La prosa de Guadalajara no existe

Jorge Esquinca

1. Agua de origen y ceniza

En 1988, Jorge Esquinca publicó Alianza de los reinos en la colección Letras Mexicanas del Fondo de Cultura Económica, un poemario que posiblemente haya inaugurado una manera de escribir poesía en México. Se trataba de una propuesta que apelaba al tono solemne propio del verso de largo aliento y coqueteaba con una prosa pulidísima y elegante. Esta búsqueda, que continuaría en El cardo en la voz (Premio de Poesía Aguascalientes 1990), alcanzó momentos de gran brillo, uno de ellos en el poema “Parvadas”. Su fragmento IV, maravilloso ejemplo, dice:

Una temeraria avidez circula por la sangre de estas aves agoreras.
Una secreta sabiduría alimenta la sonrisa de la muchacha que amo.
Y el verano se ofrece pródigo, como su cuerpo, al alcance de la mano…
¡Y es el verano quien aclara en sus ojos el agua pura donde las aves acuden
deslumbradas!
Y mi muchacha se abre como el mar abierto del verano, y recoge en su seno la
única palabra que rompería el encanto.
¡Pues el cuerpo de mi muchacha es más cierto que el día!
Y mi deleite es mirarla chupar una naranja en los huertos vecinos de la infancia,
Y es también el aroma de su axila, la liviandad de sus pechos diminutos, el tono
más terso de su voz cuando dice la palabra…
Muy alta es mi muchacha bajo el árbol profundo del verano.
Y sólo el hombre con alma de extranjero sabrá de las más tibias provincias de
su reino.

Otro momento de esta prosa en que se ensaya la exquisitez, quizá con menos intensidad pero con gran cuidado formal, aparece en el poema “Dintel”:

Entre la paciencia de la piedra y el silbo cortante del mistral. Entre la zarza -enjambre de voces- y el pozo de la sombra en el espacio. Entre el deseo que permanece -relámpago en un bosque de espejos- y la red vacía del pescador sin amparo. Entre esto que miras aparecer mientras tú desapareces. Entre la noche del cardumen constelado y el día que planta sus árboles a la vera del tiempo.
¿La parábola o el emblema? ¿El vértigo o la imagen?
Semillas para el fiel de la balanza.

¿Atractivo? Sin duda. Pero ¿qué tiene esta poesía? ¿Cuál es su encanto? ¿De dónde viene? ¿De dónde deriva? En noviembre de 2008, Esquinca sostuvo una conversación con Víctor Ortiz Partida. La crónica del evento da cuenta de la formación literaria del poeta:

Con los años, la academia le permitió acercarse a la literatura francesa. Entre sus principales influencias mencionó a Rimbaud y a los escritores jaliscienses más destacados a escala internacional, como Juan Rulfo, Juan José Arreola y Elías Nandino, de quienes explicó: “es interesante identificar que cada uno descubrió un manantial cautivador para extraer relatos y generar poemas y otros textos que siguen dejando huella”. A partir de ese comentario, aprovechó para precisar que todo buen autor es fruto de la influencia de las corrientes literarias que le es posible conocer.

Dado lo anterior ¿será posible emparentar el trabajo de Esquinca con la delicadeza de expresión y la composición musical de la poesía francesa del siglo XIX? Pareciera que sí. ¿Se tratará, en cierto sentido, de una reinterpretación del artificio modernista? Otra pregunta: ¿esta prosa de escritores jalicienses será modelo de mesura, precisión y cadencia, de elegancia y tono culto (Arreola) en el autor de Vena cava? Posiblemente.

Este tono, además, no pocas veces encontró en la prosa un efectivo artificio estético. No por nada dice Esquinca, en entrevista con el poeta Víctor Cabrera, de Periódico de Poesía: “me he sentido cómodo por un largo rato trabajando con el poema en prosa, que es una de las formas que puede adquirir la poesía y que me ha servido particularmente, que me ha resultado natural, hasta cierto punto, para darle vida a algunos temas y algunos motivos que me interesaba manifestar dentro de la poesía”.

