Un cuento de… Bernardo Araujo: La venenosa

Bernardo Araujo

Un cuento de Bernardo Araujo, joven narrador de Zacatecas, México.  Autor de Llorar el viento. Actualmente es becario del Fondo Estatal para la Cultura y las Artes de Zacatecas en el género de novela.

 

 

La venenosa

 (Del libro Las ramas secas del Naranjo)

 

 A mis amigos muertos, que son muchos.

 

Nací cuando ya había empezado la película

de mi vida, de la cual me contaron el principio.

Gabriel Zaid

 

Pasan los delfines como almas en pena,

consortes de la muerte que se sube al mundo

sin pagar boleto.

José Cruz

(Vocalista de Real de Catorce)

 

 

1

Me consumí fumando la venenosa,

pa´ no sentir los golpes que da la vida[1]

 

¿No tuve yo una infancia despreocupada y feliz, sin sobresaltos, sin un padre alcohólico ni una madre desequilibrada? Pienso de frente al ventanal, recordando los tonos de un atardecer que acaba de morirse. ¿Acaso no jugamos durante años a explorar el monte rocoso que se alzaba detrás de nuestras casas? Saúl era poco más grande que el Tigre, como llamábamos a Javier, que era el más chico de los Esquivel: cinco hermanos de los que fui vecino casi por veinte años, y que con el tiempo se fueron convirtiendo en los únicos aliados dignos de recordar por esa época. Puedo asegurar que así fue, lo reafirma la media sonrisa de una luna que asoma de costado a la ciudad ya oscura. ¿Cómo no acordarse de las caminatas por entre la hierba y las veredas, para atrapar ardillas y luego dejarlas escapar sin más? Buscando un sitio para recostar la cabeza contra el sol de frente y el aire embravecido, devorar a puños las golosinas que servían de lonche antes de regresar a casa corriendo en picada sobre el campo híbrido y salvaje como nuestros años frescos, igual que el agua de pepino con que mamá nos esperaba.

     No me interesa averiguar qué tan cierto fue que Saúl tuvo estallamiento craneal cuando volcó el coche donde estúpidamente murió. La luz distante de los faros encendidos en las casas al frente, los reflectores de alumbrado público y las pequeñas luces dentro de las ventanas, simulan figurillas de pequeñas estrellas, eso parecen desde acá.

     «Estoy pagando mi casa, me la dieron hasta la chingada de la ciudad pero ya es mía. Me casé, mi esposa está en el último mes de embarazo.»

     Dijo Saúl cuando me lo topé, luego de casi 10 años de no vernos y no pasó un mes para que los diarios publicaran como una de las notas más rojas de la temporada, la noticia de su intempestiva muerte. La noche de pronto parece más oscura, un viento persistente ha secado las lágrimas que hace un instante resistían a desprenderse del globo ocular. Saúl era el más claro y despejado de los Esquivel, tenía los días imberbes todavía… Ahora, las pequeñas estrellas eléctricas al frente del barrio forman un cementerio atestado de cruces que se hinchan conforme los ojos vierten agua contra el aire terco. Así la muerte ha contoneado las caderas a mi alrededor desde los 12 años.

 

 

2

Quise faltarle a Dios, por pura rabia,

porque caí en tu amor de calavera[2]

 

La alegría era saltar

Fernando me enseñó a brincar: dos o tres pasos nada más son necesarios para saltar lo suficiente, apoyas en un pie y con el otro empujas, dobla las rodillas para que te muevas mejor en el aire, pero esto sólo cuando tengas el balón en movimiento y espacio por donde entrar hacia el tablero. Fija una ruta imaginaria, corre, protege la bola con la espalda, después entre los brazos: un paso, dos, tres si vas muy rápido y salta con el balón bien agarrado, listo para encestar, suelta la bola suavecito y ya está, dos puntos para ti.

     Todas las tardes, cada una de ellas a la salida del colegio jugamos juntos basquetbol durante horas, hasta el día en que las monjas del Colegio nos contaron aquella mentira: Fernando sufrió ayer un accidente, cayó del techo de su casa y perdió la vida, no pueden ir a verlo, lo van a sepultar fuera de la ciudad. Oren muchachos, no pueden hacer más.

     Las luces se han convertido en imágenes de hombres deformes que se mueven conforme el viento reacomoda el hilillo de llanto. Un día sobre la cancha me mostró repentinamente un revólver de su padre.

     —Con este voy a matarme un día, y volvió a guardarlo apresuradamente.

