónde la intertextualidad es válida?
A lo largo de estos días no he dejado de pensar en ello: un tema que más allá de gustos, pasiones y fobias, tomo en serio y que, pese a que no me gusta hablar de mi obra, converso contigo en esta carta privada que tú me pediste hacer pública.
Empezaré, pues, por mi obra. Cuando escribí Lectio (2004), el libro anterior a Tríptico del desierto que cierra la recopilación de La presencia desierta (FCE 2004), usé el mismo recurso, sólo que allí utilicé citas textuales en el original que señalé a pie de páginas y, como tú lo habrías querido para el Tríptico…, llamadas que indicaban las referencias. En ellas aparecían Eliot -entre ellas, la referencia a ese tercero que está en la obra de Eliot y que en el Tríptico… asocio, sin tampoco referirlo explícitamente, al tercero de los “Peregrinos de Emaús”-, Rilke, José Asunción Silva, los Evangelios, la Biblia, san Juan de la Cruz, Dante, Séferis, los Salmos, etc. Después de ese libro y de sus referencias creí que ya no era necesario hacerlo en el Tríptico… porque había la suficiente información en Lectio, en mi obra pasada, en mis afirmaciones sobre la poesía, en las afirmaciones de mis críticos y en la universalidad de los poemas que tomé, como para prescindir de las comillas -en el Tríptico… hay también infinidad de referencias a otras lecturas que haberlas anotado habría generado un libro lleno de citas eruditas que, desde mi punto de vista, era pedante; ese trabajo, me parece, tendría que hacerlo un crítico-. Ésa es la razón que me llevó a prescindir de lo que tú me criticas. Mi intención es dialogar con la tradición y tomarme en serio mi mundo y mi fe. El mismo uso de la paráfrasis que hago de “Fuga de la muerte”, tiene la intención de dialogar con Celan en su mismo lenguaje y decirle, entre otras cosas: mira Celan, la espantosa técnica de los campos de la muerte que tan dolorosamente poetizaste se ha vuelto la triste técnica domesticada de la modernidad que ya no produce dolor, que ha borrado la carne en la virtualidad, como los nazis la borraron en los campos de la muerte. Si no lo logré, como lo piensas tú, pero no el jurado ni otros, es otra cosa que no discutiré porque no me pertenece.
Este hecho, sin embargo, en la época del internet y del hipertexto, en la época de la transición de la página del libro a la página web, no zanja el problema que planteaste mal, pero que a pesar de eso se mantiene vigente.
En la década de los setenta -baso mis ideas en Alain Finkielkraut- los estructuralistas, quizá pensando en lo que Pound y Eliot habían hecho, concibieron la substitución de la obra por lo que ellos llamaron con mayúscula el “Texto”. En este sentido Barthes escribió: “La obra está comprometida en un proceso de filiación: el autor es reputado como Padre y propietario de ella; la ciencia literaria enseña a respetar el manuscrito y las intenciones declaradas del autor; la sociedad postula una legalidad de la relación del autor con su obra”. Es el derecho de autor, reciente, puesto que sólo fue realmente legalizado hasta la Revolución francesa. “El texto -en cambio, prosigue Barthes- puede leerse sin la garantía de su Padre: la restitución del intertexto elimina, paradójicamente, la herencia”.
Me parece que tu crítica a mi libro apuntaba en su fondo a tu desacuerdo con la eliminación de la Paternidad o de las Paternidades en nombre del Texto. Para ti, a diferencia de Barthes, existe el autor, los autores y no el Texto. Yo tampoco -aunque, por la crítica que te dirigí acusándote de “pequeño burgués”, pueda sorprenderte- creo en el Texto. En este sentido me parece que cuando Barthes hacía esta reflexión no se refería -aunque quizá estuvieran en su mente- ni a Pound ni a Eliot ni, en mi caso, al Tríptico… Aunque hay en ellos causas suficientes, pero no necesarias, para la propuesta barthiana (la intertextualidad se mueve en una frontera muy delicada que está entre la noción de autor, nacida con la modernidad y la noción burguesa de propiedad e individuo, y el absurdo parricidio del Texto, nacido de la posmodernidad y de la eliminación del sujeto; es decir, se mueve en la frontera de la Tradición), la propuesta de la intertextualidad es ajena a esa radicalidad donde el autor -como apuntas al decir que yo firmé mi libro como tal- no desaparece pero es responsable implícita o explícitamente de lo que toma de la Tradición y de otros autores. Por el contrario, la noción de Texto se mueve, en