Sobre su estilo, por ejemplo, Ernesto Lumbreras ha escrito que “Desde su andamiaje formal, el verso libre y el poema en prosa, la poesía de Jorge Esquinca se presenta como uno de los ejercicios plásticos más depurados y sugestivos de la poesía mexicana reciente”. Sobre su Islas de las manos reunidas se dice que “la poesía de este autor resulta un lujo verbal necesario ante tanta indigencia discursiva”.

En términos estructurales podría decirse que, efectivamente, esta poesía gana la literariedad en el terreno de la autorreflexividad, es decir, en la capacidad de los poemas de atraer por su propia forma, gracias a su estructura. Esta preocupación extrema por la forma de la expresión se caracteriza por la intencionalidad estética de construir un tejido lingüístico delicado, según el canon de la tradición lírica. Esa intencionalidad se advierte en la manipulación del signo para elaborar un discurso uniforme que enfatiza o resalta ciertas posibilidades expresivas de las palabras como una textura suave y una leve densidad.

2. La historia siempre se repite dos veces, la primera como tragedia y la segunda…

Siguiendo quizá la lección de Esquinca, en 1992, Ernesto Lumbreras ganó el Premio de Poesía Aguascalientes por el poemario Espuela para demorar el viaje. Un libro que también exploraba las posibilidades del poema en prosa y que entregó fragmentos afortunados. Pienso en aquel poema dedicado a Ignacio Trejo, quizá el mejor del volumen, “Ocio de barbero durante la guerra”:

Tronó la girándula de su caramelo con los enlistados besando a las novias. Hizo arder las brujas blancas del tapiz de sus eyaculaciones. Entregó a las carmelitas la música de su navaja, prolongándose en la numerología de los espejos.

Silba con delantal la caballería de Rossini removiendo la espuma de un mar muerto. Pone brea al sillón volantín, escrupuloso en el arte de las mortificaciones, tras las noticias del frente.

Acabará la balacera un día soleado, piensa con la aritmética de barbas en remojo, pusilánime tras el turno de esmeril de sus tijeras. Melancólico por las bajas del equipal de sus prórrogas, vuelve a la carga con su mantel de seda, cubriendo una parte de cielo.

O este otro poema, donde se advierte, también, cierta proximidad con el estilo de Esquinca: preocupación extrema por la forma, construcción de un discurso elegante y preciosista, lujo verbal expresado por una alta competencia léxica, en pocas palabras, encarecimiento de la expresión y la búsqueda de la sublimitas latina.

Lo anterior provocará burla en los bribones. No me importa. El cielo es un sauce desbordado. Contiene en sus ramas, además de la oropéndola, un relámpago en reposo. Otra cosa es su reunión de violonchelos. Graves como piedra de arroyo. Tibios como una verdad.

Ríanse vagos de esquina. No debe importarme. Buscando mi alma entre las llaves de San Pedro me encontré un chorro de agua. Ahora sin dilación de pluma puedo decirlo. El cielo es un sauce desbordado. Todo su follaje es una oración.

O el siguiente verso (sin atender al ripio seguramente inofensivo), que ilustra la consistencia y el tono del estilo que describimos:

Atravieso el umbral de la vigilia; en mi sueño prosigue la lluvia de oro lloviendo sin cesar su epifanía.

Conforme avanzaron los años noventa del siglo pasado, más y más autores se adscribieron a esta poética. ¿Por moda? ¿Por conveniencia? ¿Por convicción? Quién sabe. Lo cierto es que se ensayó tanto este estilo que llegó a ser plenamente reconocible, toda una tendencia. No por nada, en una de las primeras alusiones en torno al asunto, el poeta Francisco Alcaraz, al comentar la poesía de Jesús Ramón Ibarra en el número 23/24 de la revista Literal, escribió:

Su prosa poética es sumamente elaborada y su lenguaje decantado, pero en ciertos momentos se acerca peligrosamente a aquella poesía practicada sobre todo por los poetas de Guadalajara a finales de los ochenta y principios de los noventas, que fue recibida con entusiasmo por los poetas jóvenes de aquellos días que la volvieron recargada en la forma y ligera en el contenido.

