Luis Martínez Andrade cede su espacio para que aparezca este texto de Rafael Toriz acerca de los rasgos del narcotráfico mexicano y la banalización a la que es conducido por los medios de comunicación.
Una telenovela mexicana
Entre los múltiples referentes culturales que ha compartido Latinoamérica durante décadas, destacan con especial fulgor sus programas televisivos, que han configurado un potente y reconocible imaginario colectivo dado principalmente a través de sus comedias y telenovelas. Así, no es de sorprender que una ingente cantidad de rioplatenses rían a mandíbula batiente con las peripecias del “Chavo del ocho” y que legiones de mexicanos recuerden con lujuria y alegría los pegadizos acordes de “Las gatitas de Porcel”.
Durante los años ochenta y buena parte de los noventa –para contribuir al narcisismo de pequeñas diferencias– cuando los casos de narcotráfico eran hechos esporádicos que condimentaban el paisaje nacional, el ingenio popular aseguraba que México no era un territorio en manos de la delincuencia organizada sino apenas un país “en vías de colombianización”.
Hoy en día, cuando las mafias mexicanas controlan el mercado de drogas con Estados Unidos y buena parte del país se encuentra en llamas por las luchas intestinas entre los distintos cárteles y por una batalla desigual e inoperante dirigida por el gobierno, es un hecho que los delirios sanguinarios de El Mariachi de Robert Rodríguez son ampliamente superados por una realidad inmisericorde que si bien puede asustar a algunos hace que otros expresen con abulia que “esa programa ya lo hemos visto”. En mi opinión ése es uno de los rasgos sustanciales del conflicto: pensar que la realidad es una comedia, algo que no nos compete directamente o que sucede más allá de nosotros, mediada por la pantalla.
A todas luces el narcotráfico en México es un escollo grandísimo que compromete no sólo a los implicados inmediatos sino a la sociedad global en su conjunto, puesto que el flujo de mercancías en el que nos encontramos permite que la coca sembrada en Colombia sea procesada en México y distribuida como dulces para infantes en los Estados Unidos.
Juan Villoro ha dicho que “el narcotráfico suele golpear dos veces: en el mundo de los hechos y en las noticias”; lo que nos lleva encarar el problema por dos flancos. Por una parte los inherentes a la delincuencia organizada: asesinatos, extorsiones, corrupción y secuestros. Por otro, lidiar con una realidad enrarecida por los medios que ocasiona, en el mejor de los casos, miedo, y en el peor, una irresponsable indiferencia.
Pese o precisamente por ello, desde los legendarios tiempos de Pablo Escobar –fue él quien acuñó la costumbre de tener jirafas, cocodrilos y elefantes vagando por el jardín– la influencia del narco ha crecido a niveles exponenciales y ha gestado manifestaciones en distintos ámbitos culturales que vienen mereciendo la atención de sociólogos e investigadores desde hace algunos años. El narcotráfico posee un universo propio de configuraciones estéticas y simbólicas que ha derivado, en ocasiones, en francas mitologías, como el caso de su santo patrono Jesús Malverde, protector originario de Sinaloa cuya historia es semejante a la de Robin Hood (sus fieles se cuentan por miles y posee un puñado de templos consagrados a su culto). Entre algunas de las más destacadas expresiones del abanico mexicano destaca el narcocorrido, que es un subgénero de la música norteña –predominante en los estados del norte de la República– que consiste en relatar los momentos clave y las principales hazañas de las figuras del narco, una suerte de épica que muestra el aspecto humano de los implicados y los exalta hasta tornarlos héroes: historias de paradójicos justicieros venidos de las clases populares que intentan sobrevivir en un mundo injusto y contradictorio (el Cid Campeador ataviado con efedrina).
Otro detalle característico han sido las narcopelículas, producciones de bajo presupuesto que con relativa fortuna han intentado retratar la realidad de una vida delincuencial con escenarios que van de lo desértico a lo ganadero, mostrando armas de grueso calibre, conflictos morales, fastuosos aposentos y mujeres de fantasía. En un principio las películas contaron con un éxito insospechado que poco a poco fue menguando debido a la baja calidad tanto de la dirección como de las actuaciones, puesto que en ocasiones eran los mismos narcotraficantes no sólo los patrocinadores de las mismas sino también sus protagonistas.
Queda claro que una telenovela como la que ahora se vive en México es prueba no sólo de la descomposición de las instituciones, de la erosión del tejido social y de la voracidad de un mercado que está exigiendo, por sus dinámicas propias, un debate contundente con miras a una legalización de las drogas, sino también que Latinoamérica es un lugar idóneo para la exportación de un agudo conflicto que a todos no atañe.
Mientras otra cosa no suceda, nada queda sino arrellanarse en el sillón y acostumbrarse a la novela.
Datos vitales
Rafael Toriz (Xalapa, México, 1983) ha sido becario de la primera generación de la Fundación para las Letras Mexicanas y Premio Nacional de Ensayo Carlos Fuentes 2004. Publicó un par de volúmenes en el límite del ensayo y la narrativa Animalia (Universidad de Guanajuato) y Minificciones (Difusión Cultural, UNAM).