Carlos Ramírez Vuelvas (Colima, 1981) dialoga con las ideas del sociólogo francés Pierre Bourdieu sobre el modo en que se teje el campo literario. Notas que aportan interesantes reflexiones sobre lo que sucede en la literatura mexicana.
Carlos Ramírez Vuelvas nació en Colima en 1981. Egresado de la licenciatura en Letras y Periodismo de la Universidad de Colima y la maestría en Letras Mexicanas de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM). Ha publicado el cuaderno de poesía Calíope (SCC, 2001) y los libros Brazo de sol (SCC, 2002), con el cual mereció el Premio Estatal de Poesía, Cuadernos de la lengua y el viento (en coautoría con Avelino Gómez Guzmán) (2007) y El poeta ebrio y otras tormentas de verano (2007). En el 2002 recibió el Premio Estatal de Poesía y un año después la mención honorífica del 35 Concurso Nacional de Poesía Punto de Partida. Además ha sido distinguido con el Premio Estatal de la Juventud 2003 y la beca del Fondo Estatal para la Cultura y las Artes (1999-2000).
El campo cultural literario existe principalmente como categoría histórica, en términos de que es utilizado como objeto de estudio, por lo tanto podría limitarse al glosario de las academias de sociología y de literatura. Sin embargo, también es una condición en la dinámica de producción del capital de las actividades estéticas, porque la nomenclatura podría cambiar pero no la conducta que confiere su existencia real.
Comienza y termina con un doble acto de lectura: es la principal fuente de producción de capital, siempre y cuando se entienda a la lectura como la capacidad de interpretar el sentido de los signos de la vida diaria. Así, se produce una lectura meditabunda, que se comporta de manera paciente; y otra creativa, que incluye la socialización negociada de una expresión.
El campo cultural literario será una categoría y una condición, cada vez que la administración política del poder construya las fases de producción de las expresiones artísticas. Es una dicotomía resbaladiza, seductora y un cliché: estar afuera o estar adentro y el que se mueve no sale en la foto.
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Sin pensar en paternidades, el que se hayan definido los conceptos de la tradición y la ruptura, además del mecanismo, ora complejo, ora práctico, a través del que operan, demuestra la vinculación entre la sociedad y la literatura. ¿Una sociedad literaria?, tal vez. Es obvio que esta relación se estudió en la literatura desde finales de la Edad Media hasta principios del siglo XX, cuando comenzaron a predominar los estudios sobre el discurso, pero ahora se sabe que, en buena medida, el cambio de generaciones soporta nuevas expresiones poéticas.
Por más que se diga lo contrario, habrá jóvenes escribiendo poesía por un buen rato. También es sorprendente, pero no es menos real como el hecho de que disminuyen sus posibles lectores. A pesar de todo, conviene visitar alguno de los sitios electrónicos dispuestos a publicar el más reciente poema de un autor desconocido hasta para los integrantes de su casa.
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El capital cultural literario se afinca lentamente siguiendo un formulario: una publicación, un encuentro y un premio. Esta clase de aura artificial se contrapone con la idealizada por Walter Benjamín, que explicaba una esencia irreproductible e indeterminada en cada obra estética. La distancia entre la definición de aura social y otra concepción de aura estética, es la utopía de trascendencia.
Más diferencias. El aura social, que se entiende como prestigio, es plenamente heredable, lo que le permite una trascendencia contigua, unida al flujo generacional al que hereda una primera inversión de capital cultural. La segunda se dispersa en el ambiente, se integra con dificultad a las vanguardias burguesas, para ver, con tristeza, cómo se convierte en monumento.
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Como categoría de estudio de las historiografías literarias, el campo cultural literario ofrece riquezas inigualables, al participar de todo un sistema de interpretación de la obra literaria vista en los márgenes de la escritura. Pensemos que el centro medular de esa interpretación es, en efecto, la obra de arte literaria. Antes de ella, la sostienen los paratextos y las biografías; encima de ella se levantan las ediciones, los agentes literarios y los lectores. Esos accidentes que circundan a la publicación, y que determinan así su recepción.