un terreno que Barthes no vivió, pero que su reflexión anunciaba, el del internet y el “hipertexto”. En el intertexto a la manera de Pound y de Eliot y -guardando las proporciones- de mi Lectio y de mi Tríptico…, la inscripción de la Tradición y de los padres que permite, a su vez, la existencia de la paternidad del autor, no se borra -de lo contrario no habrían podido verlo ni el jurado ni tú ni nadie-. Por el contrario, en el Texto, que preconiza al hipertexto de la página web, la metáfora de la obra remite a la imagen de un organismo que se volvió red sin sujeto ni sujetos específicos, una cosa que, sin ninguna referencia a la Tradición ni a la paternidad, se extiende por efecto de una mera combinatoria. Mientras -parafraseo a Finkielkraut-, en el mundo de la obra, el autor tiene que rendir cuentas -tú me las has pedido y yo he tenido que darlas-, en el mundo del Texto y del hipertexto el lector juega irresponsablemente. Mientras en la obra el autor es dador de sentido -creo que en mi libro hay un sentido que tú te niegas a ver y a discutir-, en el Texto y el hipertexto no hay un lenguaje que pueda tener dominio sobre otro. Mientras la obra pertenece a la tierra y a un locus, el Texto y el hipertexto pertenecen a una espacialidad. Mientras la obra es consistente, el Texto y el hipertexto son dúctiles. Mientras “la obra se distingue de todo lo que ella no es; el Texto (y aún más el hipertexto) no tiene(n) límite(s) asignable(s); todo es texto y ningún texto puede cerrarse sobre sí mismo”. Mientras “la obra obliga y mantiene al autor bajo el régimen de la duda, el Texto (y el hipertexto) está(n) a disposición de todos y todos pueden jugar a ser autores. Al destituir la verdad en provecho de la pluralidad de códigos, de entradas, de recorridos, de redes, de combinatorias, el Texto [que se hace mayor en el hipertexto] se convierte en la Obra abierta y ofrecida a hombres flotantes, desafiliados”.
Si la intertextualidad en la era de la posmodernidad es, como apuntas bien en lo mejor de tu argumentación, una frontera que corre el riesgo de pasarse del lado no del plagio, sino de algo peor, el del borramiento de la Tradición y sus paternidades, en el mundo del internet, que rápidamente está substituyendo al libro por un nuevo tipo de página que ni siquiera piensa en las citas ni en las referencias ni en los grandes maestros, la intertextualidad, que dialoga con la Tradición, puede romper la frontera, perderse como intertextualidad y volverse verdaderamente peligrosa.
El internet, a diferencia de lo que hace un autor que se ha medido con la Tradición, ofrece, señala Finkielkraut, “un mundo cada vez más flexible y más accesible a un individuo dotado del privilegio de la ingravidez, de la ubicuidad y de la interactividad”. Ahí, y no en mi libro, el usuario, que está ligado a una total y onanista libertad de acceso y elección, tiene “la posibilidad de jugar a su antojo con los datos del texto, del sonido y de la imagen, que [en ese medio] se hallan imbricados”. Con él, la era de la fecunda intertextualidad de la tradición corre el peligro de hacernos entrar en la era de la “desmesura”: la de un ser egoísta y sin responsabilidades que hace lo que quiere, donde quiere y cuando quiere.
Aquí, en estos terrenos es donde la pregunta de tu crítica se vuelve no sólo pertinente, sino que obliga a otras preguntas más: ¿Qué sucederá entonces con lo que resiste y desconcierta, como en Eliot o Pound o, como lo pretendí en mi Tríptico…? “¿Qué sucederá con la exterioridad? ¿Qué sucederá con el no-yo? ¿En qué se convertirá el mundo si el mundo es mi mundo?”
Fellini, a quien Finkielkrault cita, y que al igual que Barthes murió antes de que pudiera pensar el internet, describió muy bien el traspaso del poder del cine a la televisión. “Pienso que el cine ha perdido […] su misterio. [A] esa pantalla gigantesca […] la hemos convertido en una pequeña pantalla […] y nosotros […] control remoto en mano, ejercemos sobre [ella] un poder total, ensañándonos contra lo que nos resulta ajeno o aburrido. En una sala de cine la timidez […] nos obligaba a permanecer en nuestro lugar […] ahora […] apretamos un botón y reducimos al silencio a quien sea […] ¡qué aburrido este Bergman! ¿Quién dijo que Buñuel es un gran director? […] Así nació un espectador tirano, un déspota absoluto […] que día a día está más convencido de que el cineasta es él o, al menos, el que muestra las imágenes que está viendo”.
