Foja de Poesía No. 047: Ricardo Muñoz Munguía

Ricardo Muñoz Munguía

Ricardo Muñoz Munguía (Ciudad de Chignahuapan, Puebla, 1970) es autor del libro compartido Aire corredor (Serie El Ala del tigre, UNAM) y ha participado en las antologías Bestiario Inmediato (Ediciones Coyoacán) y Vuelta a la casa en 75 poemas (Editorial Planeta), entre otras. Actualmente es columnista y coordinador de redacción en el suplemento La Cultura en México, de la revista Siempre!

Los poemas anexos pertenecen al libro Amanterio, editado por la Universidad Autónoma Metropolitana-Xochimilco.

El vuelo de tus manos,
mariposas nocturnales en su imperio,
son puertas que abren camino al polvo
lentamente esparcido por otras manos,
las que hurgan en la textura dócil de mis cicatrices;
veo clavarse cada uña en cada borde
hasta descarnarlas hasta recordarles el baile
alrededor de los hilos del viento,
ahora son fuertes hachazos
en medio del corazón del árbol.
Mariposa herida,
eterna injusta de lacerante acento
regresas a mis llagas,
pozo donde alivias la sed
con esta sangre,
mi
s
a
n
g
r
e

En negro y frío cristal
se reflejan ojos que insisten apagar
con lágrimas y sudores
las brasas de tu cadáver
pero sólo la lujuria incandescente
gotea por entre el vidrio
hacia tu cuerpo sediento.
El tumulto de miradas
empolvaron tus prendas
y la muerte tu figura.
La tierra, la lluvia,
el mármol y el deseo
caen en toneladas sobre tus
huesos.

En medio del firmamento
continuas erguida y sospechosa
aunque también de ahí desapareciste.

Tu cuerpo es una vela pálida
que sostiene un baile socarrón,
fuego de dos tintas
atado al hilo de mi añoranza.
El sudor te consume
-sangre muerta
en el hervor de pasiones-
sobre el candelero destendido.
Se iluminan miradas de perversión
en la cada vez más roja flama
sobre el cada vez menos color del cuerpo.
La parafina de esta voz
despide sus últimas gotas
que caen en cascadas
sobre otras velas petrificadas.

Mi cuerpo puntualmente
desciende en espiral
al fondo de la tortura fiel.
Lo quema el sabor del hambre,
clavos apuntalándose
en paredes del estómago;
la pus sacia al sediento que soy
con su enorme balde
hasta ahogar el clamor;
el deseo diorama se disuelve
en una porción de fórmula tímida,
delirio entre venas
hacia la cima del viento.

El sedante nocturnal
desprende los frutos
que cuelgan del sueño;
ella, sin nombre, y yo, sin ella,
somos eso mismo,
las frutas desprendidas
en una noche, en una vida,
alimentadas con dosis miserables
de placer y venenos,
ácido escurriéndose
de los espejos a los
pies.

La gran necedad -necesidad-
por continuarse en límites de la carne
se paga con sobreprecio
pero al fin el valor se vuelve minúsculo
porque bien se cobra: mantenerse
en la gravedad del cuerpo
para tocar otros cuerpos.

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