     —Mientras vamos a seguir volando ¿no? Con el balón entre las manos, le dije

     —Mira lo que es brincar, gritó.

     Y corrió driblando movimientos con la pelota hasta saltar, alto, suave, de manera elegante. Esa noche me senté de frente a la felicidad y la encontré áspera, la alegría era saltar, volar con el balón en las manos. Tanta inocencia volcó en un llanto amargo muy semejante a éste. Aquí, ahora.

 

 

3

Y me jodí la voz cuando te fuiste,

pues me pasé la noche aullando penas[3]

 

¿Qué sentido tiene?

Saúl reventó su cabeza durante un accidente vial y Fernando se voló la propia a los 12 años. Conocí a Beatriz en una discoteca de moda, adonde un alcoholismo en ciernes me atrajo de manera terminante, bebimos juntos toda la cerveza que encontramos a nuestro paso por la ciudad, por los bares infestados de adolescentes adictos y analfabetas funcionales, en las fiestas de Preparatoria donde abundaban el polvo y los alcoholes de dudosa derivación. La amistad era un cúmulo de envases de cristal y plástico brindando. El valor: los cuajarones de sangre ajena sobre tu camisa. La conciencia: un amanecer de tonos aturdidos; y el amor: una palabra fuera de contexto.

     Habían transcurrido 36 horas cuando encontraron el cadáver de Beatriz, nunca tuvimos tiempo de hacernos un retrato, el tiempo corre lento a los 18 años, y aun así, se esfuma en una noche, en una bocanada de tabaco. Un cadáver blanco, amoratado y solo, sola en la habitación donde no hicimos el amor en ningún tiempo. La rosas blancas alrededor de un féretro de color también claro, su imagen ocultando aquellos ojos verdes bajo los párpados inertes. Eso es todo.

     No constituyen forma alguna ya las luces en el lado frontero de la ciudad, apenas imprevistas ráfagas que corren lado a lado, arriba y abajo siguiendo el cauce del fluido ocular desmayando… La muerte es una dama impudorosa mostrando la entrepierna descaradamente. ¿Dónde está la muerte? ¿Qué sentido tiene? Ha palidecido de mi espíritu toda esperanza. No dejaré en el mundo mis desapegos y traiciones. ¿Qué corazones romperé? ¿Qué mentiras resistiré? ¿Sobre qué cabezas caminaré? Los gustos vanos desistieron de seguirme.

     Fernando nunca me dijo cómo debía brincar, aprendí observándolo. Nunca mostró ningún revólver, pero de que se disparó, lo hizo. No sé decir cómo lo sé. A Saúl apenas lo conocí de lejos, nunca corrimos por el monte ni atrapamos ardillas, apenas nos saludamos contadas veces durante la infancia, hasta el día en que sin razón evidente me detuvo en la calle para contarme sobre su familia. De Beatriz sólo registro en la memoria dos imágenes fijas, recurrentes: la inocencia indecente de sus ojos verdes mirándome por primera vez en aquel bar, y su rostro hinchado abruptamente, amoratado, nada tenía que ver con la primera imagen. Los días con ella no puedo recordarlos, acostumbro creer que sucedieron como uno solo que se repitió consecutivamente.

     Si al menos pudiera reconocer cuál es la razón de tanta muerte, ¿dónde la verdad? En este momento tendría que pensar en mandar todo al caño: ¿qué sentido tiene? ¿Dónde está mi muerte? No podrá alcanzarme siendo ya cadáver: ¿dónde su lugar?

     A la mañana siguiente tenía la mirada tan desorbitada, que aquellos que encontré, tal vez no me vieron.

 


[1] Fragmento de una canción de Real de Catorce.

[2] Idem.

[3] Idem.

 

 

Datos vitales

Bernardo Araujo (Zacatecas, Zac., 1981) es licenciado en Derecho por la Universidad Autónoma de Zacatecas. Fue Becario del Fondo Estatal para la Cultura y las Artes de Zacatecas en 2006 en el área de poesía. Cofundador de la editorial independiente Ediciones de Botella. Fundador y actual coordinador de la micro-editorial independiente Barco de papel. Ha tomado talleres literarios con Francisco Segovia y Daniel Sada. En poesía ha publicado Crepuscular, 2004. Y de narrativa apareció en 2008, Llorar el viento. Se encuentra en prensa el libro de cuentos Las ramas secas del naranjo. Actualmente es becario del Fondo Estatal para la Cultura y las Artes de Zacatecas, en el género de Novela.

bacmx@hotmail.com 

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