Mario Bojórquez, por su parte, define esta “poética” y le asigna, incluso, un nombre genérico: “Prosa de Guadalajara”:

“La prosa de Guadalajara” que recupera con fortuna el aporte de tres autores fundamentales de la narrativa nacional: Agustín Yáñez, Juan Rulfo y Juan José Arreola, con vínculos concretos hacia ciertas maneras francesas de expresión posteriores a las vanguardias, como el poema objeto, y que en su vertiente más pura refiere a la tradición oriental de la poesía tan cara a Paz y sus seguidores.

A partir de lo anterior, “la prosa de Guadalajara” es un estilo, una manera de articular el discurso (no siempre en prosa), un lugar de enunciación; no sería arriesgado, creo, sugerir que también se vuelve una posición política. Esto desde dos puntos de vista: relación estrecha con el aparato cultural y adscripción a una lógica de prestigio.

Valiosos autores de nuestro presente poético, más allá, por supuesto, de la cuestión geográfica, han escrito, conscientemente o no, prosa de Guadalajara. Recuerdo ahora a Víctor Ortiz Partida:

El reino de la perdiz se funda en el parpadeo, dice la reina mientras gira el rubí de su anillo.

Su bosque interior se incendia por los cuatro costados.

Tratan de huir sus bestias favoritas.

El rubí que gira es el resumen del incendio.

A Fernando Cornejo Altúzar:

Con la flor en el ojo. Y los goznes, dulces de vino. Con los brazos y piernas (alguien que no conoces) mineralmente cortados. Orgullosa: llena de cieno la boca. Bajo las ramas de su sangre los puentes cruzan aguas de crines heladas, con la copa tejida rebasada en lumbre. Que el amor no es una cuenta de nombres. Que no es encontrarte en la música ignorada del rosario. Que no es reposo de tu cauce ni es ternura. Que no es esto.

A Rubén Chávez Ruiz Esparza:

Se pronuncia roquedal, archipiélago a propósito del abismo. Con el pavor sagrado del que canta sobre un muro y decantada con su nombre una lápida contesta.
Como se incuba el corazón en el fondo de una cisterna que demasiado tarde cambia su multitud a escalinata.
Es el túnel de los ahogados, el ruego sordo del propósito, la torre invertida.
Escucha al nuncio de la roca: es un ceceo donde el eco ya no existe.

A Sergio Briceño:

Osamenta de tiburón para cardar el cabello de la Reina. Mango de marfil para sus dedos tenues y una espiga erizada por la aguja y la flecha para obligar a la belleza: flor acuática que la humedad crispó.

A Mónica Nepote:

El viajero vislumbra la isla desde las alturas. Dibuja con la punta de su dedo la primera insinuación del litoral. Al tocar la grava estará dispuesto a olvidar la bravía del sol -vaga cicatriz bicolor en las espaldas. El cuerpo del viajero sabe que sus pasos lo conducen a la transfiguración: al blanco de la gota, indicio de lluvia que enturbiará el reflejo del azogue. El verde rostro de la isla lo golpea. Los ojos azorados notan cómo la bruma borra las huellas en la arena. El viajero entona un canto melancólico bajo el torrente (el musgo ceñirá su garganta). La silueta del viajero será un leve contorno en la muralla.

A Hernán Bravo Varela:

El bosque llega a mí con un bosque de ladrones. Desde el número quemado de los plátanos, me piden que abandone el territorio, la música que sostiene nidos, comadrejas y cantos lindados.
Sobre la magnolia, entre capullos de honda apertura, Viola teje palabras entre extraños, corcel de breve despedida.
Los pícaros le llaman “la sinforosa”, pero ella es más que esa altitud de lirios en la frescura de mis hombros. Entre humaredas y carne extendida por las ramas del bosque, monta a Capperi en la niebla de la tarde.

A Felipe Vázquez, en un texto que me parece muy valioso por su delicadeza:

Arde el naranjo donde el verbo arder no significa. La serpiente se anilla en tu silencio, me recluye Dios en su oquedad sombría. Sé árbol cuyo fruto diga río, navega un muerto al filo de la savia. Cae al fondo de su aroma la naranja y aun el barro canta desde el ser vacío. Un sol de qué nos ilumina, sube al cielo y tira la escalera. Di a naranja sabe la naranja, el agua es agua en el cántaro del verso.