Debido a que una sola obra de arte literaria forma su propio campo literario, la suma de las obras plantea una lectura aún más compleja: 1) bibliografía del autor; 2) biografía del autor; 3) generaciones; 4) genealogías intelectuales; y, 5) campo cultural. Esta microhistoria de la literatura al mismo tiempo plantea una nueva categoría de estudio de la historia literaria: el periodo, la máxima extensión de la captura de los instantes.
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La mayoría de los concursos de poesía en México se deliberan entre las 30 y las 80 páginas. ¿No existen libros más o menos extensos? Claro, siempre existe la posibilidad de publicarse su propio libro de 120 páginas, pero ¿por qué nos quieren bajar del barco si ya pagamos nuestro boleto?, dice Pablo Neruda. Lo más grave que puede sucederle a la poesía es que se institucionalice, que deba incorporar sus búsquedas a los formatos necesarios de los monumentos de las instituciones.
Se dirá que por eso la poesía en su pecado lleva la penitencia. Los poetas han sido los intelectuales más coquetones con el poder, y por supuesto que han sido los primeros en ceder a las bajas pasiones de la República. Ya Platón decía lo que decía. También lamento que predomine un solo ritmo en las estructuras poéticas, y hasta un solo esquema gráfico. Tres versos alineados en 14 sílabas, más o menos, son una estrofa; le sumas otra estrofa de dos versos, de unas siete sílabas; y rematas con una última estrofa de tres o cuatro y listo: un poema de lo más nuevo en México.
Aunque ese es el dominio del campo cultural mexicano, no es el único. No puede haberlo: como dijo Dios cruzándose de piernas, veo que he hecho demasiado poetas pero muy poca poesía, sentencia Bukowski. Pero no importa, hoy sólo estamos seguros de que la poesía cabalga con pocos dueños.
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Sin duda, el sociólogo francés Pierre Bourdieu ha labrado su propia bibliografía para definir el campo cultural. En el principio de su trayectoria como investigador realizó aportes generales a la Teoría de los Capitales, donde incluyó al capital simbólico-educativo o cultural. Luego, su artículo “Los tres estados del capital cultural”, una noción que habría comenzado a pulimentar desde la década de los setenta. En 1979, una nueva baldosa: La distinción. Criterio y bases sociales del gusto, una extenuante estadística con miras etnográficas, para descubrir los porqués y los cómos nos gusta lo que nos gusta. Finalmente Las reglas del arte: génesis y estructura de la obra de arte literaria (1992), donde utilizó al campo cultural incluso como categoría y herramienta para la interpretación estética del discurso de las obras literarias, tal como la isotopía lo es para la semiótica, o el horizonte cultural para la hermenéutica.
Sin embargo, es en Cosas dichas, un libro sencillo (retazos de artículos y suma de entrevistas) donde, pienso, Bourdieu ofrece su versión más práctica del campo cultural literario: “Campo de producción cultural es ese mundo social absolutamente concreto que evocaba la vieja noción de república de las letras. Pero es necesario no quedarse en lo que no es sino una imagen cómoda. Y si se pueden observar toda suerte de homologías estructurales y funcionales entre el campo social en su conjunto, o el campo político, y el campo literario que, como ellos, tiene sus dominantes y sus dominados, sus conservadores y su vanguardia, sus luchas subversivas y sus mecanismos de reproducción, en todo caso cada uno de esos fenómenos reviste en su seno una forma completamente específica (…). Hablar de homología entre el campo político y el campo literario es afirmar la existencia de rasgos estructuralmente equivalentes –lo que no quiere decir idénticos– en conjuntos diferentes”.
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Releo el artículo “Del saber compartido en la ciudad indiferente. De grupos y ateneos en el siglo XIX”, de Carlos Monsiváis, incluido en La república de las letras: asomos de la cultura escrita, de Belem Clark de Lara y Elisa Speckman Guerra. Un posible resumen: la fundación de la literatura mexicana se cimentó en la monserga sacerdotal de los monasterios y los claustros, para el servicio de las buenas costumbres, hasta suplir la figura del sacerdote por la del vate; de la ética de la élite por la vocación scholar del intelectual, conservando una personalidad religiosa.
