EDUARDO HUCHÍN SOSA (Campeche, 1979) es músico de rock, poeta, narrador y ensayista. Es autor del volumen de ensayos ¿Escribes o trabajas? (Tierra Adentro, 2004) y ha aparecido en algunos libros colectivos, el más reciente Contra México Lindo (Tumbona, 2008). Mantiene el blog Tediósfera.
Los libros son finalmente objetos hermosos (a menos que los edite Quinto Sol) y pensamos en ellos con un gesto de seriedad y espanto, como si aún estuvieran cobrando la vida de centenas de copistas. Pero la literatura es una polizón por naturaleza, ha viajado en tablillas, papiros, opúsculos, ediciones Penguin, lo mismo que bolsas de cuero, maletas, vagones, sobres Multipack o kbytes del correo electrónico. Es algo que acontece de repente en alguna sección del periódico o a mitad de una presentación. En horas de trabajo y en madrugadas de compensación, incluso en los últimos minutos de una clase -vaya extravagancia- sobre literatura. Nadie sabe en dónde aparecerá ni en qué lugares intentaremos de nuevo la feliz coincidencia (como esas chicas misteriosas que van dejando pistas a lo largo de nuestra vida y salen al paso cuando buscábamos otra cosa, digamos, la bibliografía de la tesis).
Lo contundente de una biblioteca es que nos hace sentirnos culpables. No es lo mismo tener veinte kilos de periódico sin leer (sucede todo el tiempo) que una centena de libros intactos en casa. Es más sencillo apretar el botón de borrar en el correo electrónico que deshacernos de diez ejemplares regalados por los amigos. Los libros siguen siendo sagrados; algo en su encuadernación nos hacen ponerlos del lado de la cultura.
A veces un libro es como esos discos que se van componiendo a golpe de giras, de tocar en foros insalubres, con un público que nos insulta a la menor oportunidad y que la mayor parte del tiempo está drogado. Esa escritura de hoyo funky nos educa para la supervivencia, pero no reditúa en prestigio, pues el prestigio -ese muro edificado a base de reseñas que nos separa del resto de los contemporáneos- está destinado para aquellos que pasan encerrados ocho meses en un estudio creando una obra maestra (todos sueñan con esconderse por tres años y luego salir a la superficie con The dark side of the moon bajo el brazo).
Hablamos de ciertos borradores como si del esbozo de un robo se tratara: cualquier pista, cualquier palabra dicha por error puede tirar todo por la borda. Un plan perfecto cuyo cumplimiento se sustenta en la discreción, pero también en las convocatorias de los premios. Una novela es esa otra vida que mantenemos en secreto hasta que decidimos ser nosotros mismos los paparazzis de nuestro genio.
Los otros, los que no sacamos libros, parecemos menos escritores. Los diaristas, los que no nos vamos con cautela, ni pensamos que infringimos las bases de la beca al dejar rastros por todos lados. Escribimos aquí y allá, y nunca nos atenemos al arte de la contención porque posteamos a la menor oportunidad. Publicamos pero no tenemos bibliografía. Nuestro currículo es un compendio de direcciones de Internet.
Nadie nos agradece que no publiquemos. Nadie nos dice: hey, tú, gracias por no regalarme otro de esos libros que no voy a leer. Gracias por no despilfarrar el presupuesto oficial en una de esas ediciones apresuradas, de letra pequeña y al menos tres logotipos horrorosos en la cuarta de forros.
Nadie agradece que no lo convirtamos en nuestro distribuidor, en nuestro reseñista. Que no le asentemos un compromiso más, otro fastidioso volumen al inventario. Libros dedicados, libros enviados por correo. Libros de regalo y libros para repartir. Nada tan afortunado como que la biblioteca te llene de amigos y no al revés.
Escribir sin publicar. Una actividad clandestina que no pocos están dispuestos a ejercer. Cada semana me aborda alguien para preguntarme por el próximo libro. Ni siquiera el que estoy escribiendo ahora sino el que en estos momentos está en la mesa de un dictaminador, en la sala de espera de un concurso. Cuando las conversaciones pasan de los libros ajenos a los propios es hora de tomar las cosas y marcharse. Evita hablar de un libro tuyo si no se encuentra al menos en manos de un corrector de pruebas.
La bibliografía propia. El respeto por haber escrito algo caduca a los cinco años. Después, tu libro de 2004 empieza a ser menos un placer y más una suerte de reproche.