A Jesús Ramón Ibarra:

No anima al pecho la dulce ingravidez del venablo. Prefiere la briosa lluvia y su trenza de niña colmando la fuente. Prefiere el tatuaje de la rosa al dardo súbito que arremete la lisura y penetra el tambor, su pulso serenísimo de estanque.

Todo venablo es infiel, piensa la muchacha mientras toca el nombre del otro, grabado en la fronda de un corazón que crece encima de un mar que tiembla.

A Luis Vicente de Aguinaga, en el siguiente fragmento:

La sombra es un légamo de aire.
Las nubes cobijan el acecho del fuego, con carbones
traslúcidos
islas que alimentan conspiraciones rituales.
Oigo que las nubes guardan la bondad de las hierbas.
Mentira: la nube es una pantera hecha relámpago.
Se aprieta el cielo como el campo de batalla ante un avance
de yeguas progresivas, se acorta la distancia entre el ave
y la irrupción de celdas como vidrios, se agota la vigilia,
estalla el día: son las nubes
tocándose ya con su reflejo.

A Jorge Fernández Granados, que habría de escribir su mejor poesía (una de las más sobresalientes en los últimos veinte años) en otros registros:

¿Puede hallar la flecha quemada en el relámpago su centro?
En la noche de los cierzos los ojos del Arquero buscan
(insectos de vidrio desbocado) la huella del lucero.
La mirada malabar se aquieta cuando la sombra oculta
la quimera silenciosa del blanco en las astucias quieto.
Oscuridad cerrada al disparo de su cuerda, a la punta
en llamas del conjuro, porque su corazón ya es un árbol:
arteria del aire, pastor de vientos, señor de venablos.

Según creo, los diez poemas presentados (a pesar de sus obvias diferencias) muestran cierto parecido, no temático -claro- sino formal. Eminentemente formal. En todos encuentro un tono semejante, una intencionalidad que los vincula, una particular voluntad de exquisitez. Un autor no escribe su obra en un solo registro (¡evidentemente!) sino que ensaya distintas posibilidades expresivas. Cuando se advierte que distintos autores construyen sus poemas de manera similar (aparición de regularidades estilísticas que alcanzan la calidad de patrón, una estrategia textual que se repite en la selección y la combinación de las palabras) me parece que es posible realizar una abstracción y comenzar a hablar de una tendencia, de un estilo. En este caso, la prosa de Guadalajara.

Es posible que este boom estilístico se haya identificado en algún momento con las ideas de Eduardo Milán, en boga durante los años noventa. El crítico uruguayo cree en una poesía que se aleja del ámbito anecdótico (En Resistir. Insistencias sobre el presente poético, de 1994: “La poesía actual es el imperio de la anécdota, el imperio de la confesión que trata de convertir al lector en un sacerdote de domingo”). Ponderaba, por ello, (sin considerar, quizá, la ley de la isomorfía, tan cara a los textos poéticos) una estética del riesgo. Escribía: “El riesgo del poema no consiste en la profundización del pantano autobiográfico. El riesgo del poema es, y será hasta nuevo aviso, formal. Y es en el mejor tratamiento de la forma poética desde donde puede surgir un criterio de novedad”. Algunos creyeron entonces, con Milán, que “la poesía actual es un péndulo que oscila entre la búsqueda de una antiforma (eco inequívoco de la estética barroca) y el retorno al canon y a la preceptiva de la estética clásica”. Si este afiligranado estilo sigue de algún modo a Milán, como sospecho que lo hace, se vislumbra, entonces, tenue, pálida pero consistente la emergencia de una ironía: la tersa prosa de Guadalajara se impone la costosa penitencia de buscar esa “antiforma”.

Los experimentos más osados, las apuestas de mayor riesgo, dicen, sufren grandes fracasos. En el caso de la prosa de Guadalajara ni lo uno ni lo otro. La muy valiosa exploración de Esquinca se estandarizó y se convirtió en una fórmula, en un “lugar estético seguro”. No se cumplía el criterio de imprevisibilidad caro a TODO texto de intencionalidad estética. Se tropezó, en cambio, con aquello que vaticinó Milán: “La poesía de la antiforma corre siempre paralela al peligro del silencio por el límite que significa la condena del poeta a la invención permanente, es el intento constante de ir más allá“. Aquí silencio podría significar: ingravidez en el plano del contenido… que el poema suene bonito, atraiga en el mejor de los casos por su forma, pero esté hueco de sentido, vacío.