Esta reflexión sobre el traspaso de los poderes entre el cine y la televisión puede llevarse también al traspaso de los poderes ente la intertextualidad y el internet. El efecto de extrañeza, de apropiación que trae la Tradición reelaborada en el presente de una nueva obra y que mantiene en ella vivos a los maestros de esa Tradición, puede quedar abolido por esas prótesis de la era científica que permiten al usuario castigar la Tradición, vengarse de lo elevado, no mostrándolo, sino verdaderamente borrándolo. “Del cine a la televisión -dice Finkielkrault; de la intertextualidad al Texto y el hipertexto, digo yo- lo que surge es la alienación, la imposibilidad de remitirse a otro. Embriagado de poder, el espectador (y el usuario del internet) se convierte(n) simultáneamente en esclavo(s) de su voluntad […]. Encerrado en su demanda, librado a la satisfacción inmediata de sus deseos […] el hombre del control remoto [y del teclado cibernético] no está condenado a ser libre, está condenado a sí mismo por su fatal libertad”.
Esto se ha vuelto parte de la escuela. Hay entre los ejemplos que pone Finkielkrault para mostrar el horror al que nos encaminamos, uno, que él mismo retoma de otro filósofo, Michel Alberganti. Se refiere a un proyecto llamado “Rimbaud”: “Tres establecimientos participan: los colegios de Courbevoie, Charleville y el Centro Cultural Francés en Yemen. El proyecto debe [concluir en] un DVD sobre la obra del poeta […].
“Un agente pedagógico virtual, bautizado Verlaine, coordina las contribuciones de los alumnos y las intervenciones de los tres profesores […]”
Se realizan investigaciones sobre el recorrido del poeta de Francia a África. “[Se trabaja] en Le dormeur du val [y] los alumnos, que tienen la edad del poeta, intentan escribir nuevas versiones a partir de sus propios sentimientos sobre la muerte violenta de adolescentes”.
Aquí ya no podemos hablar de intertextualidad, sino de un nuevo tipo de texto que borra la Tradición. El alumno internauta ya no es un lector ni un poeta, sino alguien que enchufado a una masa inmensa de datos reúne fragmentos del pasado y los recolecta; no alguien que interioriza a Rimbaud y lo reelabora a partir de su realidad y de su experiencia con ella para iluminarla, sino alguien que juega a crear y reelaborar algo que es pura información. Internet nos hace pasar de la Tradición y del respeto que debemos tenerle a la pura comunicación exuberante y al derecho de ser un autor porque se pueden manipular datos. “El internet [disuelve] toda sacralidad, toda alteridad, toda trascendencia en la información y en la interacción”.
Se trata de dos mundos distintos: la obra y el Texto o, mejor, para llegar a lo que Barthes preconizó, el hipertexto.
Me parece Evodio, que éste es el verdadero meollo de tu pregunta. Mi libro -independientemente de que te parezca lleno de resistol y tijeretazos; me gustaría que lo explicitaras mejor, mostrando dónde mi visión metafísica, que tiene como punto de referencia la encarnación, la carne como manifestación de lo invisible en el tiempo, no funciona en relación con los autores con los que intento dialogar- lo plantea porque se mueve en la frontera de la intertextualidad, esa frontera de la Tradición que, repito, está entre la noción de autor, nacida con la noción burguesa de la propiedad y del individuo, y el tiránico parricidio del internet, que nació con la idea bartheana del Texto, el borramiento del sujeto y el desarrollo de los sistemas donde el hombre se ha vuelto una parte de las interconexiones. Ciertamente hay de qué temer con el abuso de la intertextualidad, y es bueno que lo hayas planteado. Pero también hay que temer el no arriesgarse y, como recientemente lo señaló Georges Didi-Huberman, quedarse “en el conformismo que la pone en peligro [la Tradición]. Inocentemente las vanguardias creen que podemos olvidarlo todo (y digo vanguardias, no artistas de vanguardia, porque Malevich no olvidó jamás los iconos ni Picasso al Greco). La otra inocencia es la de los que creen que la memoria consiste en conservar el pasado. Unos creen que pueden matar la memoria y otros hacer de ella un tesoro”. Yo quiero permanecer en la Tradición.
Lamento que mi libro te haya disgustado tanto, lamento que me hayas acusado de plagio y me consideres, a pesar del amor y de los años consagrados al oficio, un párvulo en poesía; lamento también, una vez más, los insultos que te dirigí. Celebro, en cambio, el que hayas planteado esta cuestión de los límites del intertexto que nos ha hecho pensar tanto.
Sin rencor alguno, con el cariño y la admiración que siempre te tengo, te mando un fraternal abrazo. Hay una frase que Wilde escribió en la cárcel, que Borges retomó en un poema, y que nunca ha dejado de trabajarme: “El perdón que borra el pasado”. Yo ya lo he hecho con aquello que me dolió de ti; espero que tú también lo hagas para salvar lo que al final de cuentas es lo único que quedará y que es la profundidad de donde mana la poesía: el amor.
Paz, Fuerza y Gozo
Javier Sicilia