A su manera, persiste el sistema de “jerarquías y creencias” que configura a la ciudad letrada, como la geografía de un organismo con fisonomía “restrictiva y drásticamente urbana”, que intenta contribuir, desde esta trinchera, a la formación de ciudadanos urbanos, capaces de reflexionar sobre las condiciones políticas en las que algunos viven y otros sobreviven. Vista así, la historiografía literaria es la hagiografía simbólica de la cultura mexicana. Lo más triste es la jerigonza; lo peor, el control del gusto estético con miras a dominar nuestra sensibilidad.
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Primero hay un sujeto productor simbólico. Sus expresiones sólo tienen sentido al significar algo para alguien, es decir, cuando son capaces de producir signos. Es un sujeto productor de signos. Para que su producción realmente adquiera un valor social, es necesario que sea capaz de configurar su propio capital. Su primer paso a esa validez es la acumulación de una herencia significativa, que le permita formarse su habitus. Desde ese habitus debe aspirar a ocupar el puesto, el puesto de escritor, claro, determinado por el sujeto dominante dentro del campo cultural.
Ese orden jerárquico eclosiona los límites internos de la dinámica del campo cultural: un aspirante con un capital cultural apenas significativo y su relación con el sujeto que ocupa y delibera las condiciones del puesto de escritor. La lucha no cesará hasta que en el cambio de periodos y generaciones, el aspirante domine el campo cultural desde su propio puesto de escritor. Para ello deberá allegarse de todos los recursos ya determinados por el habitus dominante: sus editoriales, sus medios, sus públicos.
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La actitud de acentuar en el determinismo estético, la gran cruzada de las vanguardias modernas, ha permitido la maleabilidad del campo cultural literario. El problema no ha sido el discurso metapoético, sino el perfomance metapoético del artista. De esa manera, para el capital político ha sido más fácil aprehender las vanguardias culturales, incorporarlas a la clase burguesa y, finalmente, institucionalizarlas.
Cuando la literatura estaba afianzada, porque empataba su discurso, con el devenir histórico social, desde la legislación, la ética o la educación, por inmanencia también le era dado un discurso interactivo ipso ipso cn sus lectores. El texto sólo podía existir en la medida que se relacionaba con las masas sociales, a las que definitivamente debía pertenecer.
Pero la aparición de una sociedad literaria ha permitido que el campo literario se deslinde de la gran masa social para ensimismarse en sus propios discursos. Así tampoco afecta al poder, quien puede captar un solo cuerpo social homogéneo, repartirle becas, premios, estímulos y bienestar clasemediero.
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La institucionalización de los sentidos. Si es posible determinar el gusto estético, encasillarlo en un comportamiento sociológico y dirigir sus medios de producción, la fisura con los vínculos tradicionales se manifiesta en crisis, una clausura con la sociedad, con la tradición y con las expectativas de la vanguardia.
En fin, un dominio absoluto de un solo centro de poder, capaz de generar emociones y, prácticamente, a través de una cibernética de las sensaciones, uniformarlas para determinar cuándo es conveniente reír o llorar. Lo contrario, de cualquier forma, establecería que las expresiones artísticas pueden ser moldeadas para crear artefactos que superen los sentidos y las sensaciones humanas.
Varias hipótesis ingenuas: tal vez demasiada cercanía con el poder dominante; tal vez un exacerbado, y hasta violento, arte ensimismado y purista; tal vez un verdadero finiquito a las utopías artísticas tradicionales; tal vez un cambio de valores, en el que dominio de los valores económicos han censurado las expresiones estéticas…
Desde esta parte de la humanidad, prefiero pensar que cuando voy al cine, lloro por mi propia condición humana reflejada en el vértigo del nitrato de plata. Que si todavía me da un gusto tremendo ver a un niño que comienza a correr, a pesar del inminente tropezón, es porque puedo establecer una analogía con la anotación de un futbolista, cinco minutos antes de que termine el partido. Que los pasos brillantes de la luna en mi ventana, son muestras de que hay algo más en los días que pasan.