Por supuesto, estos vicios no pasaron inadvertidos en la cultura. En algún poema, por ejemplo, Mario Bojórquez escribió:

La poesía por fin ha dejado de ser lo que escribe Desiderio Macías
y aún peor la prosa de Guadalajara
que nada dice pero en la que abundan
oropéndolas y ballestas

lo que hacía referencia a la urdimbre de un discurso intrascendente y ligero desde el punto de vista del significado. Por ello, la prosa de Guadalajara se convirtió, en sus peores momentos, en un estilo ampuloso y afectado que encajaba perfectamente en la definición de Heriberto Yépez sobre la poesía mexicana reciente. Cito algunos fragmentos de su ensayo “Muerte Crítica de la poesía en México”:

el regreso a las formas neoclásicas es evidente en la poesía mexicana, y es patente también que se está haciendo eso cayendo, otra vez, en el ejercicio, en las viejas manías que usan el poema como una fábrica de delicia, fragmento paradisíaco de la otra piedra filosofal […] “delicia”, escape poético hacia la irrealidad […] El mundo que describen los poemas mexicanos mainstream es la esfera de las “pequeñas cosas”, las “delicias” que procura el sujeto apolítico […] comprendí por qué la poesía mainstream del Distrito Federal suele ser exquisita: sus poetas están construyendo un lenguaje artificial, “puro”, donde omiten, borran o disimulan los signos reales de la ciudad, los signos de la Segunda Conquista, la rehibridación, la globalización, la pérdida del lenguaje propio, la miseria.

La prosa de Guadalajara aparece como un estilo extendido en todo el país. En cualquier caso, es muy interesante la reflexión sobre el lenguaje de este estilo que a mí, como dije arriba, me parece ampuloso y afectado. Por estilo afectado entiendo, con Lausberg, desde la retórica (lamentablemente de índole tradicional. Snif.), un defecto de exceso que obedece “a una tendencia incontrolada hacia la virtus. Esta tendencia desenfrenada hacia el ornatus y su resultado, el ornatus exageradamente afectado, se llaman mala affectatio“. Por estilo ampuloso entiendo, con Luis Alonso Schökel, aquel “que busca la palabra inusitada, el circunloquio complejo”. El circunloquio complejo degenera, a su vez, invariablemente, en una suerte de perífrasis. Y otra vez Lausberg: “los amanerados y remilgados suelen, por miedo a los verba humilia, contar entre los verba humilia palabras completamente corrientes, sustituyéndolas por complicadas perífrasis […] El amaneramiento es, pues, un fenómeno de la mala affectatio. El amaneramiento busca la sorpresa”. Paradójicamente, lugar estéticamente seguro.

3. Preterición

Sería mezquino que la mala voluntad negara lo evidente. El estilo que busqué describir es valioso y trascendente en la evolución de la tradición lírica del país. No hay duda. Dentro de la llamada “prosa de Guadalajara” encuentro textos que me parecen muy logrados, literarios (¡no en todos los poemas hay poesía!) por la sofisticación de su urdimbre, deliciosamente delicados. Un verdadero artista es capaz de conseguir esa limpidez en el discurso. ¿Para qué negar los aportes de esta tendencia? Por otro lado ¿por qué esconder sus vicios? ¿sus limitaciones? ¿su pobreza?

Escuché el término “prosa de Guadalajara” en alguna conversación con el poeta Mario Bojórquez. Me pareció interesante porque encerraba una impresión que compartía. Así como se dice que los poetas construyen un poema colectivo y único en un tiempo determinado, así también la crítica edifica su objeto. De eso se trata el diálogo: escuchar al otro, a pesar de su lugar de enunciación, escuchar al otro y considerarlo. El autismo es en todo caso un mal consejero.

Por comodidad no insisto más en mi ¿argumentación? y concluyo, a pesar de tanta palabrería, que (no habría que explicarlo, ¡por favor!) una conjetura NUNCA llevará al equívoco puesto que no tiene intención totalizante y que, por supuesto, lo olvidaba, la prosa de Guadalajara no existe.

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